2. DE LA LENGUA ÚNICA A
LA LENGUA COMÚN: LA CONSTRUCCIÓN DE LA UNIDAD HISPÁNICA
2.1. España, América y
el nacionalismo postimperial
Desde que, a partir de 1808,
las colonias ultramarinas fueron alcanzando su independencia de la
metrópoli, España, lejos de asumir plenamente su emancipación,
mantuvo siempre una conciencia clara de que su peso en el orden
político y económico mundial dependía de su capacidad para
mantener vivo y operativo el ascendiente sobre sus antiguos dominios:
[...] para poder aspirar a
presentarse como un país que se hallaba a la altura de los Estados
Unidos y de las potencias europeas (los cuales establecían y
representaban el carácter expansionista de la nación moderna),
España tenía que demostrar alguna suerte de preeminencia sobre sus
antiguas colonias, especialmente ante las políticas cada vez más
intervencionistas de Estados Unidos en esas tierras. [J. del Valle y
L. Gabriel-Stheeman, 2004a: 24.]
Movidas por esta certeza, a
lo largo del segundo tercio del siglo XIX
las élites políticas españolas impulsaron dos
estrategias americanistas diferenciadas:
Por un lado, las fuerzas
socioeconómicas y políticas vinculadas al Antiguo Régimen
respaldaron una estrategia de rechazo al nuevo orden surgido de
las sucesivas emancipaciones coloniales, apoyaron fútiles acciones
de reconquista por medio de las armas —como es obvio infructuosas—
y mostraron pretensiones de lograr algún tipo de compensación,
indemnización o trato de favor de las nuevas repúblicas, lo que
obtuvo el efecto de potenciar en ellas el rechazo y la desconfianza
hacia España. Sólo cuando España renunció definitivamente a sus
deseos de reconquista, alrededor de 1866, empezaron a darse las
condiciones necesarias para el inicio del acercamiento, aunque «la
agitación nacional y los conflictos cubanos dificultaron mucho el
olvido de los agravios españoles» entre los americanos (Sepúlveda,
2005: 62).
Por otro, siendo evidente
que la hegemonía militar sobre las colonias resultaba irrecuperable,
la burguesía comercial y las fuerzas del liberalismo avanzado
dedicaron sus energías a alentar una estrategia de aproximación a
la nueva realidad americana que permitiera restablecer el predominio
español por cauces más viables.
En una primera fase, los
esfuerzos de las Juntas de Comercio españolas se encaminaron a crear
un estado de ánimo en la opinión pública favorable al
reconocimiento de las nuevas repúblicas americanas, a sabiendas de
que de dicho reconocimiento dependía la propia viabilidad de las
relaciones entre la antigua metrópoli y los nuevos Estados
soberanos. Así, si bien hasta mediados de siglo sólo se habían
reconocido a dos Estados (México, 1836, y Ecuador, 1840), el empuje
de los intereses comerciales españoles en América dio como
resultado que entre 1844 y 1865 España reconociera y entablara
relaciones diplomáticas con diez Estados más: Chile (1844),
Venezuela (1845), Bolivia (1847), Costa Rica y Nicaragua (1850),
República Dominicana (1855), Guatemala y Argentina (1863), y Perú y
El Salvador (1865). Y en los treinta y cinco años restantes del
siglo, ya en la antesala de la debacle de 1898 y la pérdida de los
últimos territorios coloniales, se reconoció también a otras
cuatro nuevas repúblicas americanas: Uruguay (1870), Paraguay
(1880), Colombia (1881) y Honduras (1894).
En una segunda fase, en la
década de 1850, la burguesía comercial, beneficiaria de la
coyuntura económica poscolonial, que le permitió incrementar
notablemente el comercio con América en esos años, inició una
ofensiva americanista en toda regla, que perseguía entre otros fines
la recuperación de las posiciones perdidas en el mercado americano
durante la primera mitad del siglo XIX.
Para preparar un terreno propicio al establecimiento de vínculos
comerciales y políticos duraderos era fundamental el desarrollo
previo de una estrategia diplomática y de una ideología
que facilitaran el acercamiento. Siendo escasos los apoyos con que la
burguesía comercial contaba para entablar y fortalecer los vínculos
trasatlánticos, dadas las posiciones hostiles en ambos lados, hubo
de fundar por sus propios medios publicaciones periódicas que
divulgaran sus planteamientos y proyectos y que sirvieran a la vez de
puente entre la opinión pública, la intelectualidad y los círculos
gubernamentales de ambas orillas. Así vieron sucesivamente la luz
Revista Española de Ambos Mundos (1853-1855); La América,
Crónica Hispano-americana (1857-1874, 1879-1886); El Museo
Universal (1857-1869); Revista hispano-americana
(1864-1867); La Ilustración Española y Americana
(1868-1921); El Correo de España (1870-1872); Revista
Hispano-americana (1881-1882); La Unión Iberoamericana
(1886-1926) y El Centenario (1892-1894) (López-Ocón Cabrera,
1982: 137). En el desarrollo de estas plataformas de fomento y
difusión de la conciencia hispanoamericana contaron con la
asistencia de intelectuales y diplomáticos, que emprendieron una
verdadera «cruzada cultural» —como la denomina López-Ocón
Cabrera (1982: 161)— que se proponía alcanzar los siguientes
objetivos:
En primer lugar, restablecer
el diálogo con las Américas y crear un clima de acercamiento
entre España y sus antiguas colonias. En segundo lugar,
elaborar una doctrina pannacionalista que delimitara los
contornos de una comunidad hispánica trasatlántica, de matriz
española. En tercero, mediante la adscripción de la élites
criollas a la identidad común, promover una corriente de opinión
favorable al establecimiento de alianzas entre España y las nuevas
naciones americanas. En cuarto lugar, como parte de la utilización
política del proyecto hispanoamericanista, exhibir de puertas
afuera, ante las potencias europeas y ante los Estados Unidos, la
nueva unión transoceánica como la muestra de una renovada
preeminencia de España sobre Latinoamérica; y, de puertas
adentro, proporcionar la narrativa que el nacionalismo español
precisaba para fortalecer su identidad interior (v. § 1.6.2).
Finalmente, asentar los fundamentos de la Unión
Iberoamericana, una entidad asociativa de carácter
oficialista y patronal-gremial instituida finalmente en Madrid en
1884, que, financiada en última instancia por el Gobierno de Madrid
y contando también con el apoyo de algunos gobiernos americanos,
permaneció activa hasta la guerra civil. Bajo la idea —hoy tan
viva— de que «Iberoamérica era el “mercado natural” de
España» (Martín Montalvo, Martín de Vega y Solano Sobrado,
1985: 163), la Unión Iberoamericana se propuso desde sus inicios
«estrechar relaciones sociales, económicas, científicas,
literarias y artísticas de España, Portugal y las naciones
americanas donde se habla el español y el portugués, y preparar la
más estrecha unión comercial en el porvenir» (art. 1.º, cit. en
Calle Velasco, 2004: 154, n. 8). Fusionada en 1890 con otra sociedad
también semipública, la Unión Hispanoamericana, desarrolló un
intenso programa hispanoamericanista y una paralela labor
propagandística por medio de su cabecera homónima. Además de ser
la promotora de algunos de los —no muy abundantes— logros
prácticos del hispanoamericanismo, a su iniciativa se debe
principalmente la convocatoria en 1900 del Congreso Social y
Económico Iberoamericano, el primer gran programa que trataba de
fortalecer el estatus internacional del castellano y cuyas
directrices marcarían la pauta de la política hispanoamericanista
en décadas sucesivas.
La progresiva ideologización
de la conciencia americanista llevada a cabo por estos instrumentos
de propaganda se forjó sobre tres estrategias fundamentales:
1. La identificación de
un enemigo compartido: Estados Unidos, cuyas políticas cada vez
más intervencionistas en tierras americanas podían hallar en la
comunidad cultural —y en sus proyectadas materializaciones— un
frente de rechazo común.
