1.6.2.
Nacionalismos periféricos vs. panhispanismo. Los movimientos de
rechazo y defensa de la nación y la lengua únicas
Desde
finales
del XIX,
la evolución política de los provincialismos1
y la superación del ideario romántico de los movimientos de
recuperación cultural de mediados de siglo (como la Renaixença
catalana, balear y valenciana o el Rexurdimento gallego), condujeron
a diversas regiones
de la periferia
hacia un camino de decidida afirmación identitaria y reinvidicación
de su carácter nacional
―por
el que aún discurre la vida política española―,
que comportó demandas de reconocimiento y de reformulación de las
relaciones con el centro de poder, llegando a plantear una amenaza al
modelo político y a la base étnica que sustentaba el Estado nación
español. Hasta ese momento, la actitud de las élites no
castellanohablantes había sido más bien favorable a los proyectos
uniformistas y permeable a la propuesta nacionalizadora española,
que implicaba la naturalización del artificio que es todo Estado
mediante la elaboración y propagación de una narrativa nacional
fundamentada en mitos y símbolos (algunos de base étnica, como la
lengua castellana), elaborados con el fin de inculcar a los
ciudadanos la conciencia de una identidad española común, unitaria
e inmanente: «Así se hizo a partir de la tesis tradicional que
postulaba que la nación española era una realidad preexistente,
fruto de una larga convivencia que cristalizaría en la unidad
territorial y política de los Reyes Católicos» (Simón i Tarrés,
1994: 195; en catalán en el original). En el caso de las élites
catalanas,
[…]
el discurso predominante en la Renaixença fue un discurso
subordinado, socialmente y lingüísticamente conservador, orientado
hacia el pasado y que en ningún caso puso en duda la posición
hegemónica que estaba a punto de alcanzar la lengua nacional del
Estado. Como ha destacado Pierre
Vilar,
la timidez política, lingüística y cultural caracterizó este
precario enderezamiento, regentado por los mismos que homenajearon a
la monarquía en los Juegos Florales, se extasiaron delante las
proezas africanas de los voluntarios catalanes y se incrustaron
cómodamente en los circuitos de la vida política española, sin
mover un dedo ni pronunciar una palabra ante la aprobación del
primer gran paquete de medidas legislativas adoptadas para garantizar
la supremacía del español como lengua nacional y oficial del
Estado, y anular la concurrencia de las otras lenguas […]. [Pueyo,
2003: en línea.]
[…] En
Cataluña, el ideal de una España-nación también estará presente
en la cultura emergente de una burguesía catalana interesada en la
defensa de un mercado nacional español. Un autor como Jaume Balmes
—principal teórico de un proyecto político y cultural al servicio
de las aspiraciones de dominio y estabilidad de la burguesía
catalana y que defendía un pacto entre los resultados de la
revolución liberal y la tradicional fuerza de la religión y la
Iglesia— asumía plenamente el discurso historiográfico de la
unidad nacional española y sus referentes históricos claves. [...]
La historiografía y la imaginería histórica de la cultura de la
primera Renaixença trató de obviar tanto las contradicciones
sociales internas de la formación histórica catalana como los
recuerdos conflictivos con el poder central hispánico-castellano en
las primeras etapas de la formación del Estado moderno español.
[Simón i Tarrés, 1994: 196-197.]
En
el aspecto lingüístico, sería en el periodo crítico de la
Restauración
que preludió el desastre del 1898 cuando, tanto en el País
Valenciano como en el Principado de Cataluña, tendrían lugar las
primeras
campañas de reclamación
de
oficialidad para la lengua catalana y de plena integración en la
enseñanza de las lenguas no castellanas,
articuladas por el impulso del catalanismo político y del
regionalismo valenciano.2
En 1893,
en
la segunda asamblea de la Unió Catalanista, ante el desconocimiento
del español que manifestaba la mayor parte de los catalanes, Lluís
Duran i Ventosa defendió una propuesta, que sería aprobada
unánimemente, para que se exhortara a los ayuntamientos, a los
abogados y a los prelados de Cataluña a utilizar la lengua catalana
en su labor siempre que la ley lo permitiera —la legislación
vigente, por ejemplo, no obligaba a los ayuntamientos a utilizar el
castellano en sus actos oficiales— y a solicitar permiso a las
autoridades para emplearlo cuando por ley no fuera posible. La
cuestión de la lengua en la enseñanza apareció también, aunque de
forma tangencial, en los acuerdos de la asamblea. Los delegados de la
Unió aprobaron un ambicioso plan de ediciones de contenido catalán
y catalanista, que, entre otras publicaciones, incluía libros de
texto. Se acordó también la creación de un patronato de escuelas
catalanas y el establecimiento de premios anuales para los maestros
que destacaran en la enseñanza de la lengua, la literatura y la
historia catalanas.
Cabe decir que, en
una primera etapa, la aplicación de estos acuerdos fue muy
irregular; el activismo lingüístico de los catalanistas continuó
suscitando el rechazo de los círculos castellanistas (prensa,
políticos, funcionarios, etc.) y topando con la oposición de los
gobernadores civiles y de las diputaciones provinciales. Las
principales corporaciones privadas catalanas no fueron mucho más
receptivas al catalán que las instancias oficiales. Pero esta
actitud dio un vuelco a partir de 1895, cuando el dramaturgo Àngel
Guimerà, nuevo presidente de la entidad cultural Ateneu Barcelonès,
cuya junta directiva había caído en manos de la Unió Catalanista,
escogió como tema de su discurso inaugural «La llengua catalana» y
decidió pronunciarlo en catalán. Su gesto tendría un efecto
movilizador inesperado.
Tres años más
tarde surgió la primera petición parlamentaria de iniciar una
progresiva normalización de las lenguas no castellanas en las
escuelas por parte del diputado valenciano Manuel Rojo y Peylorón,
profesor del Instituto de Valencia y uno de los dirigentes del
partido carlista valenciano. Arguyendo razones pedagógicas, Rojo
demandaba que se exigiera a los maestros de escuela que debían
ejercer en territorio de habla no castellana el conocimiento de las
lenguas de sus alumnos, para lo cual debía establecerse en las
escuelas normales de Valencia la enseñanza obligatoria del
valenciano; en las de Barcelona la del catalán; en las de San
Sebastián, Bilbao, Vitoria y Pamplona, la del vasco, etc., y
exigirse al opositor a una plaza de maestro en estas zonas el
conocimiento del castellano y de la lengua regional. Esta primera
tentativa fracasó, pero no sería la única.
El 21 de noviembre
de 1902, a propuesta del ministro de Instrucción Pública, el
conde de Romanones, se firma un real decreto que obligaba a
todos los maestros, bajo la amenza de sanciones severas, a enseñar
la doctrina cristiana en castellano (cf. Gaceta de Madrid,
núm. 327, 23/11/1902, pp. 663-664). El real decreto, de
manera excepcional, contiene un proemio donde se exponen los motivos
del legislador y los objetivos que pretende alcanzar. En él se
declara que la medida se debe a una denuncia realizada por los
inspectores de Instrucción Pública de Cataluña, en la que afirman
que la mayor parte de alumnos de primaria no entienden el castellano
y que, con el pretexto de gozar de permiso para explicar la doctrina
cristiana en catalán siguiendo las instrucciones del obispo Morgadas
de Barcelona —que como prelado tenía la prerrogativa legal de
designar el catecismo con que debía estudiarse—, los maestros
explicaban también el resto de disciplinas en catalán, lo que
resultaba inadmisible y constituía una amenaza para la nación
española y una restricción de su marca imperial:
Fuera temeridad
pensar que si educamos á la generación de hoy no enseñándola los
principios fundamentales de la Religión en castellano, en el idioma
de Cervantes, en aquél que nos sirvió en el Nuevo Mundo para
propagar nuestra fe y nuestra civilización, tendríamos mañana
ciudadanos unidos por la fraternidad, amantes de la Patria común y
capaces de servirla y engrandecerla. Fuera también vana ilusión
creer que la enseñanza de la doctrina cristiana en lengua distinta
que el castellano no habría de redundar forzosamente en lamentable
desconocimiento del idioma nacional con grave daño de los altos
intereses de la Patria, que en la lengua tiene su más preciado
vínculo de unión entre todas las provincias del Reino, vínculo que
en ninguna parte importa tanto robustecer como en las Escuelas,
fundamento el más firme de la educación nacional. [Cit. en F.
Ferrer i Gironès, 1985: 94-95.]
La
práctica denunciada por los inspectores era directa consecuencia del
desarrollo de un programa de
catalanización de la enseñanza que
había permitido su avance en la escuela primaria. Un programa
teórico primero en las propuestas formuladas por Valentí Almirall y
Francesc Flos i Calcat, y práctico más adelante gracias, de un
lado, a la constitución de entidades civiles como la Agrupació
Protectora de l’Ensenyança Catalana (1899; que pasó a ser
Associació en 1902), impulsada por Flos; y de otro, a la
democratización de los ayuntamientos y las diputaciones. Ambas
circunstancias permitieron la creación desde 1898 de un grupo de
escuelas catalanas, algunas de ellas vinculadas a agrupaciones
democráticas y obreras; que el Ayuntamiento de Barcelona destinara
en 1908 una partida presupuestaria a la escolarización y la
enseñanza en catalán, y que la Diputación de Barcelona diera, a
partir de 1910, carácter oficial al catalán en su administración.
