Con la irrupción de la autoedición en el mundo editorial a principios de la década de 1990, que propició una aceleración y abaratamiento de los costes de producción, mayor productividad y un margen más amplio de beneficios en el sector (el habitual era hasta entonces de un 6 %), aterrizaron en el mundo del libro grandes conglomerados de empresas que empezaron a adquirir editoriales y a concentrarlas en pocas manos, aplicando prácticas empresariales muy extractivas, impropias de la industria cultura. A raíz de ello, el sector editorial sufrió, de manera acelerada, profundos desequilibrios y transformaciones estructurales, que han repercutido de forma decisiva en los procesos de producción de impresos. Una de las consecuencias más graves de este «ultracapitalismo» que vino de la mano de la primera revolución tecnológica digital fue la drástica reducción de las plantillas editoriales. Salvo en algunas editoriales médicas y en las de libro de texto —cuyo producto exige un especial control de calidad, para adaptarse a normativas de diversa índole, incluidas las lingüísticas—, los departamentos de corrección, donde se desarrollaban las tareas de preparación, edición y corrección de textos (antes y después de componerse) desaparecieron de las editoriales, y muchos departamentos de edición han acabado también externalizando la labor de edición de textos y a los editores de mesa.
Como consecuencia, procedimientos laboriosos, como la preparación y corrección de originales y el editing, se realizan siempre —en los dos primeros casos— o muy a menudo —en el segundo— externamente, a menudo sin criterio ni control algunos, o incluso llegan a obviarse. Digo «sin criterio ni control algunos» por dos razones:
1. Hasta las década de 1990, el tipo de aprendizaje de estas profesiones era gremial. Se ingresaba en una editorial, habitualmente desde cualquier carrera de letras (o desde el mundo de las artes gráficas, o como traductor con una cierta experiencia en la traducción de libros), y los jefes de departamento se encargaban de ir formando a sus aprendices. En esa época, los correctores —que también ejercían de preparadores de originales y correctores de pruebas, siempre en plantilla— eran gente muy bregada en el trabajo con todo tipo de textos y verdaderos pozos de sabiduría, que se trataban de tú a tú con académicos de la lengua.
Ni que decir tiene que el gran ortógrafo, ortotipógrafo y bibliólogo José Martínez de Sousa ha sido casi toda su vida corrector editorial y editor de mesa (él mismo acuñó este término). Pero un ejemplo menos conocido y paradigmático de la tradicional erudición de estos profesionales lo tenemos en las Normas para correctores y compositores tipográficos encargadas por Espasa-Calpe a uno de sus correctores (José Fernández Castillo) en principio para uso de la propia empresa, pero que finalmente hizo públicas en 1959. Como explica su introducción, José Fernández Castillo se limitó a presentar una lista, por orden alfabético, de aquellas palabras que, según su experiencia, solían dar lugar a dudas, con el objeto de que los demás correctores presentaran las modificaciones que estimaran oportunas. Estos, a su vez, presentaron un pliego de enmiendas y adiciones, al cual contestó el autor de la propuesta con una réplica. Finalmente, para dirimir los asuntos más controvertidos, Espasa-Calpe requirió la intervención del académico y lexicógrafo Julio Casares, que accedió amablemente al requerimiento y que, después de leer la argumentación y razonamientos de ambas partes, dio su opinión a título puramente personal. El resultado fue una obrita realmente erudita, que mantiene la estructura del suculento debate que le dio origen: «Propuesta», «Pliego de enmiendas y adiciones», «Réplica al “Piego de enmiendas y adiciones”» y «Dictamen».
Algo así, hoy, es imposible. Cuesta incluso encontrar a personas capacitadas para redactar libros de estilo. Y esto es así porque la reducción drástica de plantillas y departamentos interrumpió, de la noche a la mañana, este tipo de transmisión directa, experta y, por supuesto, aplicada del conocimiento, dando lugar a un nuevo negocio: la formación editorial, con propuestas formativas a menudo independientes del sector, de calidad muy dispar, cuyo objetivo era llenar este hueco.
En el
grado universitario, las carísimas maestrías de edición que
empezaron a proliferar en esa década y que aún continúan, dejaron
pronto de contemplar los procesos editoriales, para centrarse en las
cuestiones que interesan a un editor (publisher)
o a un director editorial, pero no a un
asistente editorial, a un editor de mesa o a un técnico editorial.