2. La elaboración de una
contrapropaganda capaz de contrarrestar la leyenda negra de la
presencia de España en América pergeñada por los nuevos Estados,
que envenenaba las relaciones y distorsionaba la imagen de la antigua
metrópoli.
3. La conformación
del factor que diera entidad a la idea de comunidad: la identidad
hispanoamericana.
4. El desarrollo de una
serie de programas culturales americanistas.
Para revestir la identidad
de la comunidad transaltlántica con atributos que resultaran
naturalmente entrañables para sus miembros, reconocibles para los
extraños e inexpugnables para los críticos debían seleccionarse
rasgos que pudieran representarla inequívocamente. Así,
El ejercicio de
autorrepresentación de la comunidad cultural hispanoamericana se
basaba fundamentalmente en cuatro elementos conformadores e
identificadores: la raza, como valor de integración social y
síntesis de la cultura; el idioma, como arca telúrica
comunitaria; la historia, como memoria de un pasado común, y
la religión, como factor de vertebración de la comunidad de
valores. Este ejercicio de representación se complementaba con la
negación de los elementos alternativos de otras comunidades.
[Sepúlveda, 2005: 184; la negrita es nuestra.]
La defensa y promoción de
los elementos constitutivos de la identidad hispanoamericana
fueron señalados como la «misión» que americanos y españoles
debían llevar a cabo. La forma de interpretarlos no fue, sin
embargo, uniforme; las divergencias en su lectura dieron lugar a dos
orientaciones nítidamente diferenciadas de la ideología
hispanoamericanista: el hispanoamericanismo progresista y el
panhispanismo, de signo conservador. No obstante, hubo un
elemento en cuyo tratamiento no llegaron a apreciarse diferencias
claras entre hispanoamericanistas progresistas y conservadores,
incluso de uno u otro lado del Atlántico: el idioma.
[...] para todos ellos la
utilización de un idioma común contaba con tres valores
fundamentales. = El primero de ellos era la constatación de
valores psicológicos que la lengua tenía [...]. La
lengua era el gran archivo psicológico donde los pueblos conservan
sus valores comunes; por lo que creaba por sí misma una comunidad
intelectual que, en cuanto tal, no podía ser penetrada por quien
desconocía la lengua. [...] = Un segundo punto de análisis mostraba
el valor integrador de la lengua. Los
hispanoamericanistas veían en ella el principal medio del que se
había servido la España colonizadora para forjar, de una variedad
dispersa de civilizaciones y sociedades, una única comunidad
integrada. [...] La capacidad de influencia que España pudiera
mantener en América dependía del mantenimiento del castellano
[...]; e incluso se hacía depender la continuidad de la identidad de
las naciones americanas del mantenimiento del castellano como lengua
materna [...]. Trascendencia no menor tenía el sostenimiento de la
lengua como elemento identificador de esa
comunidad, lo que no era otra cosa que el seguimiento de una de las
bases estructurales del nacionalismo esencialista. [Sepúlveda, 2005,
214-217; la negrita es nuestra.]
En la América de la primera
mitad del XIX, el
impulso emancipador de las nuevas naciones de ultramar había
alcanzado también a la lengua de las élites criollas: el
castellano. Si América había dejado de ser española, el idioma no
tenía por qué ser tampoco privativo de España. A su vez, el
proyecto soñado por los libertadores, con Bolívar al frente, de una
unión latinoamericana formada por una mancomunidad de naciones
hispanohablantes que hiciera frente tanto a España como a Estados
Unidos plantearía la necesidad de configurar una identidad americana
común, en la que la herencia cultural del pensamiento ilustrado y la
lengua común debían actuar como fuerzas cohesivas. En opinión de
María López García (2009), el prólogo de la gramática de Bello
da buena muestra de este espíritu:
No tengo la pretensión de
escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis
hermanos, los habitantes de Hispano-América. Juzgo importante la
conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza,
como un medio providencial de comunicación y un vínculo de
fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas
sobre los dos continentes. Pero no es un purismo supersticioso lo que
me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las
ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual y las
revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar
ideas nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de
las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos,
cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la
afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que
escriben. [A. Bello, 1843 [2002]: 12.]
En estas circunstancias,
visto el papel central que desempeñaba el castellano en la
configuración de identidades y en la unificación nacional e
internacional de los nuevos países americanos, no es de extrañar
que los propulsores del hispanoamericanismo tomaran la comunidad
idiomática como el argumento que permitiera neutralizar las
tendencias segregacionistas. De hecho, «el hispanoamericanismo llevó
a cabo la más importante ideologización y la mayor utilización de
la plataforma idiomática como base conformadora de comunidad,
alcanzando en último fin un intento de utilización política»
(Sepúlveda, 2005: 212).
2.2. La conceptualización
de la hispanidad
Durante la II República
española, el movimiento hispanoamericanista liberal entró en
crisis. En el contexto de la aparición, en diversos países
occidentales, de una derecha radical, antiliberal y antipositivista,
antecedente intelectual del fascismo, el rasgo más singular de la
proyección trasatlántica de España en este periodo fue la
radicalización de la línea más conservadora del
hispanoamericanismo (el panhispanismo), y la conceptualización
de la idea de hispanidad, representación
simbólica que alcanzó su máximo grado de definición en
1934, en la obra La defensa de la Hispanidad de Ramiro de
Maeztu, como la comunidad espiritual —de clara penetración
católica— de todos los pueblos hispanos. En un momento de
efervescencia social mundial y de debilidad europea e internacional
de España, desde posiciones conservadoras se reprochaba al
liberalismo político su incapacidad para reaccionar con energía
ante la amenaza a la oligarquía capitalista que suponía la
aparición del movimiento obrero; su ineptitud para acomodar
instituciones tradicionales como la Iglesia y el Ejército en las
nuevas corrientes secularizadoras y civilistas; sus políticas de
desarrollo económico y modernización, y su incapacidad para poner
coto a las demandas de los nacionalismos periféricos y a los avances
de los nuevos imperialismos. En este clima, la noción
primigeniamente espiritual de hispanidad se politizó al
constituirse en la plataforma ideológica de un movimiento
reaccionario, que pretendía «retrotraer el papel de España a una
etapa donde existía una situación privilegiada y de dominio;
políticamente con respecto a América, socialmente por una división
entre directores de esa comunidad y el resto de ella» (Sepúlveda,
2005: 162). En la elaboración fascista de la Falange española,
América se reducía, como anota Sepúlveda (2005: 169) «a un mero
campo de influencia, especialmente con base en la comunidad cultural;
pero sobre todo, América era para España un título con el que
presentarse ante las potencias europeas, un valor añadido en el peso
de la política exterior española. Idea que, por otra parte, ya
había sido utilizada durante la dictadura primorriverista ante el
Consejo permanente de la Sociedad de Naciones». Tomada la hispanidad
como una de las bases del franquismo e institucionalizada como
filosofía de Estado en el Consejo de la Hispanidad y el Instituto de
Cultura Hispánica,
[...] acabó siendo el
portaestandarte de la visión providencialista de la historia de
España, elemento legitimador del régimen, plataforma de proyección
exterior (especialmente válida en los tiempos de máximo aislamiento
diplomático) y valor añadido en las negociaciones con las ponencias
internacionales (evidente en las mantenidas con Estados Unidos en los
años cincuenta y la Comunidad Económica Europea en los sesenta).
[Sepúlveda, 1994: 321.]
Un valor añadido que se
puso especialmente en juego durante la década de los sesenta, al
reforzarse la antigua idea hispanoamericanista del papel de puente de
España entre América y Europa, ante la que aquella se presentaba
como representante de la gran Comunidad Hispánica de Naciones, un
ente —por cierto, sólo reconocido por España— «elevado en el
discurso de la época a la categoría de bloque internacional sólo
comparable a la Commonwealth británica. La primera petición de
ingreso en el Mercado Común ya utilizaba esta idea» (Sepúlveda,
2005: 175).