Según Ferrer i Gironés, los problemas políticos que acarreó el
real decreto de Romanones obligaron a la dimisión del Gobierno
español en diciembre de 1902. El 19 de diciembre de 1902, el
nuevo Gobierno conservador promulgó una orden ministerial (cf.
Gaceta de Madrid,
año ccxli,
núm. 356, 22/12/1902, t.
iv, p.
1061) donde suavizaba el rigor del
documento anterior, sin dejar de asegurarse de que la introducción
del castellano en las periferias quedara garantizada.
La contestación,
procedente de la periferia, de la versión hegemónica de España
(centralista, unitarista y uniformizante y, desde una perspectiva
pragmática, clamorosamente incompetente) y la conformación del
debate interno sobre la identidad nacional española de la etapa de
la Restauración mantuvieron en paralelo la articulación, por un
lado, de los nacionalismos gallego, vasco y catalán, y por otro, la
de un movimiento de proyección hacia América, el
hispanoamericanismo (v. § 2), que, desde la década de 1880,
había empezado a subrayar la vocación americanista de España como
elemento consustancial de la identidad nacional española y que, en
la crisis de fin de siglo, contribuyó decisivamente a acentuar su
carácter ya acusadamente cultural:
En este sentido, se
agudizó, haciéndose ruidosamente explícita, una forma de identidad
basada en la lengua y cultura castellanas. Como ha afirmado
acertadamente Enrique Ucelay da Cal, ante «la derrota y la urgencia
de afirmar la superioridad de los valores morales imperecederos
frente a la humillación de la tecnología, el nacionalismo español
se tornó lingüístico, anunciando el renacimiento de un imperio
cultural, en el cual el predominio español sería simbólico y
espiritual, en vez de administrativo». […] Se abrirá así la
puerta a una definición de la nación construida sobre una explícita
definición cultural y acusadamente esencialista. [Archilés y Martí,
2002: 253-254.]
Tras
la pérdida de los últimos vestigios coloniales en Asia y América,
España había visto destruida su imagen de gran potencia europea y
se vio sumida en una crisis general de índole política, económica,
social e identitaria que acentuaría la corriente crítica
preexistente y abocaría a la intelectualidad española a una
revisión profunda de los valores caducos sobre los que se había
erigido, en falso, y a reformular una nueva idea y proyección de
España que permitiera regenerarla. En este contexto, los
planteamientos hispanoamericanistas se revelaron entonces como el
medio de forjar una nueva idea del país cerrando las brechas
abiertas en su perfil nacional a las amenazas de desintegración o a
la penetración de las visiones alternativas de España que llegaban
desde Cataluña, las provincias vascas o Galicia. Así, frente al
proyecto de Enric Prat de la Riba de «catalanizar España», que
postulaba el traspaso del liderazgo del Estado a manos de la élite
catalana y, en contrapartida, la transferencia de los valores de la
sociedad civil catalana al resto de España como medidas necesarias
para sacar al país de la corrupción y la decadencia, el
nacionalismo español blandió la proyección hacia América como el
medio de regenerar el país. De hecho, el desarrollo paralelo de las
principales estructuras políticas y publicísticas del
hispanoamericano y de aquellas de los nacionalismos vasco y catalán
es sintomático de la divergencia manifiesta entre los proyectos
nacionales castellanocéntrico y periféricos, y
de la amenaza que estos últimos representaban para el
statu quo político de la España de la Restauración:
Dos años antes de
la creación de la Lliga de Catalunya (1887) fue creada en Madrid la
Unión Ibero-Americana, la más importante asociación americanista
hasta la guerra civil. 1892, el mismo año en el que se aprobaron en
Manresa las Bases per la Constitució Regional Catalana y en
que Sabino Arana publicaba Bizcaya por su independencia. Cuatro
glorias patrias, se celebraba con más pompa que efectividad el
IV Centenario del Descubrimiento de América, apareciendo una amplia
publicística panhispanista. Si se pueden señalar como hitos
conformadores de opinión e inicio de la trayectoria nacionalista los
escritos de Prat de la Riva y Pere Muntanyola Compendi de doctrina
catalanista (1895) y El Partido Carlista y los Fueros
Vasko-Navarros (1897) de Sabino Arana, de igual modo deben
entenderse las obras de Rafael M.ª de Labra, Rafael Altamira y un
gran número de artículos en las revistas Unión Ibero-Americana,
Revista Contemporánea y La Ilustración Española y
Americana; además de buena parte de la literatura
regeneracionista, comenzando por El problema nacional (1890)
de Lucas Mallada; todo ello encontraba eco en América en obras como
Nuestra raza (1900) del argentino Ernesto Quesada. [Sepúlveda,
1994: 320.]
Desde el momento en
que el nacionalismo español rehizo y reforzó sus andamiajes con la
construcción de la ideología hispanoamericanista, y adoptó el
revestimiento de la Madre Patria («símbolo moderno de la comunidad
cultura hispanoamericana» [Sepúlveda, 2005: 179]), se hizo, además,
impenetrable y profundamente excluyente. Por decirlo de manera
gráfica, el panhispanismo proveyó la argamasa necesaria para dar
una consistencia incontestable el nacionalismo español, cuadrando
su narrativa y rellenando sus fisuras. Así, en la explicación
de la continuidad de su conexión con América, ahora espiritual y
cultural, hallaba la definición de la propia esencia de España:
para que esta «pudiera haber trasplantado su identidad a América
era necesario que la tuviera con anterioridad» (Sepúlveda, 1994:
328). En la justificación de la permanencia del carácter nacional
supuestamente injertado en América desde el siglo XVI,
superando todas las vicisitudes y el paso del tiempo, hallaba la
confirmación de la intemporalidad e inmutabilidad de la propia alma
española. En la ignorancia de la participación de otras comunidades
culturales en la macrocomunidad transestatal, hallaba la forma de
negar la mera existencia de otras concepciones de nación. Como
señala Sepúlveda (1994: 323), este era el objetivo implícito de
intelectuales como Unamuno, Ortega y Gasset, Marañón o Ruiz Jiménez
al subrayar la pertenencia de bonaerenses, limeños, mexicanos y
valencianos a una misma comunidad: negar que nunca hubiera habido
diferencias separadoras entre vascos, catalanes, gallegos y
castellanos.
De entre todos
ellos, la aportación al ideario panhispanista realizada por la
compleja y contradictoria figura intelectual de Miguel de Unamuno es,
sin duda, paradigmática de sus múltiples implicaciones. Al elaborar
su interpretación espiritual y cultural de la idea de raza
hispánica, encarnada en la lengua, y al ensalzar el castellano como
expresión de una visión del mundo y de una proyección universal
comunes a sus hablantes, Unamuno hizo contribuciones fundamentales a
la deriva política e ideológica que la España castellanocéntrica
y postimperial sufriría en el primer tercio del siglo XX:
1. Puso al
descubierto como nadie las decepciones, frustraciones y
confrontaciones que luego condicionaron el reduccionismo esencialista
del nacionalismo español postimperial.
2. Expuso
claramente la base cultural y el carácter ofensivo-expansionista de
este.
3. Evidenció la
doble vertiente política (interior y exterior) del
hispanoamericanismo.
4. Y marcó
—finalmente a su pesar— el camino hacia la interpretación
ultranacionalista que la Falange hizo de su pensamiento, puesta en
práctica manu militari en el único terreno donde aún era
posible pasar a la acción: España.
En
cuanto al desarrollo
de los nacionalismos periféricos,
en Cataluña la conservadora Lliga Regionalista elaboró y defendió
un programa político fundamentado en una estrategia de
reivindicación cultural y nacional cuyo fin primero era —según el
erudito ensayo de Enric Ucelay da Cal (2003)— crear un ambiente
segregado bajo el dominio político de la burguesía comercial,
liberal e intelectual que integraba la Lliga; una hegemonía política
regional que, en palabras de Oriol Malló (2010), supondría la
proyección de la Lliga «hacia el dominio del Estado central
mediante una maraña de alianzas y estrategias que diera un perfil
imperial, funcional y corporativo al Estado español sobre el
sacrosanto dominio de la sociedad
civil»,
trasunto de la red de empresas, asociaciones y grupos de interés que
—con destacable participación catalana— nacieron en España a
finales del XIX
con uno de sus ojos puesto en América Latina. Así, como resultado
de la aplicación de este programa político, que incorporaba —en
la estela del concepto federalista del Estado, entonces en boga— la
reclamación de federación y autogestión de las provincias
catalanas, se constituyó en 1914 la Mancomunitat
de Catalunya, presidida
por el líder de la Lliga Regionalista, Enric Prat de la Riba.
