Mi abuela paterna gustaba de
guardar cosas, y sabía despertar, en mi hermana y en mí, un
especial y necesario afecto por esos objetos. Uno de los que más
recuerdo era un libro escolar de lecturas. Varias veces nos explicó
que no había sido suyo sino de sus hermanos mayores, que, por ser
hombres, habían hecho todos los grados de la escuela primaria
pública. Pero ella, a pesar de haber ido sólo a una escuela de
labores para niñas, con seguridad lo había leído con más ahínco,
allegada como era —la única entre los hermanos— al conocimiento
y a la información sobre el mundo. Hijos de inmigrantes asturianos
recientemente arribados a Argentina, los mayores probablemente
llegaron a nacer aún en España, pero a la edad de la escuela
primaria ya estaban en la nueva tierra, en Rosario, donde mi
bisabuelo trabajaba en el ferrocarril.
El libro en cuestión se llamaba
Vida, y teniendo en cuenta las edades familiares, calculo que
mis tíos, unos diez años mayores que mi abuela, debieron usarlo
entre 1918 y 1920. Y digo «calculo» porque el libro no se conserva
en mi familia; fue debilidad de mi abuela talvez confiarlo demasiado
a mis tratos infantiles. En sitios de oferta de rarezas he visto una
edición de 1912, y en la Biblioteca Nacional de Maestros (digital)
que mantiene el Ministerio de Educación de Argentina hay una,
completa, de 1925. Pero tiene más páginas y menos ilustraciones que
lo que guarda mi memoria, en la que seguramente se desdibuja y se
cruza con otros libros viejos. Y de cualquier modo, a lo que voy a
referirme es solamente a una de las piezas que ese manual traía para
la lectura de chicos que, como esos tíos abuelos que no llegué a
conocer, salían hacia la escuela desde casas de techo alto y
gallinero, aún sin radio, por un barrio que tenía empedrado sólo
en un par de calles.
Pero esa lectura, cuando yo era
niño, ya sucedía en un ámbito totalmente diferente. Un
departamento de los años 70 como el que tenían mis abuelos en
Buenos Aires, con pisos de parquet plastificado, televisión y un
mobiliario que ya llamaban «moderno». Y los lectores éramos dos
chicos criados en esos ambientes ininterrumpidamente urbanos de
colectivos, automóviles y (en la capital) metros. Acostumbrados,
además, desde pequeños, a hojear los muchos libros y revistas que
mis padres, jóvenes universitarios, apilaban en los ralos estantes
de las casas entre las que se mudaban con frecuencia.
De aquel libro ya vetusto y, a
pesar de los cuidados de mi abuela, algo ajado, había algunos
pasajes que yo leía repetidamente. Una de esas lecturas me produjo,
las primeras veces, un extrañamiento profundo, después fuerte
rechazo y finalmente jocosidad. Se trataba de una especie de fábula
en verso. Muchos años después supe que era de Andrés Bello, cuya
obra gramatical —no su poesía ni la prédica moralizante de sus
fábulas— hoy me permite admirar un sagacísimo e instigador
pensamiento sobre el lenguaje. Pero aquel alegato amonestador se
llamaba «La cometa» y estaba construido como severo ejemplo contra
los excesos de la libertad. Contaba que una cometa, embriagada de
gloria por verse en la altura, se quejaba de vivir atada a su cordel
y no poder volar libre como ave. En vez de ser águila o pajarillo,
tenía que conformarse con ser (me encantaba esa parte) «juguete de
un imbécil tiranuelo que, según se le antoja, o me tira la cuerda o
me la afloja». Rebelándose contra su condición, invoca al viento
para que la arranque del hilo. Pero, una vez suelta, cae y se
estrella en un espino. Una estrofa final ofrecía la moraleja sobre
la necesidad de sujetarse a la ley.
Mucho en la lengua de ese poema
me era extraño, en mayor grado que el extrañamiento que me causaba
el libro en general. En primer lugar, el título. ¿Cometa? A ese
objeto para jugar lo llamábamos «barrilete» y, en la provincia de
Mendoza, donde viví una parte de mi infancia, los chicos le decían
«volantín». Yo conocía los cometas, por dibujos o por ir
al Planetario, pero no las cometas, y no sé si a la coima ya
se la llamaba así en Argentina. Pero si mis abuelos podían
aclararme que esa cometa era un barrilete, no ocurría lo mismo con
otros fragmentos de la fábula.