No obstante, hasta el
establecimiento en España de un sistema democrático, la ideología
hispanoamericanista contará con un reducido trasfondo social que no
le permitirá alcanzar una dimensión política:
Que el panhispanismo se
basara más en dimensiones culturales que en materiales (desde el
mero territorio al establecimiento de mercados) produce una
abstracción que imposibilita su seguimiento por amplios sectores
sociales, quedando reducida su formulación y ejecución a reducidos
círculos intelectuales y políticos. [Sepúlveda, 1994: 323.]
Como expondremos más
adelante (§ 3.3 y 3.4), la necesaria base material llegará a
principios de la década de 1990, con la internacionalización de las
empresas españolas y su desembarco en América, un hito que
permitirá al hispanoamericanismo —en su versión
iberoamericanista— dar el salto de la retórica a la concreción
política con el desarrollo de un proyecto trasatlántico, la
Comunidad Iberoamericana de Naciones (cin),
hecho efectivo en las Cumbres Iberoamericanas que empezaron a
celebrarse en 1991, al filo del quinto centenario del
«Descubrimiento». Una renovada proyección hacia América
particularmente beneficiosa para la geoestrategia internacional
española y la expansión de sus mercados, que, junto con las
sostenidas peticiones de reconocimiento de las particularidades
lingüísticas americanas y las reclamaciones de equidad en las
relaciones trasatlánticas —a las que nos referiremos en los
próximos apartados—, proporciona la clave que permite comprender
el giro panhispánico de la actual norma académica:
Desde el punto de vista del
comercio, la lengua común se erige [...] en una variable
determinante [...] dentro de los flujos actuales de mercancías.
[...] En el caso del español [...], la comunidad de lengua —y de
lazos interpersonales, históricos y culturales que ésta procura—
ha sido un factor decisivo, sin el cual es imposible explicar el
enorme montante de flujos de inversión orientados hacia América
Latina desde el decenio de 1990. Los países de habla hispana han
sido, además, el gran «banco de pruebas» de la
internacionalización empresarial de España en pocos años. [...]
Los dos ejes de cohesión hoy más activos en el mundo iberoamericano
son la internacionalización empresarial y la política lingüística
panhispánica de la Asociación de Academias de la Lengua Española.
[...] Hacer buena empresa a escala internacional equivale, hoy por
hoy, no sólo a generar beneficios, sino sobre todo a ensanchar lazos
y fronteras del idioma, puesto que constituye un ingrediente cultural
y social que va más allá incluso de cualquier consideración
económica: una política lingüística común y fuerte es un factor
vertebrador y un garante de pautas culturales compartidas y de
valores socialmente duraderos y prevalecientes entre Europa y
América. [César Alierta (presidente ejecutivo de Telefónica, S.
A.), 2010: 6 y 11; en línea.]
2.3. Unitarismo
lingüístico y sucursalismo académico
En
la segunda mitad del XIX,
la rivalidad creciente entre las nuevas naciones mostró la
inviabilidad del sueño unionista bolivariano. Desde el último
tercio del XIX
y a lo largo de las primeras décadas del siglo siguiente, los
acontecimientos que fueron marcando el devenir de cada país de la
América independiente abrieron paso a visiones políticas de
distinto signo. Así, los enfrentamientos civiles entre facciones
político-ideológicas e intereses económicos divergentes; las
reacciones defensivas suscitadas por el intervencionismo
estadounidense; la avalancha inmigratoria europea (particularmente en
Argentina) y el subsiguiente desarrollo de políticas de asimilación;
los procesos de modernización; las luchas de clases que amenazaban
el orden social establecido, y la constitución de nuevos centros de
poder político y de producción cultural abrieron paso a
concepciones alternativas sobre la idiosincrasia de la nación, que a
su vez implicaron representaciones distintas de lo que debían ser la
lengua nacional y sus organismos rectores. La corriente
segregacionista del periodo posterior a las independencias adquirió
nuevos y diversos matices y, en el extremo opuesto, miembros de la
élite hispanocriolla abrazaron una actitud frente a la lengua de
índole purista, casticista e hispanófila como salvaguarda de lo que
consideraban una bárbara descomposición del idioma en tierras
americanas.
Al propio tiempo, los renovados intercambios con España —reforzados
por los programas hispanoamericanistas, por los flujos migratorios y
los exilios de españoles a tierras americanas, y por el auge del
intercambio comercial durante la Gran Guerra— hicieron ganar peso a
una corriente intermedia, favorable al unitarismo hispanoamericanista
(v. § 3.5), que no renunciaba por ello a la propia identidad. Según
argumenta Sepúlveda (2005: 68), en la defensa y prevalencia de este
ideal de unidad en América una de las campañas que más incidencia
tuvo fue la emprendida en 1861 por la Real Academia Española.
Es
sabido que todo personaje político proclive a manifestarse en
público con más asiduidad de lo que la prudencia recomienda acaba
ofreciendo a los usuarios de hemerotecas perlas verdaderamente
memorables. En este sentido, el aún director de la RAE
es un caso paradigmático de creativa locuacidad. Ejemplo muy
pertinente de esta tendencia suya es la respuesta que, en el número
15 de la revista de la Fundéu-BBVA
Donde
dice..., da
don Víctor García de la Concha a la pregunta «Pero, ¿cuándo
surgió y por qué el concepto panhispánico de la lengua?»:
[...] Cuando hice la primera
visita al Rey, que es patrono de la Real Academia Española por
mandato constitucional, curiosamente me dijo lo mismo que Fernando
Lázaro: «Yo te pido una sola cosa: dedícate a América».
Efectivamente, me dediqué a América con ese doble mandato, el del
Rey y el de la propia Academia. Fui el primer director que visitó
todas las Academias. De ahí surgió ese contacto más estrecho, no
solamente por impulso o estímulo de la Real Academia Española, sino
también de las Academias americanas. Hubo un énfasis de voluntad
para reforzar el encuentro y trabajar juntos. Fue entonces cuando
creamos el término ‘panhispánico’, que fue creación mía, pero
muy consensuado con todas las Academias, y dijimos: «La cosa es muy
sencilla: todas las obras que en adelante se hagan, diccionarios,
gramáticas, etc., serán panhispánicas». Es decir, la autoría
no será de la Academia Española sino de la Academia Española y de
las demás Academias. [F. Muñoz y A. Lopera, 2009: 7; la negrita es
nuestra.]
Aunque pudiera parecer que
don Víctor se atribuye, ufanamente, logros inmerecidos, hay que
reconocer un punto de verdad en lo que dice: si alguna institución
es acreedora del mérito de haber favorecido un corriente hispanófila
en América y de haber establecido y sostenido una de las estructuras
más sólidas de la unidad hispánica, esa es sin duda la Real
Academia Española.
A mediados del siglo XIX,
con la aprobación de la reforma ortográfica de Bello, el peligro de
segregación normativa era ya un hecho. No obstante, si la revuelta
ortográfica y el desafío a la autoridad académica, como hemos
visto (§ 1.7), habían podido sofocarse al menos en España, en
América no podía darse todo por perdido. Para revertir la actitud
de rechazo de los intelectuales y literatos criollos y responder a
sus reproches de anquilosamiento, atavismo, purismo, casticismo y
endogamia, la Academia Española resolvió asegurarse la fidelidad de
la intelectualidad americana hacia la causa del idioma común «con
el nombramiento como académicos honorarios de personajes tan
relevantes como Andrés Bello [1851] y, sobre todo, con la creación
de Academias correspondientes [desde 1870] en los distintos países»
(Martínez Alcalde, 2001: 335).