Primera y muy limitada experiencia de gobierno autónomo para el
Principado desde el siglo XVIII,
en lo relativo a la lengua sirvió
para acentuar
la catalanización de la escuela,
particularmente en Barcelona, contando con la actitud favorable de la
jerarquía eclesiástica, a la vez que introducía el método
Montesori, mejoraba la enseñanza profesional y daba nuevo impulso a
la normativización de la lengua.3
Todas las secciones dependientes del Consell d’Investigació
Pedagògica, sobre todo las escuelas de verano y las normales, fueron
creando una base pedagógica catalana entre los docentes, que
permitió favorecer acciones catalanizadoras.
Las
elecciones generales del 9 de abril de 1916 dieron un nuevo triunfo a
la Lliga Regionalista, que obtuvo 13 diputados, 5 de ellos de la
ciudad de Barcelona. Después de las elecciones, la Lliga se abocó
abiertamente a la reforma del Estado. El 5
de junio de
1916,
en el curso del debate de contestación al mensaje de la corona, un
grupo de diputados regionalistas, con Francesc Cambó al frente,
presentaron su programa
autonomista
al Congreso, que incluía una petición
de oficialidad del idioma catalán en
buena medida suscitada por un ataque anterior de la RAE
al avance de las demás lenguas no castellanas y particularmente del
catalán (v. § 1.7), asunto que se defendió en un durísimo proceso
de discusión parlamentaria.4
El presidente del Gobierno, Romanones, se mostró desde el primero
momento contrario a discutir la cuestión de la autonomía, y las
propuestas de los regionalistas serían rechazadas por la mayoría
liberal, con una fortísima oposición a la demanda lingüística. La
incomprensión por parte de los diputados no catalanes, que votaron
masivamente en contra, fue absoluta. Después
de la negativa del Congreso, los regionalistas se dieron cuenta de
que esta era una reivindicación inalcanzable por la vía
parlamentaria. No obstante, en los años sucesivos la Lliga continuó
impulsando por otras vías el acceso del catalán a las esferas
públicas y privadas.
De hecho, durante el periodo mancomunitario, el
catalán fue la lengua vehicular de las escuelas y los servicios
docentes de la Mancomunitat. Según
informa Josep Grau Mateu (2004: 368), en el verano de 1923 la red
docente de la Mancomunitat estaba formada por una treintena de
escuelas que acogían a unos 2600 alumnos. En algunas de ellas,
además de impartirse las clases en catalán se exigió a los
alumnos, como requisito de ingreso, el conocimiento de la lengua
catalana.
La labor impulsora
del regionalismo federalista llevada a cabo por la Lliga Regionalista
no se detuvo en Cataluña. Desde su nuevo triunfo electoral, los
regionalistas intensificaron la propaganda por toda España,
convencidos de que se encontraban ante una ocasión única para
levantar los movimientos regionalistas contra los partidos
dinásticos. A partir del mes de octubre, los representantes de la
Lliga realizaron diversos viajes por Galicia y el País Vasco, en un
intento de poner los cimientos de una organización regionalista de
alcance peninsular. El mes de mayo de 1917 un grupo de valencianistas
y otro de vasquistas participaron en un encuentro organizado por la
Lliga en Poblet. También se establecieron relaciones con
regionalistas aragoneses y gallegos. La estrategia proselitista
incluía la propagación de la actitud de reinvindicación y defensa
de las lenguas no castellanas, campaña que llevó a Unamuno a
denunciar en sus escritos a los catalanes como «exportadores de la
rebelión lingüística» (Joan Ramon Resina, 2004: 152). De este
modo, la Lliga se consolidaba «como la directora del nuevo
movimiento regeneracionista que parecía configurarse por todo el
Estado» (Josep Grau Mateu, 2004: 269).
Entre
1918 y 1919 se acentuó lo
que, desde la perspectiva española, se llamó el
«problema
de Cataluña»,5
una situación reivindicativa y conflictiva de enorme trascendencia
para la historia de España —también lingüística— que merece
por ello un tratamiento de cierto detalle. En noviembre de 1918,
Francesc Macià, diputado nacionalista de signo republicano y
filoobrerista, en las antípodas de la Lliga, se declaró partidario
de la independencia de Cataluña ante el Parlamento español, que
casi quedó vacío mientras él hacía uso de la palabra, y en 1919
fundó la Federació Democràtica Nacionalista, preludio de la
organización
política del independentismo,
con Macià como líder, que tendría, según veremos, consecuencias
directas en el reconocimiento de la oficialidad constitucional del
castellano, que hasta entonces no había sido necesario consagrar en
la Carta Magna. De esta efervescente etapa histórica del catalanismo
data también el impulso de una ofensiva
autonomista catalana,
que en el plebiscito sobre la autonomía organizado por la Escuela de
Funcionarios de Administración, dependiente de la Mancomunitat, y
realizado entre los ayuntamientos de Cataluña, recibió una muy
mayoritaria respuesta favorable (98 %) por parte de los electores.
Estos resultados llevaron al entonces presidente de la Mancomunitat,
Puig i Cadafalch, a reunir al Consell Permanent y a los
parlamentarios por Cataluña y, con un amplio y muy variado apoyo de
todos los sectores de la sociedad catalana, iniciar el proceso de
redacción de unas Bases
—o
lineamientos generales— para la autonomía catalana, que serían
presentadas al Gobierno de coalición liberal de García Prieto el 29
de noviembre de 1918, al tiempo que el líder de la Lliga
Regionalista, Francesc Cambó, hacía malabarismos en Madrid para
convencer a un público reticente de que la autonomía de Cataluña
no iba a desmembrar España. Aunque no podían considerarse un
anteproyecto de estatuto de autonomía, el carácter maximalista de
estas Bases
provocó
la inmediata división del gobierno de coalición, que acabó
disolviéndose. Lo sustituyó un Gobierno aún más minoritario,
presidido por Romanones, que empezó a recibir las presiones de la
reacción contra las aspiraciones autonomistas que se había
organizado en las diputaciones castellanoleonesas, a cuya causa se
sumaron las ocho diputaciones andaluzas. De
ellas se desmarcaría el regionalista andaluz Blas Infante, que envió
un mensaje de solidaridad a Puig i Cadafalch en nombre del Centro
Regionalista Andaluz de Sevilla. Y el aragonesismo político también
tuvo una actitud favorable al autonomismo catalán, pues consideró
que el proceso autonomista abierto por Cataluña beneficiaría a
Aragón. En el País Vasco, la influencia de la campaña catalana fue
muy notable, aunque la unidad de acción vasca que propició no fue
completa: topó con la Liga Monárquica, el socialismo de Indalecio
Prieto y el sector mellista del tradicionalismo vasco.6
La campaña anticatalana recibió el muy activo impulso del Círculo
de la Unión Mercantil y la Cámara de Comercio de Madrid, del
trust
de periódicos políticos madrileños, al que se unió ABC,
el
diario de más tirada de España, y buscó adhesiones populares con
la campaña de boicot de los productos catalanes del otoño de 1918,
precedente de la de 1932, cuando se debatió el estatuto catalán de
aquel año, y de las del 2005 y el 2006, cuando se hizo lo propio con
la reforma del de 1979, lo que permite calificarla de verdadero
clásico en el litigio histórico Cataluña-España.