Particularmente incomprensible
era la invocación osada que profería la cometa, que mucho me
desconcertaba:
¡Pluguiese a Dios viniera
una ráfaga fiera
que os hiciese pedazos,
ignominiosos lazos!
Además de las palabras «raras»
y de la subordinación en cascada, yo no tenía cómo, en aquel
tiempo y a esa edad, relacionar ese «os» con los lazos. Más aún
porque ya había tenido algún encuentro anterior con «os», uno en
especial, siendo más niño aún.
Recuerdo que mi otra abuela,
materna, de origen idische, en vano intento de neutralizar tanto
ateísmo circundante en el medio familiar, a veces nos leía
historias de un libro llamado Cuentos de la Biblia para los niños.
Cuando la serpiente preguntaba a Adán y Eva por qué no comían los
bellos frutos de un árbol, estos respondían: «Porque Dios lo ha
prohibido». A lo que la serpiente indagaba: «¿Y por qué os
lo ha prohibido?», frases todas que mi bove leía pausadamente.
Para mí, la serpiente repetía
en su pregunta las palabras de los pobres Adán y Eva, y en vez de
«Dios» decía «Os», que debía ser un modo de llamarlo, como
quien decía «Dani» en vez de «Daniel». La serpiente quería
saber por qué Os no les había permitido comer esa sabrosa fruta.
«Os» sería uno de los nombres de Dios (¿el Mago de Oz?). En todo
caso, al menos en los viejos libros «para los niños» en esa lengua
aleccionadora, Os era poderoso: podía prohibir y hacer pedazos.
Volviendo, entonces, a la
exclamación de la malhadada cometa, lo que verdaderamente yo no
podía entender, más que Os
e ignominiosos, era
qué hacía ahí don Pugliese. El señor del departamento 9, don
Pugliese, el marido de la señora Beatriz, comadre con quien mi
abuela se juntaba a conversar y a hacer las compras por el barrio.
¿Por qué don Pugliese? Mi abuelo, riendo de mi «ocurrencia»,
decía que la cometa debía querer bailar un tango.1
Mi abuela decía que era una forma de rezar y llegó a buscar
pluguiese en
el diccionario. Pero tuvo que venir mi padre, estudiante de
filosofía, para explicar el intríngulis, que, de todos modos, no
entendí hasta ser yo mismo algunos años más grande. Mientras
tanto, me divertía que el verso hablase del vecino, que, el pobre,
murió justo en esa época. Pugliese, a Dios (o a Os, quién sabe).
A veces es difícil explicar,
en la formación universitaria en lengua española que realizamos en
Brasil, los caminos sinuosos que siguió la estandarización del
español en los países de Hispanoamérica, y sobre todo, los abismos
que los cortan, los tiempos que en ellos se sobreponen en
simultaneidad y secuencia, como en tantos otros procesos
socioculturales en nuestros países.2
La educación escolar, en la Argentina de fines del siglo XIX y
comienzos del XX, fue pieza central del proyecto de configurar el
imaginario de una nación unificada, para el cual algunos líderes
llegaron a proclamar una «raza argentina».3
Sin embargo, sus oscilantes modelos de lengua legítima pasaron
bastante lejos de los hábitos de habla y de la escritura de la
heterogeneidad de argentinos más o menos cultos. Es que la pureza de
raza, o la unidad nacional, en lo que hacía a la lengua, se buscaba
en el componente identificado como «hispánico», fundamentalmente
como antídoto contra lo «disgregador»: afrodescendientes,
indígenas y, sobre todo, por su inmenso número, inmigrantes. Dentro
del nacionalismo homogeneizador, hubo maneras divergentes de enunciar
la inserción de Argentina en el espacio de la lengua española, pero
todas las corrientes, aun las racialmente «inclusivas»,
coincidieron en políticas monoglósicas que excluyeron de la
educación las lenguas de inmigrantes y propiciaron la corrección de
todo «barbarismo» proveniente (o no) de las situaciones de
contacto.4
Que se eligieran, para lectura
de los contingentes de niños, textos con tono castizo (aunque no
necesariamente españoles, como lo muestra la inclusión de Bello) y
rasgos estilísticos que los apartasen de las variedades locales,
acercándolos a la imaginaria lengua de una España culta, puede
parecer contradictorio con la tentativa de rasurar lo diferente para
producir argentinidad. Y seguramente lo fue, pero precisamente una
contradicción productiva que operaba en dos planos para reproducir
la desigualdad: el disciplinado del vulgo local o del ya devenido
vernáculo, y el doble esfuerzo para el nuevo niño extraño, ya que
la lengua que en el barrio y en la calle iba aprendiendo, diferente
de la de sus padres, la propia lengua del maestro, poco le servía
frente a eso otro que ahí aparecía y le hablaba para formarlo,
inclusive, en lo moral.