Con la designación de Bello
—tan trascendente en las relaciones de España con las repúblicas
americanas como en el interior de la misma España, pues el
estrechamiento de lazos con los próceres e intelectuales americanos
incidía directamente en la base cultural del nacionalismo español
(v. § 1.6.2)— la RAE trataba de zanjar sus diferencias con el
gramático venezolano y de restablecer los puentes que este nunca
quiso ver destruidos. Por si tal reconocimiento de la figura de Bello
no bastara, en el prólogo de las gramáticas académicas de 1854 y
de 1858 se incluyó por primera vez a dos autores modernos como
fuentes: Salvá y el propio Bello, y en el texto proemial de la GRAE
de 1854 se proclamó que de ambos procedía buena parte de las
mejoras y diferencias entre la GRAE
de 1771 y la de 1854, citándolos «como asideros seguros, como
garantía de bien hacer y de inserción en la modernidad, como aval
de autoridad reconocida» (Gómez Asencio, 2002: 200) sin dejar al
mismo tiempo de subrayar que la deuda con ellos estaba saldada de
antemano, pues «[...] los citados escritores y otros se han servido
de la Gramática, Ortografía y Diccionario de la Academia»
(GRAE1854, p. V;
cit. en Gómez Asencio, 2002: 200). No obstante, los trabajos de
cotejo de Gema Belén Garrido (2001 y 2002) demuestran la falsedad de
este aparente reconocimiento, pues permiten concluir que en los
planos teórico-doctrinal y terminológico la influencia de Bello y
de Salvá en la Gramática de la RAE de 1854 estuvo lejos de
producirse; y no sólo eso: incluso se dio la torpe circunstancia de
que la Academia Española, ahora sin mencionar el nombre, acabó
censurando en ella posiciones teóricas ideadas y defendidas por el
propio Bello en 1847:
Establecer las reglas con la
posible claridad y sencillez [...] ha sido el principal objeto de la
Academia, desentendiéndose de las sutilezas metafísicas a que
algunos [...] se han entregado para probar [...] que el artículo y
el pronombre personal son una misma cosa. [GRAE
1854, p. viii; cit. en
Gómez Asencio, 2009: 3.]
Como indica el propio Gómez
Asencio, el venezolano se sintió aludido y dolido por la crítica
velada y le dio esta réplica en la «Nota V. Artículo definido» de
la 4.ª ed. de su gramática (1857: VIII):
Parece imputárseme haberme
entregado a sutilezas metafísicas para probar [...] que el artículo
y el pronombre personal son una misma cosa, y otras teorías
semejantes. = Si es así, hay en esto un pequeño artificio oratorio;
se desfiguran mis aserciones para hacerlas parecer absurdas. Por lo
demás, eso de sutilezas metafísicas y de teorías, que en el
lenguaje de la rutina equivale a quimeras y sueños, es un modo muy
cómodo de ahorrarse el trabajo de la impugnación [...]. Yo no he
dicho en ninguna parte que el artículo y el pronombre personal sean
una misma cosa. Si se me imputase haber sostenido que el artículo
era un pronombre demostrativo, o que cierto pronombre que se llama
comúnmente personal era un artículo, se habría dicho la
pura verdad, pero no se habría logrado dar el aspecto de absurda a
una aserción que ni aun nueva es.
Pese a errores tácticos tan
clamorosos, la estrategia diplomática de los nombramientos siguió
adelante. Su objetivo era preparar el terreno para un proyecto
hispanoamericanista de gran calado trazado en la sede académica de
Madrid. En 1870, el director de la Real Academia Española, Mariano
Roca de Togores (1812-1889), Marqués de Molins, nombró un comité
especial que, a lo largo de los siguientes años, se ocuparía de
construir una red de academias destinada a proteger el idioma y
fortalecer la autoridad de la corporación española en las antiguas
colonias. En junta académica del 24 de noviembre de 1870, la
academia acordó autorizar la creación de academias
correspondientes. Como indica el informe redactado por el académico
Fermín de la Puente Apezechea en las Memorias de la Academia
Española (1873, vol. 4: 274-289), fue el
temor a la disgregación del idioma y la voluntad de mantener
la unidad de aquello que restaba del antiguo imperio (el idioma
común) lo que animó tal paso:
Solo en virtud de
circunstancias, sobrado notorias y dolorosas para que sea necesario
precisarlas, en las más de las repúblicas hispano americanas es más
frecuente el comercio y trato con estrangeros que con españoles: no
vacilamos en afirmar que si pronto, muy pronto, no se acude al reparo
y defensa del idioma castellano en aquellas apartadas regiones,
llegará la lengua, en ellas tan patria como en la nuestra, á
bastardearse de manera que no se dé para tan grave daño remedio
alguno. [...] Si la Academia Española, corporación oficial, y
durante más de siglo y medio en posesión del monopolio de la
enseñanza pública, en cuanto al idioma, no ha logrado nunca, á
pesar de sus constantes y loables esfuerzos, de su indisputable saber
y de su nunca desmentido celo, imponer silencio á temerarias teorías
y precaver extranjeras invasiones en el idioma, ¿qué podría
prometerse de Correspondientes aislados, sin más autoridad que la de
su personal nombradía y la que el lejano reflejo de nuestra Academia
puede prestarles? Hoy, pues, que la Academia nada monopoliza, y acaso
nada más que su literaria tradición representa, con estos únicos
pero valederos títulos, llamando á todos y oyendo á todos, debe y
puede pugnar porque en el suelo americano el idioma español recobre
y conserve, hasta donde cabe, su nativa pureza y grandilocuente
acento. Para ello [...] acordó la creación de Academias de la
lengua castellana ó española, como correspondientes suyas, y á su
semejanza organizadas. Va la academia á reanudar los violentamente
rotos vínculos de la fraternidad entre americanos y españoles; va á
restablecer la mancomunidad de gloria y de intereses literarios, que
nunca hubiera debido dejar de existir entre nosotros, y va, por fin á
poner un dique, más poderoso tal vez que las bayonetas mismas, al
espíritu invasor de la raza anglo sajona en el mundo por Colón
descubierto. Ninguna nacionalidad desaparece por completo mientras
conserva su propio y peculiar idioma; ningún conquistador
inteligente ha dejado nunca de hacer tanta ó más cruda guerra á la
lengua, que á las instituciones políticas de los conquistados.
La Academia asentó el
establecimiento de dichas sucursales correspondientes en las
repúblicas independientes de América en los siguientes términos
(Zamora Vicente, 1999: 363, n. 10):
1. La RAE podría autorizar
el establecimiento de una academia correspondiente de la española en
el lugar donde tres o más académicos correspondientes lo
propusieren expresamente y por escrito.
2. Las academias
correspondientes se regirían en lo posible por los estatutos y
reglamentos mismos de la española, modificados, si fuere necesario,
de acuerdo con los proponentes.
El número de académicos de
las correspondientes no sería inferior a siete ni superior a
dieciocho.
Los primeros académicos
serían nombrados por la española a propuesta de los que promovieran
la creación de la academia; en lo sucesivo, por la misma
correspondiente, a propuesta suya.
3. Siempre que cualquier
academia correspondiente creyera necesario modificar en algo los
estatutos, debería consultarlo con la española, y atenerse a su
resolución.
4. Las academias
correspondientes podrían modificar su reglamento según su parecer,
pero siempre poniéndolo en conocimiento de la española.
5. Los académicos de la
española lo serían natos de todas las correspondientes, pero no de
número.
6. Una vez establecida una
academia correspondiente en cualquier Estado, no podría establecerse
otra sin oír previamente el parecer de la primera.
7. La Academia Española y
sus correspondientes deberían mantener correspondencia constante,
por medio de sus respectivos secretarios o del académico al efecto
nombrado.
8. La Academia Española y
sus correspondientes se deberían recíproco auxilio en todo lo
referente a los fines de su instituto; siendo, por consiguiente,
obligatorio para todas ellas representarse unas a otras en el país
respectivo, siempre que intereses literarios lo requirieran.