El 10 de diciembre de 1918, Cambó pronunció un discurso en el
Congreso en el que hacía depender la integración definitiva de los
regionalistas catalanes en la política general española —lo que
equivalía a apuntalar un sistema en plena crisis— de una respuesta
rápida y satisfactoria a las reivindicaciones catalanas. El
resultado de la sesión, opuesto a las expectativas de Cambó,
condujo a la retirada de los parlamentarios catalanes del Congreso
como recurso táctico de presión. El 17 de diciembre, la
Mancomunitat recibía la respuesta de Romanones al mensaje y a las
Bases
presentadas el mes anterior al Gobierno precedente. Declaraba que
consideraba la autonomía de Cataluña y de otras regiones o de todas
«perfectamente compatible con la unidad de la patria e íntegra
soberanía del Estado» y, acto seguido, con la intención de
tranquilizar a la opinión pública española, definía lo que el
Gobierno entendía por autonomía: «el pleno derecho de los Poderes
regionales en ejercer las facultadas que las Cortes españolas les
otorguen, de una manera total, completa, absoluta, quedando a salvo
íntegramente la soberanía inmanente del Estado Español para
derogar y modificar el estatuto de autonomía votado por las Cortes y
sancionado por la Corona, y para corregir las extralimitaciones en
que pudieran incurrir los poderes regionales» definición que no se
encontraba en las Bases de la Mancomunitat, pero que Cambó había
asumido de hecho en su penúltimo discurso en el Congreso. Romanones
anunciaba también la designación de una comisión
extraparlamentaria que preparase una ponencia conciliadora, cuyas
conclusiones serían asumidas por el Gobierno. No obtuvo la respuesta
esperada y en
enero de 1919 se formalizaron y tramitaron en paralelo dos
iniciativas que planteaban estrategias diferentes para afrontar las
aspiraciones autonomistas y que aludían a su vez a la cuestión
lingüística: el Proyecto de Autonomía finalizado en 11 de enero de
1919 por la comisión extraparlamentaria, en cuya redacción
finalmente no intervino ningún diputado catalán, que fue presentado
al Congreso el día 20, y el Estatuto de Autonomía de Cataluña,
aprobado por la Asamblea de la Mancomunitat el 25 de enero de ese
mismo año y ratificado por la Asamblea de Municipios. El proyecto
gubernamental era fundamentalmente un proyecto regionalizador de
cautelosa descentralización administrativa, estructurado en un total
de veintidós bases, veintiuna de las cuales tenían como objeto
regular los municipios de toda España. Sólo se hacía referencia a
la autonomía regional en la base 22, dividida en dieciocho artículos
y tres disposiciones, de la cuales cuatro se referían brevemente a
la autonomía vasca según lo establecido por la subcomisión de
vocales vascos de la comisión extraparlamentaria encargada de
elaborar el proyecto. Siguiendo la idea de que, con la simplificación
de algunos engranajes administrativos y las concesiones teóricas a
ciertas aspiraciones sentimentales (la lengua y el respeto de los
fueros), bastaría para dar satisfacción a los autonomistas, en esta
base se esbozaba también un marco juridíco-lingüístico que,
respecto al catalán, daba particulares garantías de su presencia en
ámbitos hasta entonces monopolizados por el castellano —incluida
la enseñanza—, a un nivel incluso más amplio que la legislación
actual en el caso del régimen de capacitación lingüística de
jueces, magistrados y Ministerio Fiscal (A. M. Pla Boix, 2005: 191),
una concesión a la que el propio Romanones se había negado sólo
dos años y medio antes. A pesar de esta y otras cesiones, de un
valor indudable e impensables poco tiempo atrás, desde las filas
catalanas se recelaba de ellas y se consideraba que el proyecto
gubernamental distaba mucho de los mínimos a los que aspiraban los
políticos regionalistas más moderados. Por ello, la Mancomunitat
dedicó sus energías a la elaboración del segundo proyecto, este sí
plenamente autonomista aunque, paradójicamente, menos ambicioso que
el proyecto Romanones en sus aspiraciones lingüísticas, que
limitaban al establecimiento de la obligatoriedad del catalán en la
enseñanza primaria de Cataluña. No obstante, ninguna de las dos
iniciativas prosperaron.
La
década
de 1920
arrancó presidida por un clima de fuerte inestabilidad y de
radicalización política y social. En 1922 se creó Acció Catalana,
escisión de la Lliga Regionalista que había surgido de la
Conferència Nacional Catalana, convocada por antiguos miembros de la
Unió Federal Nacionalista Republicana, por jóvenes intelectuales
independientes y por miembros de las juventudes de la Lliga
disconformes con la actuación de los dirigentes de su partido, a su
juicio poco nacionalista, excesivamente conservadora y colaboradora
con los gobiernos de la monarquía. En el verano de 1923,
Acció
Catalana pactó con los nacionalistas vascos y gallegos la Triple
Alianza (TA,
llamada también Galeusca),
tomando así el relevo de la Lliga en la dirección de la política
peninsular del catalanismo. La TA
exigió a las Cortes de Madrid la concesión de una plena soberanía
política para los tres territorios históricos, que se reafirmaron
en su derecho a luchar por este fin, incluso de ser preciso con
métodos extremos. No hubo oportunidad de ello: el sistema político
de la Restauración estaba a punto de colapsarse. La división en
numerosas facciones de los viejos partidos dinásticos, que se habían
alternado en el poder, dificultaba la constitución de un Gobierno
con fuerza suficiente para asumir la regeneración del país. El
régimen se veía también incapaz de frenar la protesta obrera, cada
vez más intensa en toda España y sobre todo en Cataluña. Ante la
parálisis del sistema, las clases dominantes peninsulares, el
Ejército y el propio monarca empezaron a considerar el recurso a la
dictadura militar. Provocó además alarma que llegase a las Cortes
el asunto de las responsabilidades de la cúpula militar española en
la sangrienta derrota de 1921 en Annual
(región del Rif, Marruecos), que llevó a la muerte a unos
dieciséis mil reclutas,7
y que la prensa y el Parlamento investigaran las implicaciones del
propio monarca en la debacle.
En Cataluña, donde
el Ejército convivía a diario con la insurrección obrerista
y con el ascenso del nacionalismo y el secesionismo, contaban
con un clima propicio: la escalada de la conflictividad social
durante el segundo y el tercer trimestres de 1923 había posicionado
a la patronal catalana en contra del Gobierno liberal de García
Prieto, del que también se habían distanciado los regionalistas de
la Mancomunitat a causa de su política anticatalanista, afianzando
sus vínculos con Capitanía General. Es, pues, en Cataluña donde se
urde la trama golpista que culmina la noche del 12 al 13 de
septiembre. Dos días después de la represión violenta de la
manifestación nacionalista del 11 de septiembre que se había
organizado durante el encuentro de la Triple Alianza en Barcelona, el
pronunciamiento del general Miguel Primo de Rivera —a la
sazón capitán general de la Ciudad Condal— enterró
definitivamente la etapa de la Restauración y dio inicio a un
período dictatorial de siete años, que puso fin a la
Mancomunitat en 1925. Así expuso su ideario, fines y motivos:
Al país y al
Ejército:
Españoles:
Ha llegado para nosotros el momento más temido que esperado (porque
hubiéramos querido vivir siempre en la legalidad y que ella rigiera
sin interrupción la vida española) de recoger las ansias, de
atender el clamoroso requerimiento de cuantos amando la Patria no ven
para ella otra salvación que libertarla de los profesionales de la
política, de los que por una u otra razón nos ofrecen el cuadro de
desdichas e inmoralidades que empezaron el año 98 y amenazan a
España con un próximo fin trágico y deshonroso. [...] Pues bien,
ahora vamos a recabar todas las responsabilidades y a gobernar
nosotros u hombres civiles que representen nuestra moral y doctrina.
Basta ya de rebeldías mansas, que, sin poner remedio a nada, dañan
tanto y más la disciplina que esta recia y viril a que nos lancemos
por España y por el rey. [...] No tenemos que justificar nuestro
acto, que el pueblo sano le manda e impone. Asesinatos de prelados,
ex gobernantes, agentes de autoridad, patronos, capataces y obreros;
audaces e impunes atracos, depreciación de moneda, francachela de
millones de gastos reservados, sospechosa política arancelaria por
la tendencia, y más porque quien la maneja hace alarde de descocada
inmoralidad, rastreras intrigas políticas tomando por pretexto la
tragedia de Marruecos, incertidumbre ante este gravísimo problema
nacional, indisciplina social, que hace el trabajo ineficaz y nulo;
precaria y ruinosa la producción agrícola e industrial; impune
propaganda comunista impiedad e incultura, justicia influida por la
política, descarada propaganda separatista, pasiones tendenciosas
alrededor del problema de las responsabilidades, y..., por último,
seamos justos, un solo tanto a favor del Gobierno, de cuya savia vive
hace meses, merced a la inagotable bondad del pueblo español, una
débil e incompleta persecución al vicio del juego.[8]
Aunque no todo el
Ejército español reaccionó de forma favorable al golpe militar, la
falta de una reacción del Gobierno de Madrid y el decidido apoyo a
los generales golpistas del rey Alfonso XIII y de buena parte de los
sectores económicos e incluso políticos fueron decisivos para
garantizar el éxito del pronunciamiento. Entre la burguesía
catalana se acogió el golpe como el remedio para atajar la ofensiva
del sindicalismo cenetista y la revuelta social y se confió, de
forma ilusoria, a los insurrectos la continuidad de la causa
autonomista y la aceptación de las reivindicaciones lingüísticas.
Algún fundamento había: con anterioridad al golpe de estado, en
calidad de capitán general de Cataluña, Primo de Rivera había
prodigado diversas muestras de simpatía hacia la lengua catalana,
lengua que procuraba usar en su contacto con las gentes del
Principado. No persistió en esta actitud: el 18 de septiembre de
1923, el Directorio Militar que presidía Primo de Rivera dictó un
real decreto donde establecía las «medidas y sanciones contra el
separatismo», que cayó como un jarro de agua fría sobre las
aspiraciones de la burguesía y los regionalistas:
El expresarse o
escribir en idiomas o dialectos, las canciones, bailes, costumbres,
trajes regionales no son objeto de prohibición alguna; pero en
los actos oficiales de carácter nacional e internacional no podrá
usarse por las personas investidas de autoridad otro idioma que el
castellano, que es el oficial del Estado español, sin que esta
prohibición alcance a la vida interna de las Corporaciones de
carácter regional o local, obligadas, no obstante, a llevar en
castellano los libros oficiales de Registros, actas, aun en los casos
de que los avisos y comunicaciones no dirigidas a Autoridades se
hayan redactado en lengua regional. [Gaceta de Madrid, 19
septiembre de 1923; cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 141; la negrita
es nuestra.]