En este negocio han entrado las propias editoriales, desde sellos pequeños (como Ático de los Libros) hasta los grandes grupos (como Santillana, con un máster ya de varias vidas, o como Grupo Planeta con su maestría editorial auspiciada por la Universitat de València y enfocada a directivos de Latinoamérica, o como Penguin Random House Mondadori con su escuela Cursiva), que así han pasado de formar gratuitamente a sus empleados, a cobrar a los aspirantes por una formación cara e incluso por lo que parece trabajo real encubierto («oportunidad de trabajar con un texto inédito»). La mayor ventaja de algunas de estas ofertas la tienen los trabajadores que ejercen como docentes, sacándose un sobresueldo a la vez que explican lo que saben de las labores que hacen a diario.
En consecuencia, tareas como la edición de textos o la corrección editorial suelen aprenderse deficientemente por falta de una formación adecuada y por requerir muchas horas de rodaje, que ninguna formación ofrece ni puede ofrecer. Caso excepcional, al menos en España, son los certificados de profesionalidad, casi siempre gratuitos, dirigidos a personas con experiencia en el sector o a personas en paro, que incluyen una formación muy completa en el campo de la asistencia a la edición, pero que fallan, como cualquier otra formación, en la parte práctica.
Así pues, se puede elegir la mejor y más completa formación posible, con los expertos más destacados y experimentados, pero el aprendizaje aplicado que formaba parte de la formación gremial previa al 1990 ya no existe ni lo pueden suplir las prácticas en empresas. De hecho, debido a la sobrecarga de trabajo que sufre hoy en día el personal de los departamentos editoriales o de las editoriales pequeñas (estructuralmente minimalistas, con personal todoterreno), una persona en prácticas suele suponer un estorbo más que una ayuda, y en lugar de enseñarle, suelen encomendarle tareas mecánicas o pseudoadministrativas.
2. Por esta falta de formación externa regulada, equilibrada y de calidad consistente, por la práctica imposibilidad de aprender estos oficios debidamente solo con formación, y por la escasez de personal interno y sobrecarga de trabajo en los departamentos de edición, redacción y producción, lo cierto es que durante las tres últimas décadas ha sido corriente en el sector encontrarse con profesionales con una capacitación muy dispar, que a menudo no sabían en qué consistía su oficio ni cómo actuar, o que no tenían tiempo para guiar el trabajo de sus colaboradores externos.
Esta situación empezó a cambiar con la segunda gran revolución digital, que afectó al soporte de lectura y no solo a la tecnología de producción: la aparición del libro digital, e-libro o ebook. La enorme facilidad no solo de producción, sino de difusión que suposo el e-libro conllevó la aparición de nuevos actores en la escena editorial: empresas y plataformas de autoedición y autopublicación, a las que los autores acuden directamente para sufragar la edición y difusión en línea de su obra, con resultados muy irregulares; empresas de coedición, que «teóricamente» no cobran a los autores pero que resultan no pocas veces fraudulentas, e incluso agentes literarios que empezaron a publicar en formato digital a sus representados.
Para hacer frente a esta nueva competencia y distinguirse de ella, los editores tradicionales han tenido que recuperar tres elementos que permiten reposicionarse en el mercado con un lavado de cara:
1) el juego limpio con el autor, los proveedores y los colaboradores editoriales (que les evita sufrir estafas editoriales);
2) la capacidad
de selección (que permite descubrir talento y cubrir necesidades de conocimiento y disfrute cultural);
3) y la calidad y buena técnica editorial (es decir, el oficio que ahorra al lector el fraude editorial y una mala experiencia de lectura).
Gracias a ello, parece que empieza a valorarse de nuevo a los profesionales bien preparados para gestionar cualquier fase del proceso editorial y desarrollar cualquiera de sus tareas, con lo que, en este momento, la cualificación y la experiencia vuelven a estar presentes en este sector, combinadas aún con la baja calidad heredera de la época previa.
Bregar por que esta incipiente tendencia se afiance, poniéndola en valor, debería ser uno de los objetivos de cualquiera que haga o consuma libros, en el soporte que sea. Porque el principal beneficiario es el lector, y el beneficiario indirecto, cada editor que hace brillar su oficio para enriquecer el mundo y crear y fidelizar lectores.