9. Las academias
correspondientes podrían, cuando lo juzgaran conveniente, renunciar
a su asociación con la española, sin más requisito que declararlo
así por escrito.
10. Recíprocamente, la Real
Academia Española podría tanto no autorizar la creación de
academias correspondientes, cuanto declarar fuera de la asociación a
cualquiera de las existentes que dejara de cumplir con las
obligaciones voluntariamente contraídas.
11. La asociación de las
academias correspondientes con la española se limitaba al fin
literario y se declaraba completamente ajena a todo objeto político,
y en consecuencia, independiente en todos conceptos de la acción y
relaciones de los respectivos gobiernos.
La
iniciativa tuvo inmediata acogida en cuatro de las naciones
americanas: en 1871 la Academia Colombiana de la Lengua fue
correspondiente pionera, y la siguieron la Academia Ecuatoriana de la
Lengua (1874), la Academia Mexicana de la Lengua (1875) y la Academia
Salvadoreña de la Lengua (1876).
Entretanto, continuaron los
nombramientos honoríficos, sin establecer cribas entre los que
habían sido firmes opositores de la corporación madrileña. Erraron
el cálculo en el caso del argentino Juan María Gutiérrez, uno de
los integrantes centrales —junto a Domingo Faustino Sarmiento,
Esteban Echevarría y Juan Bautista Alberdi— de la generación del
37, que había mantenido una firme actitud emancipadora de la tutela
española en lo lingüístico y lo literario. El 11 de diciembre de
1872, la Real Academia Española nombró a Gutiérrez, entonces
rector de la Universidad de Buenos Aires, miembro de la corporación
en calidad de correspondiente extranjero. Tardaría aún un año en
remitirle el diploma (30 de diciembre de 1873) y pasarían dos más
(29 de diciembre de 1875) hasta que llegó a sus manos por medio del
cónsul de España en Argentina, una demora que Gutiérrez atribuyó,
con sorna, a la contumaz lentitud académica. El documento iba
acompañado del reglamento de la institución y de sus estatutos,
cuyo punto primero establecía que los miembros de la corporación
debían bregar por cultivar y fijar la pureza y elegancia de la
lengua castellana. Al día siguiente Gutiérrez respondió a la RAE
con una carta de acuse de recibo —hecha pública en el diario La
Libertad el 5 de enero de 1876— donde rechazaba el nombramiento
con palabras no por comedidas menos elocuentes de la enorme distancia
que separaba sus ideas y su espíritu de aquellos que manifestaban no
sólo la Real Academia Española, sino también quienes en América
habían dado ya pasos para fundar academias correspondientes por
encargo de ella. Merece la pena transcribir sus pasajes más
significativos:
Ni que decir tiene que este
cortés portazo fue muy mal recibido en España y ocasionó una agria
controversia entre Gutiérrez y el articulista español Juan Martínez
Villegas, Antón Perulero.
Al tiempo que el de
Gutiérrez, se decidió en Madrid idéntico nombramiento para Juan
Bautista Alberdi, quien, pese a compartir la concepción idiomática
de Gutiérrez, aceptó la designación. Eso sí: lo hizo con cierta
reserva. No en vano, al poco de conocer el documento de la RAE
aprobando la constitución de correspondientes, había advertido de
las reacciones de animadversión que podía desencadenar el carácter
sucursalista de las academias que la corporación madrileña empezaba
a establecer en América:
Estas
Academias de la lengua castellana, según el plan de la Comisión,
aunque instaladas en América y compuestas de americanos, no serían
Academias Americanas, sinó [sic] meras dependencias de la Academia
española, ramas accesorias de la institución de Madrid. [...] Si
cada nación hace y cultiva su lengua, como hace sus leyes, desde que
tiene condiciones para llevar vida independiente, ¿cómo podría la
América independiente y republicana, dejar la legislación del
idioma, que sirve de expresión a los actos de su vida pública, en
manos de una monarquía extrangera [sic] relativamente menos poblada
que ella?». [...] Esas relaciones deben establecerse en el mismo
principio en que descansan sus relaciones políticas y comerciales, a
saber: el de la más completa igualdad e independencia recíproca, en
punto a autoridad. [...] Bastaría que la Academia española se
arrogase la autoridad o el derecho soberano de legislar en el idioma
que habla la América hoy soberana para que esta tomase antipatía a
una tradición y manera de practicar el idioma castellano, que le
venían trazados despóticamente del país trasatlántico, que había
sido su Metrópoli. No puede un país soberano dejar en manos del
extrangero [sic] el magisterio de su lengua. Sería, lo repito,
entregarle la interpretación y suerte de sus leyes fundamentales, de
sus códigos, de sus tratados, escritos en su lengua nacional, tal
como él la entiende y maneja, sea bien o mal entendida y manejada.
[J. M. Alberdi: «De los destinos de la lengua castellana en la
América antes española», Londres,
marzo de 1871;
cit. en J. L. Moure, 2004: en línea.]
La
postura del argentino no era excepcional; de hecho, en 1889 acabaría
abortando «una academia argentina correspondiente de la española,
auspiciada por el poeta Rafael Obligado, que reclamaba reconocer “la
autoridad de España en la lengua castellana” y aducía que “salvar
la lengua es obra de patriotismo argentino”» (Moure, 2004: en
línea). Sin embargo, para ese entonces, con el estímulo de la
española, ya se habían constituido cuatro academias
correspondientes más: la
Academia Venezolana de la Lengua (1883); la Academia Chilena de la
Lengua (1885); la Academia Peruana de la Lengua (1887); la Academia
Guatemalteca de la Lengua (1887).
Luego vendrían la
Academia Costarricense de la Lengua (1923); la Academia Filipina de
la Lengua Española (1924); la Academia Panameña de la Lengua
(1926); la Academia Cubana de la Lengua (1926); la Academia Paraguaya
de la Lengua Española (1927); la Academia Boliviana de la Lengua
(1927); la Academia Dominicana de la Lengua (1927), y la Academia
Nicaragüense de la Lengua (1928). En 1931 se constituyó finalmente
la
Academia Argentina de Letras, aunque tampoco entonces fue una
institución del todo equivalente a una academia de la lengua, por lo
que en sus relaciones con la Real Academia Española adoptó el
régimen de asociada. Tras ella llegarían la
Academia Nacional de Letras del Uruguay (1943), del mismo cariz que
la argentina;
la Academia Hondureña de la Lengua (1948); la Academia
Puertorriqueña de la Lengua Española (1955) y, por último, la
Academia Norteamericana [Estadounidense] de la Lengua Española
(1973).
No
obstante, hasta mediados del siglo XX
las academias de ambos lados del Atlántico mantuvieron poco
contacto. Muchas
de las academias recién fundadas no llegaron a establecer normas y
carecieron por completo de peso social; como señala María
Josefina Tejera (2006: XVII),
«en
la mayoría de los casos no tuvieron criterios ni intervinieron en el
proceso que seguía el español en cada uno de los países»,
cuya regulación quedaría en manos de la institución escolar.
Así pues, hasta fecha bien
reciente como veremos (§ 3.5), la Real Academia Española dejó su
predominio atado y bien atado.
2.4. Tensiones y
controversias sobre la unidad, la autoridad y el modelo idiomáticos
Además de la campaña
emprendida por la RAE en América, la consolidación de una comunidad
trasatlántica marcó las diversas iniciativas gubernamentales y
privadas que a finales del siglo XIX
se pusieron en marcha para intensificar las relaciones entre España
y los países latinoamericanos. Por el modo en que revelaron las
tensiones subyacentes a la construcción de una comunidad idiomática,
y por la continuidad de sus formulaciones son especialmente
reseñables dos de ellas: el Congreso Literario Hispanoamericano
(1892) y el Congreso Social y Económico Hispano-Americano
(1900).