Las sanciones por
la resistencia a esta disposición que se dieron, por ejemplo, en
1926 con la negativa del Colegio Oficial de Abogados de Barcelona a
publicar en castellano la Guia judicial, se estipularon por
real decreto de1 7 de marzo de 1926 en un mínimo de arresto mayor en
su grado máximo o prisión correccional y multa de 500 a 5000
pesetas en su grado medio.
En lo relativo a la
educación, con el nuevo régimen las ansias regeneradoras de la
enseñanza según el patrón liberal (eliminación del clasismo,
supresión del monopolio clerical, incorporación de nuevas
corrientes pedagógicas) se presentan como un objetivo ilusorio. Pese
a que, en lo tocante a infraestructuras, medios humanos y tasas de
escolarización, las reformas que se llevan a cabo logran un
transitorio aumento cuantitativo —que no cualitativo—,
ideológicamente van en camino contrario:
El dictador, que no
puede defraudar a los grupos que le han ofrecido su apoyo para
alzarse con el poder, convierte la educación en un vehículo
ideologizador del régimen [...]. [...] El patriotismo como fin, la
defensa del catolicismo, un renovado espíritu de ciudadanía y la
vuelta a la antigua tradición hispana, son las notas características
de la ideología escolar del régimen. [R. López Martín, 1991: 183
y 185.]
Entre otras
disposiciones, este ideario se tradujo en la promulgación de una
circular dirigida a todos los gobernadores civiles de Cataluña para
que ordenasen la castellanización de la enseñanza,
restringiendo la presencia del catalán al refuerzo inicial de la
enseñanza del castellano, a un diccionario bilingüe de apoyo
didáctico y al Catecismo (Ferrer i Gironès, 1985: 142). El 12 de
febrero de 1924 se promulgó una real orden que habilitaba a los
inspectores de educación para ordenar la clausura de las escuelas
públicas y privadas y sancionar a los maestros que incumplieran las
prescripciones gubernamentales, incluidas las relativas al idioma de
la enseñanza, que debía hacerse en castellano, también en el caso
de las clases gratuitas que se impartían optativamente en los
centros docentes (Ferrer i Gironès, 1985: 143). Otra disposición
jurídica, la real orden de 13 de octubre de 1925 (cf. Gaceta de
Madrid, núm. 287, 14/10/1925, pp. 194-195), hace responsables a
rectores, directores de centros públicos e inspectores de supervisar
la posible difusión de propagandas y doctrinas antipatrióticas y
antisociales por parte de los maestros, lo que incluye la revisión
del contenido de los libros de textos utilizados en las escuelas, que
sólo podrán estar escritos en español. Finalmente, el real decreto
del 11 de junio de 1926 (cf. Gaceta de Madrid núm. 163,
12/06/1926, p. 1510) ratificó los presupuestos de la real orden de
1925 y, ante los casos de resistencia al cumplimiento del
ordenamiento relativo a la enseñanza del castellano, impuso diversas
medidas correctivas a los maestros que proscribieran, abandonaran o
entorpercieran su docencia, que podían, por ejemplo, ser trasladados
por ello a regiones castellanohablantes (López Martín, 1991: 189, y
F. Ferrer i Gironès, 1985: 141-148).
En
el periodo primorriverista, la voluntad de predominancia del
castellano en la esfera cultural y en las instituciones de
planificación y defensa del idioma pudo verse también en la reforma
de la estructura de la Real Academia Española ordenada
por real decreto de 26 de noviembre de 1926, que
abría en su seno tres nuevas secciones, con la intención de que
esta
aglutinara las lenguas catalana
(«y sus variedades valenciana y mallorquina», Gaceta
de Madrid,
núm. 331, 26/11/1926: 1107), vasca
y gallega,
aunque las tres contaran ya con instituciones normativizadoras
propias: la Real Academia Galega, constituida el 30 de septiembre de
1906, la Secció Filològica creada en el seno del preexistente
Institut d’Estudis Catalans el 14 de febrero de 19119
y la Euskaltzaindia (Academia vasca), fundada en octubre de 1919.
Para asumir tal disposición, la RAE
propuso un reglamento que debía regular el funcionamiento y
composición de las tres nuevas secciones (Gaceta
de Madrid, núm.
326, 22/11/1927: 1088); pero, caído el régimen, la disposición
primorriverista y el reglamento subsiguiente quedaron inmediatamente
derogados por real decreto de 16 de mayo de 1930, considerando que no
existía ni «necesidad ni conveniencia de que se mantenga instituido
un caso de centralización que los profesionales de los estudios
lingüísticos consideran como del todo inadecuado e ineficaz»
(Gaceta
de Madrid,
núm. 136, 16/05/1930: 1067).
El
proyecto del fallido estatuto de autonomía catalana de 1919 fue uno
de los precedentes que condujo a la Assemblea Constituent del
Separatisme Català, reunida en la ciudad cubana de La Habana los
días 30 de septiembre y 1 y 2 de octubre de 1928
bajo la presidencia de Francesc Macià, a aprobar la Constitución
Provisional de la República Catalana,10
también conocida como «Constitució
de La Habana», primer
proyecto constitucional de la historia pensado para una Cataluña
independiente del Estado español, de carácter marcadamente
progresista, redactado además en plena dictadura. Tal como indica la
exposición de motivos del proyecto, su objetivo era reafirmar los
principios e «ideales patrióticos» catalanes, apelando a «la
unidad espiritual indestructible de Cataluña», sobre la base de la
cual declaran su voluntad de «valerse de los medios revolucionarios
para independizarse del Estado español». Partiendo de esta base
ideológica, promovieron «la siguiente Constitución en nombre del
pueblo catalán, para que este se rija con carácter provisorio,
mientras no esté en condiciones de poder fijar y otorgarse su ley
fundamental definitiva». Con respecto a las previsiones
lingüísticas, la Constitución de La Habana presenta una serie de
características que deben subrayarse. En el artículo 2 del título
ii,
«Idioma, bandera y escudo», dedicado a elementos simbólicos de la
patria, establece que la única lengua oficial, en Cataluña, es la
catalana, sin ningún tipo de mención de la lengua castellana. En
cambio, en el artículo 195, título XXVI,
«Del
régimen de enseñanza»,
se dice: «Enseñanza primaria obligatoria en catalán desde los seis
a los doce años; enseñanza secundaria en catalán, y de los idiomas
castellano (obligatorio) francés, inglés y alemán, potestativos
dos de estos, obligatorio uno de ellos». Es decir, se mantenía la
enseñanza obligatoria del castellano en la etapa secundaria, además
de una tercera lengua extranjera a elegir entre el alemán, el inglés
o el francés, pero era el catalán era la única lengua con
reconocimiento jurídico y simbolismo pleno.
Pese
a no ser un texto jurídicamente vinculante, las reacciones que
suscitó esta Constitución catalana se acabarían proyectando en la
redacción, también en periodo dictatorial, del Anteproyecto
de Constitución de la Monarquía española de 1929, cuyo
artículo 8, título i,
reza: «El
idioma oficial de la nación española es el castellano».11
El castellano iniciaba así el camino hacia la oficialización
constitucional en España. Hasta entonces, había podido mantener un
carácter de pseudooficialidad por la fuerza de otros reglamentos,
pero la sombra del separatismo catalán sobre la integridad nacional
llevaron a las fuerzas políticas españolas a dejar claro, en su ley
fundamental, a qué identidad unitaria respondía España.
La
dimisión en enero de 1930 del general Primo de Rivera, sustituido
por el general Berenguer, abriría el camino a una nueva etapa
política, que se había gestado en los movimientos de oposición a
la dictadura: la II
República,
proclamada el 14 de abril de 1931, dos días después de las
elecciones municipales. En Cataluña, estos comicios dieron la
victoria indiscutible a la formación Esquerra Republicana de
Catalunya, dirigida precisamente por Francesc Macià, que declaró de
inmediato en Barcelona la República
Catalana como Estado integrante de una hipotética confederación de
pueblos ibéricos.
El 17 de abril, bajo la presión del Gobierno de Madrid, la nueva
república hubo de aceptar la transformación en un poder político
autónomo que recuperaría la denominación preborbónica de
Generalitat y que iniciaría la redacción de un nuevo proyecto de
estatuto, conocido como «Estatuto de Nuria» que, este sí, se
sancionaría, con no pocos recortes, el 15 de septiembre de 1932.