Muchos pequeños puglieses, de
la Puglia o no, genoveses, napolitanos, turcos, libaneses, polacos, e
inclusive españoles que hablarían rusticidades, como mis tíos
abuelos, o glosas ajenas, como los gallegos, habrán tropezado en los
escollos de esas lecturas, cayendo repetidamente al espino como
volantín sin cuerda.
Y seguramente era una caída
menos jocosa y más aleccionadora, más orientada a la mudez que la
de mi lectura errante, cincuenta años después, de niño crecido
entre libros y con una lengua «propia» valorizada.
En la metátesis, familiarmente
festejada, de mi lectura infantil, tropezaban varias memorias de
lenguas en la lengua,5
sin que ninguno de la familia, ni siquiera mi padre, se propusiera
advertirlas más allá del chiste. Y no había por qué —como se
sabe, son cosas mudas—. Por un lado, un italiano que, como tal,
nunca había pasado por el núcleo familiar, pero yacía en nuestro
mundo al punto de hacerme interpretar hacia uno de sus nombres una
forma verbal de «mi» (¿?) lengua. Por otro, el idioma del tango,
siempre en un límite de lo que sabíamos que está mal, que no es
eso realmente lo que se dice, pero jugando ahí y disponible para el
juego. También, por supuesto, y principalmente, ese castellano de
nuestra vida, un poco diferente en algunos lugares, como el barrilete
y el volantín, pero en el que me disponía a entender todo lo que
escuchaba y leía, tan natural que siempre había estado ahí, aunque
esos libros viejos dejaban ver otra cosa, silenciosa y a la vez
tronante.
Es que también estaba allí la
lengua de Os, que para los hispanohablantes hablaba y sigue hablando,
incólume a las prédicas de diversidad, que no la callan. Porque ha
entrado en la memoria a fuerza de ráfagas y moralejas, y habla,
insilenciable, tentadora para el poder y el control, cada vez que se
pone en juego la desigualdad por el lenguaje. Así terminaba
—amonestándonos— y sigue terminando la fábula:
De esta pandorga tú, vulgo
insensato,
eres vivo retrato,
cuando a la santa Ley que al
vicio enfrena,
llamas servil cadena,
y en licenciosa libertad
venturas
y glorias te figuras.
Adrián Pablo Fanjul6
1
Osvaldo Pugliese, otro con el mismo apellido, era un compositor y
pianista de tango, muy famoso en la época.
2
Aníbal Quijano, en su obra Modernidad,
Identidad y Utopía en América Latina
(Lima: Sociedad y Polítcia Ediciones, 1988), denomina «tiempos
mixtos» a esa sobreposición.
3
Un buen análisis del espectro ideológico de intelectuales que
actuaron en esos proyectos homogeneizadores puede verse en el libro
de Diego Bentivegna El poder de la
letra (La Plata: UNIPE, 2011), muy
especialmente en su ensayo «Poderes de la literatura; épica,
lengua y poesía nacionales».
4
Abundan los estudios sobre políticas en relación con la lengua
nacional y las de inmigrantes en la época. De entre muchos otros,
destacamos el de Ángela Di Tullio en Políticas
lingüísticas e inmigración. El caso argentino
(Buenos Aires: Eudeba, 2003) y el de Elvira Arnoux en «Las
leyes de defensa de la lengua en la Argentina: propuestas y debates
al finalizar los siglos XIX y XX» (Letterature D’
America. Revista trimestrale, n.º 100. Roma: Bulzoni Editore,
págs. 23-50).
5
Me apropio en esta figura de las reflexiones de la lingüista
brasileña Onice Payer sobre memoria en y de la lengua, que pueden
apreciarse en Memória da língua
Imigração e nacionalidade (São
Paulo: Escuta, 2006).
6
Profesor e investigador en la Faculdade
de Filosofia, Letras e Ciências Humanas de la Universidade de São
Paulo, Brasil.