El
Congreso
Literario Hispanoamericano,
realizado en Madrid entre el 31 de octubre y el 10 de noviembre de
1892 en el marco de los actos conmemorativos del cuarto centenario
del «descubrimiento» de América, representó, en el lúcido
análisis realizado por Graciana Vázquez Villanueva (2008: en línea)
«la etapa fundadora del proceso de construcción de una dominancia
discursiva en torno del español que se extiende desde este primer
congreso hasta los celebrados por la Real Academia Española (rae)
y el Instituto Cervantes a partir de 1992».
En el Congreso Literario Hispanoamericano, en efecto, tomaron cuerpo
los posicionamientos y las controversias (v. § 3.5.1) sobre el
futuro del idioma y su normativización
que marcarían el devenir de la política lingüística unitarista
hasta nuestros días.
Por la parte española, los
discursos de José Giles y Rubio (censor perpetuo de la RAE entre
1903 y 1919) y del gramático Francisco Commelerán desarrollaron
argumentos en defensa de la legitimidad de la norma peninsular y de
la autoridad exclusiva de la RAE. Trasladando la retórica hispanista
al plano de la política efectiva, el general Miguel Carrasco Labadía
y el académico Luis Vega-Rey y Falcó pusieron de relieve la
importancia de la comunidad idiomática para hacer efectivos
proyectos confederativos entre España e Hispanoamérica. Para todos
ellos, la preservación del castellano equivalía al empleo de «un
código homogéneo, estandarizado en una gramática entendida como
instrumento de preservación de voces y regulación de variaciones y
que responde a una única institución: la Real Academia Española»
(Vázquez Villanueva, 2008: en línea). En el marco del positivismo
imperante, por el que se concebían las lenguas como organismos
vivos, sometidos a las leyes evolutivas y disgregadoras del cambio
lingüístico, entendían la regulación idiomática como el medio de
contención de un caudal cultural que, sometido a diversas
influencias sociales y a la penetración de elementos extraños,
tendía a la dispersión y la fragmentación. Siendo la lengua el
símbolo de la unión supranacional de los hispanohablantes, su
disolución era el síntoma inequívoco de la ruina definitiva del
imperio, y evitar su derrumbe constituía la misión que debía
asumir la Real Academia Española, secundada fielmente por sus
correspondientes americanas:
«Como el poder de Roma en
tiempo de Augusto nuestra lengua se ha extendido a remotas y
dilatadas regiones; y si no queremos que en ella se reproduzca el
fraccionamiento y demolición que sufrió aquel poderoso imperio,
más todavía si no queremos que […] muera y perezca la sublime
grandilocuencia de nuestros Luises, Saavedras y Marianas, si no
queremos que como la lengua latina, extendida por todo el orbe
entonces conocido, se fraccione y rompa la nuestra en jirones, que
acaso, no lleguen jamás, como llegaron los de aquella a convertirse
en dialectos y más adelante en verdaderas lenguas; si no queremos,
en fin, que llegue un día en que sea preciso para entenderlas
traducir al español las obras inmortales de nuestros clásicos
castellanos, es indispensable que teniendo en cuenta las
razones que acabo de exponer declaréis, que la Real Academia
Española, por los fundamentos en que se apoya su instituto, y por
los trabajos realizados por ella desde su fundación hasta nuestros
días, es la única representante de la autoridad en nuestra lengua
castellana» [...] «nuestra Real Academia Española [...], en
comunión con sus hermanas las correspondientes de América [...]
sabrá cumplir su misión sancionando los progresos del porvenir.»
[Alocución de Francisco Commelerán; cit. en Vázquez Villanueva,
2008: en línea.]
En contrapartida, de entre
la magra representación hispanoamericana, las intervenciones del
escritor y académico peruano Ricardo Palma, del académico
guatemalteco Fernando Cruz y del escritor y político uruguayo Juan
Zorrilla de San Martín fueron el fiel reflejo del pensamiento de
muchos autores americanos que asumían con igual fervor que los
españoles la idea de hacer patria común a través de la unidad
lingüística, sin poder sustraerse, sin embargo, al espíritu de
afirmación y dignificación que movía las corrientes
segregacionistas en América. Así, Palma, Cruz y Zorrilla
defendieron que la pureza del castellano debía mantenerse con un
criterio amplio: aceptando la legitimidad y el potencial enriquecedor
de las variedades americanas, desarrollando instrumentos lingüísticos
en cuya elaboración también pudieran participar insignes gramáticos
americanos, y equiparando a las academias americanas con la española,
para lo que resultaba necesario que esta abandonara su «anquilosada
tutela paternalista. De otro modo, la imagen de España en América
se mantendría como había sido estereotipada por la educación
nacionalista: distante, hermética y egoísta, por un lado; decadente
y vetusta, por otro» (Sepúlveda, 2005: 216). Por otra parte,
Zorrilla San Martín, poniendo el dedo en la llaga de la doble
vertiente política del hispanoamericanismo —interior y exterior;
v. § 1.6.2—, señaló que España difícilmente podía pretender
legislar sobre el castellano en América si ni tan siquiera había
sido capaz de erradicar el plurilingüismo de su propio territorio.
Ricardo
Palma, que en los días de celebración del congreso había asistido
también a diversas sesiones de la Real Academia Española dedicadas
a la redacción del nuevo Diccionario (cf. M. I. Hernández, 1984, y
O. Holguín Callo, 2000), expresó su malestar por la indiferencia
con que la española contemplaba las decisiones tomadas por las
academias correspondientes, y su frustración por la marginalidad y
subsidiaridad a la norma peninsular con que finalmente se recogía el
léxico criollo: calificándolo de «americanismo».
Lo
cierto es que hasta la decimoquinta edición del DRAE (1925) no se
inició la entrada planificada de americanismos en el Diccionario
académico (Azorín, 2008: 15), un hecho que coincidió con el cambio
del título tradicional de la obra, Diccionario
de la lengua castellana, por
el de Diccionario
de la lengua española.
Las palabras con que
Graciana Vázquez resume las posturas de los españoles y
latinoamericanos que participaron en el congreso y el clima de
desencuentro en el que concluyó son una elocuente muestra de cómo
la común voluntad de unidad no basta para garantizarla cuando los
equilibrios de poder se plantean de un modo tan desigual:
Para Ricardo Palma, Fernando
Cruz y Juan Zorrilla de San Martín, la cuestión de la lengua y, más
específicamente, de los instrumentos lingüísticos, obedece no solo
a la necesidad de implementar una planificación lingüística, en la
que acuerdan que debe provenir del poder político, sino,
fundamentalmente, a revertir las representaciones y prescripciones
con las que la intelectualidad y el poder político español,
avalados en la tarea de la RAE, pretenden regular las prácticas
lingüísticas en Hispanoamérica. Es este último aspecto el que
genera un encendido debate y un esclarecido pedido de equidad
lingüística y de no intervención. Ubicados en diferentes
perspectivas, para los españoles el desafío es la preservación de
la unidad y la legitimidad de la norma peninsular. Para los
hispanoamericanos, en cambio, es el respeto a su variedad y a la
tarea desplegada por gramáticos como Andrés Bello, Rufino José
Cuervo, Miguel A. Caro, que no son reconocidos por los académicos
españoles. [...] El reconocimiento por la legitimidad de la
tradición gramatical hispanoamericana no es comprendido por los
académicos españoles que focalizan en el temor a la fragmentación
del español la decisión de imponer verticalmente la variedad
peninsular como norma lingüística común en todo el mundo
hispánico. Esta imposición se señala claramente en las
conclusiones del Congreso donde, a pesar de que se cita a Bello, se
establece que los instrumentos lingüísticos autorizados y la
actividad planificadora oficial serán patrimonio exclusivo de la RAE
[...]. [Vázquez Villanueva, 2008: en línea.]