Como muestra de buena voluntad, el 29 de abril de 1931 el presidente
provisional de la república española, Niceto Alcalá-Zamora —que
ingresaría en la RAE
al año siguiente—, firmó un decreto por el cual se derogaron
todas las normas jurídicas positivas que prohibían el uso del
catalán en las escuelas primarias, estableciendo además que en las
escuelas maternales y de párvulos la enseñanza se diera
exclusivamente en lengua materna, castellana o catalana, e igualmente
en las Escuelas primarias, y que en estas se enseñara a los alumnos
catalanes, a partir de los ocho años, el conocimiento y práctica de
la lengua española a fin de que la hablen y escriban con total
corrección (Gaceta
de Madrid,
núm. 120, 30/04/1931: 413-414), haciendo esta solución de
desagravio extensible a las demás lenguas peninsulares «que se
juzgue y se las juzgue con idéntico derecho». Una disposición que,
sin embargo, tendría escasa vida una vez aprobada la Constitución
de 1931 y el recortado Estatuto catalán. En efecto, la tramitación
del Estatuto de Autonomía catalán discurrió paralela a la de la
Constitución española de la II República, aprobada el 9 de
diciembre de 1931, con anterioridad por tanto al Estatuto catalán,
lo que permitió utilizarla como lecho de Procusto en el que
«acomodar» las previsiones del proyecto estatutario. Entre las
previsiones del Estatuto de Nuria que quedarían recortadas y
modificadas se encontraba el modelo lingüístico, muchísimo más
moderado que el de la Constitución de La Habana, que aunque
postulaba la oficialidad lingüística del catalán en Cataluña,
establecía la oficialidad del castellano en las relaciones con el
Gobierno central, y daba garantías tanto a los hablantes de lengua
materna catalana como a los de lengua materna castellana —entonces,
minoría— sobre el uso de sus respectivas lenguas ante la
administración y órganos de justicia catalanes. En cuanto a la
educación, establecía la obligatoriedad de la enseñanza del
castellano y del catalán desde el nivel primario —obligatorio y
gratuito— y garantizaba escuelas en castellano según ratio de
población infantil castellanohablante, donde también debería
enseñarse el catalán, de lo que se deduce que la lengua vehicular
en el resto de escuelas debía ser el catalán.12
Pese a su moderación, el modelo de lengua del proyecto de Estatuto
de Nuria fue, como hemos dicho, recortado y amoldado a una
Constitución española que, en su artículo 4.º, designaba la
preeminencia jurídica del castellano y descartaba cualquier posible
exigencia de conocimiento o uso de las «lenguas regionales», y en
su artículo 50 establecía un modelo educativo sin transferencia de
competencias a los gobiernos autónomos, donde el castellano era
obligatorio como materia de enseñanza y vehicular, aunque se
permitía la introducción de las lenguas regionales en los planes de
estudio, y donde se preveían además programas educativos
hispanoamericanistas:
Art. 4.–
El castellano es el idioma oficial de la República. Todo español
tiene obligación de saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de
los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las
provincias o regiones. = Salvo lo que se disponga en leyes
especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de
ninguna lengua regional.
[...]
Art.
50.–
Las regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus
lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en
sus Estatutos. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y
ésta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los
Centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones
autónomas. El Estado podrá mantener o crear en ellas instituciones
docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República.
El Estado ejercerá la suprema inspección en todo el territorio
nacional para asegurar el cumplimiento de las disposiciones
contenidas en este Artículo y en los dos anteriores. = El Estado
atenderá a la expansión cultural de España estableciendo
delegaciones y centros de estudio y enseñanza en el extranjero y
preferentemente en los países hispanoamericanos. [13]
El resultado del
recorte fue la cooficialidad del castellano y catalán en Cataluña y
la bilingüización estatutaria de este territorio:
Artículo 2.–
El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en
Cataluña. Para las relaciones oficiales de Cataluña con el resto de
España, así como para la comunicación entre las autoridades del
Estado y las de Cataluña, la lengua oficial será el castellano.
Toda disposición o resolución oficial dictada dentro de Cataluña,
deberá ser publicada en ambos idiomas. La notificación se hará
también en la misma forma, caso de solicitarlo parte interesada.
Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su
lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que
prefieran en sus relaciones con los Tribunales, Autoridades y
funcionarios de todas clases, tanto de la Generalidad como de la
República. A todo escrito o documento que se presente ante los
Tribunales de Justicia redactado en lengua catalana, deberá
acompañarse su correspondiente traducción castellana, si así lo
solicita alguna de las partes. Los documentos públicos autorizados
por los fedatarios en Cataluña, podrán redactarse indistintamente
en castellano o en catalán; y obligadamente en una u otra lengua a
petición de parte interesada. En todos los casos los respectivos
fedatarios públicos expedirán en castellano las copias que hubieren
de surtir efecto fuera del territorio catalán.
[...]
Artículo
7.–
La Generalidad de Cataluña podrá crear y sostener los Centros de
enseñanza en todos los grados y órdenes que estime oportunos,
siempre
con arreglo a lo dispuesto en el Artículo 50 de la Constitución,
con
independencia de las instituciones docentes y culturales del Estado y
con los recursos de la Hacienda de la Generalidad dotada por este
Estatuto. La Generalidad se encargará de los servicios de Bellas
Artes, Museos, Bibliotecas, Conservación de monumentos y archivos,
salvo el de la Corona de Aragón. Si la Generalidad lo propone, el
Gobierno de la República podrá otorgar a la Universidad de
Barcelona un régimen de autonomía; en tal caso, ésta se organizará
como Universidad única, regida por un Patronato que ofrezca a las
lenguas y a las culturas castellana y catalana las garantías
recíprocas de convivencia, en igualdad de derechos, para Profesores
y alumnos. [...][14]
El modelo
lingüístico esbozado en este Estatuto catalán de 1932 serviría
más o menos de base a los modelos lingüísticos garantizados por
los estatutos de autonomía republicanos de otras regiones
históricas como Galícia o el País Vasco, en el caso vasco con una
larga trayectoria de debate y renuncias desde 1931 hasta su
aprobación en 1936, ya en plena contienda civil, y en el caso
gallego sin llegar a alcanzar la fase de trámite parlamentario
debido al alzamiento militar y la guerra civil que desató. De hecho,
la vigencia del modelo lingüístico republicano quedó limitada por
el franquismo, pero formuló una tesis que, años más tarde, con el
advenimiento de la democracia, sería nuevamente adoptada por los
estatutos de autonomía de las llamadas «nacionalidades históricas».
Paralelamente,
en este periodo tuvo lugar una radicalización
reactiva del panhispanismo
como respuesta a la extensión de la base social y de las exigencias
de autogobierno de los nacionalismos vasco y catalán
particularmente, entendidas estas como una «negación de España».
Durante este periodo se desarrolló la idea de hispanidad
(v.
§ 2.1), punto culminante de la identificación entre la proyección
americanista de España y las bases del nacionalismo español «en
sus dimensiones de catolicidad, antiliberalismo, anticomunismo y
providencialismo» (Sepúlveda, 1994: 321). José Antonio Primo de
Rivera, fundador e ideólogo de la Falange Española, que proveería
la imaginería que el alzamiento fascista de 1936 y la dictadura
franquista utilizarían después, forjó una doctrina de la
hispanidad dirigida prioritariamente al interior de España,15
que armonizaba así los conceptos de imperio,
patria
y unidad:
España se
encontraba a sí misma en cuanto alcanzaba su unidad. De igual modo,
la hispanidad se conformaba como un crisol superador de
fragmentarismos nacionales, divisiones raciales y usos culturales y
lingüísticos. Pero esta idea ecuménica [...] alcanzaba toda su
propiedad —y por ello su diferenciación— al ser abarcada por la
idea de imperio. De ese modo negaba toda diversidad, todo
particularismo, en favor de una unidad en la uniformidad.
[Sepúlveda, 2005: 170; la negrita es nuestra.]
La rebelión
militar encabezada por Francisco Franco fue el colofón de la
reacción de la derecha española a un periodo marcado por las
tensiones entre centro y periferia, por la agitación social, por el
reformismo republicano y por la movilización obrera.
Coincidiendo con el
estallido de la Revolución de Octubre en Asturias y con la huelga
general en Cataluña convocada por la Alianza Obrera, el presidente
de la Generalitat catalana, Lluís Companys, proclamó de nuevo el
Estado catalán de la República federal española el 6 de octubre de
1934, como respuesta a la entrada de la ceda
(Confederación Española de Derechas Autónomas) en el Gobierno. Su
proclamación motivó inmediatamente la declaración del estado de
guerra en Cataluña, su encarcelamiento, la asunción por parte del
Gobierno central de toda las funciones de la Generalitat y la
suspensión del Estatuto autonómico el 2 de enero de 1935. La
suspensión de la autonomía catalana se prolongó hasta febrero de
1936, en que se aprobó el decreto ley de 26 de febrero por el que se
autorizaba al Parlamento de Cataluña a reanudar su actividad y, por
tanto, a designar un Gobierno para la Generalitat, para cuya
presidencia volvería a ser elegido Companys. Por decreto de la
Presidencia del Consejo de Ministros fueron restituidas a la
Generalitat todas las competencias excepto las de orden público. El
5 de marzo de 1936, el Tribunal de Garantías Constitucionales
declaró la inconstitucionalidad de la ley de 2 de enero de 1935 que
había suspendido el estatuto. Ese mismo año la sublevación
militar del 18 de julio de 1936, que contaba con la connivencia
de los movimientos prefascistas ideológicamente conformados en la
dictadura de Primo de Rivera, de las fuerzas de la derecha, de los
ideólogos del nacionalismo español y del panhispanismo, y de una
parte de la clase burguesa que sentía pesar sobre sí la amenaza del
obrerismo, dio inicio a una guerra civil que culminaría con
la victoria de los insurrectos y abriría en 1939 un periodo de 36
años de dictadura franquista. Los estatutos autonómicos
aprobados (el catalán y el vasco) quedaron derogados y se inició un
periodo de dura represión política de las lenguas no castellanas
que, en su etapa más feroz (las dos primeras décadas), las
prohibía en todos los ámbitos salvo en el uso familiar de puertas
adentro del hogar y castigaba toda contravención a la proscripción.
En el campo de la educación, se proscribió la enseñanza de otra
lengua que no fuera el castellano, única lengua vehicular admitida
también, medida que fue objeto de un control escrupuloso, y se llevó
a cabo un minuciosa depuración de docentes, que incluyó la
destitución de los que obtuvieron el título durante la República o
servido en las zonas autonómicas; los que superaron este trance
fueron sometidos a vigilancia policial.
Las depuración
franquista que arrasó el mundo educativo, científico e
intelectual español también alcanzó a la Real Academia
Española, pero no del modo en que la institución suele componer
su narrativa de este oscuro episodio de la historia española. De
hecho, si se lee lo que la RAE
—en su historia oficial (Zamora Vicente, 1999) y por boca de sus
representantes— dice de sí misma en relación con su papel en el
periodo franquista cualquiera podría pensar que ejerció una
resistencia heroica que, de haber sido cierta, sin duda habría
enviado a sus miembros al presidio o al exilio, o los hubiese, cuando
menos, condenado al ostracismo. De este jaez es la versión oficial
sobre la destitución de Ramón Menéndez Pidal como director de
la RAE
tras la contienda, en 1939 (cargo que no recuperaría hasta
1947), y su sustitución por el escritor José María Pemán,
que ocupaba el cargo de facto desde 1937; cese forzado que en la
historia de la institución escrita por Alonso Zamora Vicente (1999:
464) se califica de «voluntario apartamiento». Pero más engañosa
aún fue la versión que, de este y otros hechos, dio en 1983 el, a
la sazón, director de la RAE,
Pedro Laín Entralgo, en un artículo titulado «La Academia y las
dos Españas» (P. Laín Entralgo, 01/12/1983: en línea), donde
afirmaba lo siguiente:
[...] la Academia
por antonomasia ha sido la única institución de la vida pública
española que en su régimen propio ha sabido desconocer la
diferencia entre españoles vencedores y españoles vencidos. Que
canten los hechos. Como consecuencia de la guerra civil, cuatro
académicos de número, el político Niceto Alcalá Zamora, el
naturalista Ignacio Bolívar, el físico Blas Cabrera y el filólogo
Tomás Navarro Tomás, y tres académicos electos, Antonio Machado,
Ramón Pérez de Ayala y Salvador de Madariaga, españoles vencidos
todos ellos, tuvieron que optar por el exilio; a los cuales pueden
ser añadidos Ramón Menéndez Pidal y Gregorio Marañón, que,
voluntariamente evadidos de la zona republicana durante la contienda,
sólo años más tarde juzgaron prudente volver a España. Pues bien:
ninguno perdió su derecho en el seno de la Academia, ninguno produjo
vacante en sus listas. Los sillones ocupados de hecho por los que no
pudieron o no quisieron volver [...] los siguieron hasta su muerte, y
a ellos sucedieron y de ellos hicieron el elogio reglamentario, en
sus respectivos discursos de ingreso, los que sólo a su muerte
fueron elegidos [...]. La misma actitud ha mantenido la Academia en
la provisión de vacantes a partir de 1939. Distantes todos de los
españoles vencedores, inequívocamente fieles, algunos, a su nunca
ocultada condición de españoles vencidos, sucesivamente han
ingresado en su recinto Gómez Moreno, Dámaso Alonso, Vicente
Aleixandre, Julio Rey Pastor, Rafael Lapesa, Julián Marías, Antonio
Rodríguez Moñino, Antonio Buero Vallejo... Más nombres podrían
añadirse. Y mientras siga viva en nuestra sociedad la huella de la
contienda fratricida, nunca la aceptará en su conducta la Real
Academia Española. En esa misma línea debe verse la renuncia de
Pemán a la dirección de ella, cuando Menéndez Pidal regresó a
España; porque esa decisión no fue solamente motivada por los
méritos insuperables de don Ramón, también porque había sido la
guerra civil la que impidió a éste, la permanencia en el desempeño
del cargo. No será inoportuno mencionar aquí que don Ramón, a
quien tanto parecía venerarse, fue vejado en más de una ocasión
por el Gobierno de Franco. [...]
La vergonzosa falta
a la verdad de las palabras de Pedro Laín motivaron, por alusiones,
la siguiente y contundente réplica del nieto de don Ramón, el
filólogo Diego Catalán Menéndez Pidal, publicada en el
mismo periódico con el elocuente título «Depuración en la Real
Academia Española» (17/01/1984: en línea):
Un reciente
artículo de Pedro Laín sobre la tolerancia de la Real Academia
Española durante los tiempos menos tolerantes de la España
franquista, junto con afirmaciones difundidas por Julio Rodríguez
Puértolas en un manual de literatura de amplia difusión, me obligan
a recordar un pequeño hecho histórico sobre las relaciones de Ramón
Menéndez Pidal, mi abuelo, con la media España que venció a la
otra media en 1939. Cuando regresó de un temporal y disimulado
exilio a reunirse con su familia (que había quedado en España, en
parte forzadamente, en parte voluntariamente), perdió su centro de
trabajo —el Centro de Estudios Históricos, que fue suprimido y
sustituido por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas—
y se refugió en su actividad de investigador en su casa de
Chamartín. Los tribunales de depuración por los que pasó (llegó a
tener su cuenta de banco intervenida) no le quitaron, es cierto, su
puesto de académico; pero una comisión de la Academia, presidida
por don Julio Casares, fue a San Rafael (Segovia) para pedirle su
dimisión como presidente de la misma. La carta que en esa ocasión
escribió a sus colegas de la Academia no fue siquiera leída
públicamente en la corporación, como él había pedido. Sólo años
después, cuando el régimen fue evolucionando hacia una mayor
aceptación de los disidentes, volvería a ocupar la presidencia de
la Academia (diciembre de 1947) y a asistir a las reuniones de la
misma. [...]
Valga
recordar, además, que José
María Pemán, el académico que ocupó la presidencia de la RAE
durante casi todo el periodo comprendido entre 1937 y 1947 (año en
que Menéndez Pidal recuperó el cargo), había participado
activamente en las purgas académicas (Carlos de Pablo Lobo, 2007:
207, 208 y 213) que había sufrido, entre muchos otros, Menéndez
Pidal.
Vale
la pena leer lo que se dice al respecto en las páginas 60 y
siguientes de La
destrucción de la ciencia en España: depuración universitaria en
el franquismo
(L. E. Otero Carvajal y M. Núñez Díaz-Balart, 2006). Pero habla
por sí misma la Circular de 7 de diciembre de 1936 (publicada en BOE
n.º 52, Burgos, 10/12/1936)16
emitida por el propio Pemán en calidad de Presidente de la Comisión
de Cultura y Enseñanza y dirigida a los Vocales de las Comisiones
Depuradoras de Instrucción Pública, en la que se los arenga y se
les da consignas sobre la forma de llevar a cabo la depuración del
personal docente, poniendo como ejemplo de institución de la máxima
peligrosidad a la Institución Libre de Enseñanza:
Innecesario resulta
hacer presente a los señores Vocales de las Comisiones depuradoras
de personal docente la trascendencia de la sagrada misión que hoy
tienen en sus manos. Con pensar que la perspectiva del resurgir de
una España mejor de la que hemos venido contemplando estos años,
está en razón directa de la justicia y escrupulosidad que pongan en
la depuración del Magisterio en todos sus grados, está dicho todo.