Por su parte, el Congreso
Social y Económico Hispano-Americano (1900) se planteó en
principio con el objetivo fundamental de reorganizar el comercio y
las relaciones económicas transatlánticas. No obstante, el contexto
de construcción de una plataforma político-cultural en el que se
produjeron sus debates favoreció que, por una parte, se «hiciese
una reflexión compartida sobre la conveniencia de articular un
sistema interestatal que agrupara a las naciones del ámbito
iberoamericano» (García-Montón, 1999: 286), primer precedente de
lo que, ya en el siglo XX, centraría la labor de las Cumbres
Iberoamericanas (v. § 3.4). Por otra, convirtió el asunto de la
unidad de la lengua, su esencia y su defensa —particularmente de la
penetración, por influencia cultural, vía comercial o flujo
migratorio, de lenguas como el francés, el inglés y el italiano—
en uno de los ejes principales el evento, lo que implicaba alcanzar
consensos sobre la designación de los organismos que debían velar
por la preservación del idioma. En este sentido, al finalizar el
congreso, la sección de Letras y Artes concluyó que:
Para el fortalecimiento de
la lengua se aconsejaba el reconocimiento de la autoridad de la Real
Academia Española, asistida por las instituciones Correspondientes
en los diversos países iberoamericanos. Esta institución debería
ser la garante de la pureza de la lengua. Asimismo para conservar la
pureza del idioma español se recomendaba tomar las siguientes
medidas: la creación de institutos pedagógicos y de asociaciones de
estudios filológicos que impulsarán y defendieran el castellano, y
se encarecía la adopción de libros de lectura obligatoria de
autores españoles y americanos; fomentar los viajes de estudiantes
hispanoamericanos a España; traducir con esmero y propagar la lengua
española en periódicos, revistas y libros, que deberían
comercializarse a bajo precio, y estimular a las corporaciones
docentes públicas y privadas a publicar obras literarias y
celebración de certámenes. [García-Monton, 1999: 290.]
Paradójicamente, cuando, en
el mismo congreso, por parte de la delegación española de la
Comisión de Ciencias se planteó la recomendación de establecer
academias correspondientes a las oficiales de Ciencias y Medicina de
España, la idea fue rotundamente rechazada por los delegados
americanos:
El representante colombiano,
Eduardo Zulueta, aludía que no era pertinente el adjetivo
Correspondiente, pues las Academias eran autónomas, y que sólo
tenía razón de ser Correspondiente cuando se refería a la Real
Academia Española. Esta observación la defendieron algunos de los
asistentes alegando que ser «correspondiente» con las academias
españolas atentaba a la independencia de las Naciones y de sus
Academias, sutilezas basadas en los ya conocidos argumentos de la
reciprocidad y la fraternidad con los americanos, y no en la
subordinación y el agravio. [García-Montón, 1999: 289.]
De este modo quedó en
evidencia que la precoz iniciativa de la Real Academia Española de
instituir academias correspondientes en América treinta años antes
(v. § 2.3) se admitía ya como un hecho consumado, pero en absoluto
como la forma de cooperación deseable. La reformulación del
sucursalismo establecido entre la española y las academias filipina
y americanas es, aún hoy, un terreno de velada disputa al que cabe
atribuir los vaivenes en los modelos normativos académicos en igual
medida en que estos pueden entenderse como la acomodación formal a
las necesidades de la política económica y exterior española.
3. DE LA LENGUA COMÚN AL
ESPAÑOL GLOBAL: LA CONSTRUCCIÓN DE LA HISPANOFONÍA
3.1. El nuevo orden
mundial
A mediados del siglo XX,
la necesidad de evitar la confrontación interestatal y de poner coto
al expansionismo imperial que había devastado el mundo en las
sucesivas contiendas mundiales dio pie a la progresiva creación de
nuevas estructuras organizativas de alcance internacional
(Organización de las Naciones Unidas, Fondo Monetario
Internacional...) o regional (Organización del Tratado del
Atlántico Norte, Unión Europea, Mercosur, Organización de Estados
Iberoamericanos...) que creaban bloques de intereses comunes,
afectaban al ordenamiento económico y político y a los sistemas de
defensa de los países miembros, y establecían mecanismos de
interdependencia, teóricamente favorecedores del equilibrio de
fuerzas pero a la vez restrictores de la soberanía y la autonomía
de los Estados participantes.
Al
propio tiempo, los procesos de internacionalización característicos
de la historia expansionista de los Estados nación europeos y del
modo de producción capitalista iniciaron una nueva etapa, denominada
globalización,
que «reposa, sobre todo, en el auge del capital financiero y en el
carácter crecientemente transnacionalizado de sus transacciones»
(Margulis, 1997: 40; cit. en Canale, 2007: 8); en la deslocalización
de los centros productivos y de la mano de obra, en la (consiguiente)
merma de los derechos de los trabajadores y en la explotación
ilimitada de los recursos naturales mundiales. Un proceso, por otra
parte, controlado no tanto por los antiguos núcleos de poder que
eran los Estados nación, como por los intereses del capital privado
y, a lo sumo, de aquellos países con más peso en las nuevas
organizaciones supranacionales. Paralelamente, el desarrollo de la
microtecnología, de las telecomunicaciones, de las vías de
comunicación y medios de transporte mundiales, y, ya a finales de
siglo, de Internet ha dado pie a un mundo cada vez más ampliamente
interconectado.
A resultas de todo ello, los
costes de la movilidad y de la comunicación se han reducido lo
bastante para permitir un inédito aumento de los flujos de capital,
de población, de información y de intercambio cultural, y los
Estados nación han visto seriamente amenazado el control de su
futuro y el mantenimiento de su identidad.
3.2. Los coups de
force del Estado nación en el nuevo orden mundial: la
constitución de bloques culturales poscoloniales
En términos generales, la
expansión lingüística es un fenómeno que se ha observado a lo
largo de la historia humana cuando el desplazamiento territorial de
una población conlleva la extensión territorial de su lengua o
variante, bien ocupando un espacio lingüístico vacío si el
territorio estaba deshabitado, bien entrando en contacto con la/s
lengua/s o la/s variante/s de los poblaciones asentadas en el
territorio de expansión.
Los medios de expansión de
una lengua pueden ser diversos; entre los de carácter impositivo (de
la lengua de la población expandida) y tendencia asimilacionista,
los más habituales son la conquista militar y la colonización
territorial, y las políticas de unificación política y asimilación
cultural.
La expansión de una lengua
no sólo territorial sino en otros ámbitos de dominio (económico,
político y cultural) permite la conformación de mercados
lingüísticos (v. § 1.2.2) que la convierten en un idioma codiciado
a gran escala. Hoy en día, el ejemplo más emblemático de esta
doble expansión y consiguiente capacidad de atracción es, sin duda,
el del inglés, única lengua franca internacional —incluso en el
campo de la ciencia y el conocimiento (Hamel, 2004)—, a cuya
hegemonía mundial se oponen otros grandes bloques geolingüísticos.
Para estos, la extensión mundial del inglés, de un lado, y de otro,
el fenómeno paralelo de la glocalización cultural, que
conlleva la reemergencia de los nacionalismos locales y los
movimientos indigenistas, y la definición de mercados e identidades
particulares, suponen una evidente amenaza a la unidad nacional y
poscolonial y un terrible peligro de regresión de las lenguas
expansivas que la representan:
En este esquema de tres
niveles (lengua internacional, lengua del Estado, lengua gregaria),
la lógica de la globalización podría suponer la desaparición de
la segunda de estas tres lenguas, la lengua del Estado. [...] la
globalización supone la difusión de una cultura de masa (cine,
televisión, comida tipo McDonald’s, etc.) que se adapta a
microculturas (dedicándoles exposiciones, museos), pero tolera con
dificultad la excepción cultural, la resistencia (el cine francés,
japonés, italiano...). De la misma manera, acepta de buen grado la
fragmentación en micro comunidades lingüísticas, pero se resiste a
las lenguas intermediarias, super centrales, que constituyen una
multitud de puntos de resistencia locales. Si Europa se sometiera a
esta ley, podría encaminarse hacia una situación donde predominara
el inglés, coexistiendo con una pluralidad de «pequeñas» lenguas
como el gallego, el catalán, el vasco, el corso, el alsaciano,
mientras que el francés y el español se reducirían poco a poco a
un estatus de lenguas centrales, de lenguas regionales, y ya no súper
centrales. Desde este punto de vista, la defensa de las lenguas «en
peligro» aumentaría el predominio de la lengua híper central,
[...]. [Louis-Jean Calvet, 2005: 3-4.]
A pesar de los esfuerzos
realizados por establecer fórmulas de convivencia armónica entre
identidades y culturas distintas —entre los cuales, un cierto grado
de reconocimiento político de la pluriculturalidad y del
plurilingüismo estatales—, y a pesar también del «surgimiento de
“terceras culturas” desterritorializadas, particularmente en las
migraciones nacionales y transnacionales masivas, y múltiples
expresiones de sincretismos e hibridaciones» (Hamel, 2002: 7; en
línea), que exigen revisar a fondo la forma de conceptualizar la
relación entre comunidades culturales, lo cierto es que la dinámica
lingüística mundial se sigue planteando en los mismos términos
militaristas que caracterizaron la vieja competencia entre los
Estados nación (§ 1.4), según los cuales el avance de unos se vive
como el retroceso de otros. La única diferencia es que, hoy, el
mayor grado de debilidad e interdependencia entre los antiguos
contendientes ha limitado su capacidad contraofensiva. Supeditados
ahora a las nuevas estructuras regionales e internacionales y a los
vaivenes de la economía mundializada (hoy, en situación de recesión
debido a la crisis del sistema capitalista liberal), los Estados
nación han visto debilitadas su autonomía, la capacidad de decisión
y control sobre sus asuntos internos y externos, y su relevancia
individual en el mundo:
[...] por un lado,
centralización de las decisiones de magnitud global; por otro,
descentralización de los poderes de alcance más reducido
(interregional, regional y local). [...] Esto explica el apoteosis
compulsivo de los nacionalismos estatalistas en la actualidad: el
Estado, consciente de ser como un diplodocus en la era de los
ordenadores, vive sus horas finales intentando salvar lo que pueda.
Por ello se puede afirmar que no son los pequeños poderes
regionales los que están fuera del proceso histórico actual, sino
el esquema tradicional del Estado nación soberano e independiente.
[G. Calaforra, 2003: 8; la negrita es nuestra.]
Hoy,
la movilización del patriotismo de Estado no basta, como antaño,
para recuperar posiciones en el nuevo orden mundial. Para este fin
estratégico es útil revitalizar los vínculos de identidad e
intercambio común con otros Estados —vínculos adquirido
generalmente tras un proceso de expansión imperial o colonial— y
poner en pie o reformular organizaciones
internacionales de base cultural.
Este es el caso de la Organización
Mundial de la Francofonía
(1970). Pero también lo es del más tardío alumbramiento de la
llamada Hispanofonía,
que,
más allá de una ideología en torno al español y a su comunidad de
hablantes (J. del Valle, 2007a),
constituye una red menos compacta de estructuras y políticas
internacionalistas, promovida por intereses políticos y económicos
españoles, y fundamentada en la lengua castellana, en la cultura
hispánica y en los vínculos históricos de España con sus antiguas
colonias, que, en principio, muestra idénticos objetivos y
orientación que los programas del hispanoamericanismo decimonónico
(v. § 2.1) pero que, por razones coyunturales, asume la necesidad de
reformular los términos de la relación de España con Latinoamérica
y despliega para ello nuevas estrategias; entre ellas la
revitalización, en términos de mayor equidad, de la Asociación de
Academias de la Lengua Española.
El
hecho de que la Hispanofonía, por bien que reconocible y
descriptible, tenga un carácter particularmente difuso y
expresamente no oficial —a diferencia de la Francofonía— vuelve
a tener una explicación que apunta hacia el interior de España.
Desde que en la España democrática se reconocieron oficialmente el
gallego, el vasco y el catalán-valenciano en sus propios territorios
y se pusieron en marcha políticas de recuperación de estas tres
lenguas, el nacionalismo español (de todo signo), bien con el
argumento de que su recuperación amenazaba el castellano —como fue
el caso de la Real Academia Española en 1994 (§ 1.7)—, bien con
el artero razonamiento liberal —artero por no referirse nunca al
castellano, cuya defensa no se cuestiona— de que el futuro de las
lenguas debe dejarse a merced de los mercados, emprendió una campaña
incesante de criminalización de los procesos y infraestructuras de
normalización
de que se han dotado las comunidades autónomas con dichas lenguas.
Por otra parte, la Constitución española vigente (1978)
estableció la hegemonía del castellano como lengua oficial en todo
el territorio, pero a su vez asumió como obligación de las
instituciones y de los ciudadanos españoles el respeto por las
lenguas no castellanas y su protección. Por tanto, si algún
gobierno español creara una red nacional e internacional oficial
dedicada en buena parte a establecer una política lingüística —en
el amplísimo alcance del término— sólo para el castellano, a
imagen de lo que representa la Francofonía para el francés, el
nacionalismo español se quedaría (temporalmente) sin argumentos
para criticar a los organismos de política lingüística de las
comunidades autónomas con lenguas propias, y estas no tardarían en
reclamar una representación relevante de sus lenguas en dicha
estructura estatal, cuando en realidad a ningún gobierno español le
ha interesado nunca dar protagonismo internacional a su diversidad
cultural si no es para instrumentalizarla en la proyección exterior
de una imagen de tolerancia y pluralidad. De hecho, para el poder
central, las lenguas no castellanas no son más que un incesante
dolor de cabeza.
Así, para esquivar su
detección y la consiguiente crítica de los nacionalismos
periféricos, la Hispanofonía
ha acabado configurándose con un perfil difuso y con
una estructura dispersa carente
en realidad de una denominación que la englobe y, siempre que
se ha aludido a ella en público, sus integrantes se han apoyado en
la ausencia de tal denominación e institucionalización para negar
su existencia, pese a la evidente operatividad de sus componentes:
Hace tres años vino a
visitarme un destacado integrante de la delegación general para la
lengua francesa, adscrita a la presidencia de la República de aquel
país, para preguntarme cómo hemos puesto en pie la hispanofonía.
Le dije: «Esa palabra no existe». Pero disponer de esa red de
Academias, que trabajan de manera unida, es una verdadera bendición,
resulta un instrumento formidable de refuerzo de la unidad. [Víctor
García de la Concha, director de la RAE, cit. en Jesús Hernández,
19/09/2006: en línea.]
El
complejo entramado
de conveniencias, relaciones, ideas, foros, organismos, sinergias y
estrategias que sostiene la materialización de la Hispanofonía y
que señala, además, su vinculación con el nacionalismo español y
su continuidad con la ideología y los programas hispanoamericanistas
del XIX-XX
ha sido
analizado desde diversas perspectivas, centradas en sus dimensiones
política, económica, social, discursiva, ideológica, cultural,
ética e incluso ecológica. Abordarlas en profundidad desborda por
completo el objetivo de este trabajo, enfocado fundamentalmente en el
papel de la RAE en la expansión del castellano y en la defensa del
ideal de unidad idiomática, de la unidad y uniformidad de la nación
política (española) y de la unidad y uniformidad de la nación
cultural (hispánica). Por ello, haremos un esfuerzo de síntesis
que, sin desviar la atención del asunto que nos ocupa, permita al
lector comprender la conexión entre el conglomerado de intereses que
constituye la Hispanofonía y las instituciones académicas de la
lengua española.