= El carácter de la depuración que hoy se persigue no es solo
punitivo, sino también preventivo. Es necesario garantizar a los
españoles, que con las armas en la mano y sin regateos de
sacrificios y sangre salvan la causa de la civilización, que no se
volverá a tolerar, ni menos a proteger y subvencionar a los
envenenadores del alma popular, primeros y mayores responsables de
todos los crímenes y destrucciones que sobrecogen al mundo y han
sembrado de duelo la mayoría de los hogares honrados de España. No
compete a las Comisiones depuradoras el aplicar las penas que los
Códigos señalan a los autores por inducción, por estar reservada
esta facultad a los tribunales de justicia, pero sí proponer la
separación inexorable de sus funciones magistrales de cuantos
directa o indirectamente han contribuido a sostener y propagar a los
partidos, ideario e instituciones del llamado «Frente Popular». Los
individuos que integran esas hordas revolucionarias, cuyos desmanes
tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de
catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la
llamada «Libre de Enseñanza», forjaron generaciones incrédulas y
anárquicas. Si se quiere hacer fructífera la sangre de nuestros
mártires es preciso combatir resueltamente el sistema seguido desde
hace más de un siglo de honrar y enaltecer a los inspiradores del
mal, mientras se reservaban los castigos para las masas víctimas de
sus engaños. = Tres propuestas pueden formular las Comisiones
depuradoras, conforme a la Orden de 10 de noviembre; o saber: l.º
Libre absolución para aquellos que puestos en entredicho hayan
desvanecido los cargos de haber cooperado directa o indirectamente a
la formación del ambiente revolucionario. 2.º Traslado para
aquellos que, siendo profesional y moralmente intachables, hayan
simpatizado con los titulados partidos nacionalistas vasco, catalán,
navarro, gallego, etc., sin haber tenido participación directa ni
indirecta con la subversión comunista-separatista, y 3.º Separación
definitiva del servicio para todos los que hayan militado en los
partidos del «Frente Popular» o Sociedades secretas, muy
especialmente con posterioridad a la revolución de octubre y de un
modo general, los que perteneciendo o no o esas agrupaciones hayan
simpatizado con ellas u orientado su enseñanza o actuación
profesional en el mismo sentido disolvente que las informa. [...]
Volviendo a la
política asimilacionista y sustitutoria emprendida por el régimen
dictatorial, se conjugaron con ella una serie de circunstancias que
variaron en mucho la eficacia del proceso de castellanización con
respecto a épocas precedentes:
• la propia
duración y el cariz fuertemente represivo y adoctrinador de la
dictadura;
• las campañas
de alfabetización (exclusiva en castellano), que lograron que tras
el franquismo la población española alcanzara un porcentaje de
alfabetización en torno al 95 %;
• la extensión
de medios de información, opinión, cultura y entretenimiento (cine,
radio, televisión, tebeos, revistas, música, novelas de géneros
populares...) exclusivamente —o muy mayoritariamente en el
tardofranquismo— en castellano;
• y las oleadas
de migración de población de habla española a las zonas
industrializadas, entre ellas Cataluña y el País Vasco, que
llegaban a un territorio donde no era necesario aprender una lengua
local cada vez más estigmatizada.
La
suma de estos factores condujo a un retroceso inédito de todas las
demás lenguas, estableció un mercado lingüístico (v. § 1.2.2)
muy favorable al castellano y acentuó la actitud diglósica —que
aún pervive— entre aquellos hablantes que mantuvieron el empleo
privado de su lengua vernácula. Pero las décadas de brutal
represión política y cultural del régimen franquista y de
inoculación ambiental sostenida de la lengua española también
ocasionaron movimientos de resistencia en los que, para sus
hablantes, las lenguas no castellanas incrementaron sus valores de
identificación, y el deseo de afirmar, perpetuar y reconocer su
dignidad llegó a ser sólo equiparable en intensidad al de mantener
la expansión del español. En la protección del territorio
conquistado por el castellano intervino, muy activamente, la Real
Academia Española, una de las principales beneficiarias del proceso
de asimilación.
1.7. La
participación de la RAE
en la castellanización de España, una historia de beneficios y
perjuicios
[...]
La
magnitud de la autoridad y el bienestar material de que gozaba [desde
mediados del s. XIX] y el miedo a cualquier posible menoscabo, de un
lado, y el cumplimiento de su obligado servicio a la gloria de la
lengua y la nación, de otro, fueron los motivos que debieron
ocasionar el primer ataque frontal de la
Real Academia Española al avance de las lenguas peninsulares no
castellanas.
El 5 de enero de
1916, la Real Academia Española celebró una sesión ordinaria sobre
la que su secretario perpetuo, Emilio Cotarelo y Mori, hace constar
lo que sigue: «El que suscribe leyó el borrador de una comunicación
que fué aprobada, en que este Cuerpo Literario expone el Gobierno el
abandono que existe en cuanto al empleo de la Lengua Castellana en
nuestras escuelas y otros establecimientos de enseñanza» (cit. en
Ferrer i Gironès, 1985: 111). El 26 de enero de 1916 se envió la
comunicación señalada al ministro de Instrucción Pública y Bellas
Artes, firmada por el entonces director de la Docta, Antonio Maura.
Rezaba así:
Excm. Sr.:
La
Real Academia Española, encargada de difundir el idioma nacional y
de velar por su conservación y pureza, sabe que en muchos lugares de
esta Monarquía no se cumplen los preceptos legales a ello atinentes,
que son los medios más eficaces para lograr aquellos fines de
supremo interés patrio. [...] La
Academia, pues, suplica reverentemente a V. E. que, teniendo
presentes la ley de 9 de septiembre de 1857 [Ley Moyano], vigente en
esta parte; el decreto de 26 de febrero de 1875, y
muchas otras disposiciones emanadas del Ministerio que V. E. regenta,
ordene a todos los encargados de la dirección y enseñanza del
idioma,
como rectores y decanos de las Universidades, directores de
Institutos, directores de Escuelas Superiores, de Escuelas Normales y
Colegios; Inspectores de Enseñanza y maestros de Escuelas Públicas,
que
sin contemplación ni disculpa de ningún género, que no puede
haberlas, vigilen
y hagan que se cumplan los referidos preceptos legales, único medio
de fomentar y unificar el provechoso cultivo de nuestro idioma
castellano.
= La Academia tendrá la resolución favorable como timbre de honor
para V. E. y causa de que por ello le felicite al igual de España
toda. [Cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 111-112; la negrita es
nuestra.]17
El mensaje de la
RAE no se refería en
ningún momento al catalán ni a Cataluña; sin embargo, estaba claro
que estaba motivado por la presencia creciente de la lengua catalana
en la vida oficial. Recordemos que, durante el
periodo mancomunitario, el catalán fue la lengua vehicular de las
escuelas y los servicios docentes de la Mancomunitat (§ 1.6.2).
Según
la minuciosa narración de los hechos que nos proporciona Grau Mateu
(2004: 280-292), tan pronto como se dio a conocer el mensaje
provocó la protesta no sólo de los catalanistas, sino de las
principales corporaciones catalanas y de la mayor parte de la prensa
del país, y su rúbrica causó un estupor general: el director de la
RAE, Antonio Maura, no
sólo era mallorquín (ergo, catalanohablante) de nacimiento, sino
ex-presidente del Consejo de Ministros y antiguo aliado de la Lliga
Regionalista. En la sesión del 1 de febrero, la Assemblea de la
Mancomunitat acordó pedir al Consell Permanent que hiciera oír su
voz ante el Gobierno. Al día siguiente, el Consell acordaba por
unanimidad enviar un telegrama de protesta al presidente del
Gobierno, el conde de Romanones. El telegrama destacaba la «profunda
alarma» causada en Cataluña por la comunicación de la RAE
y pedía a Romanones «que no se altere el derecho sacratísimo a
usar las lenguas de las diferentes regiones, llevando el problema,
que no es de gramática ni de academia, sino de Derecho público, al
seno de la representación nacional». Romanones respondía pocos
días después con otro telegrama donde, si bien intentaba
tranquilizar a la Mancomunitat, no desautorizaba el mensaje de la
Academia Española; decía: «como Presidente Gobierno no olvido
criterio sustentado como Ministro Instrucción en Real orden de 19 de
diciembre de 1902, en que afirmando de modo expreso la necesidad de
velar por difusión castellano, único idioma oficial, establecíanse
prevenciones que bastaran para disipar recelos, dejando a salvo
categóricamente cuanto se refiere al uso en las escuelas de idiomas
o dialectos regionales, idiomas u dialectos que contribuyen al
conjunto de las manifestaciones de la vida española, formando, como
declara la Academia, la grandeza de la patria».
Además
de las protestas de la Mancomunitat, también enviaron telegramas a
Romanones y a Maura diversos ayuntamientos catalanes (Capellades,
Manresa, Reus, Sabadell, Sarrià y Tarragona, Barcelona); es más:
algunos de ellos (el de Barcelona incluido) y otros más que no
habían expresado su enojo a Romanones por escrito acordaron
incrementar el uso del catalán en los asuntos municipales. La
respuesta de Romanones al telegrama
del Consistorio barcelonés fue tranquilizadora: «Manifiéstole
gustosamente por ahora Gobierno no proyecta dictar ni proponer Cortes
medida alguna relacionada interesante y delicado asunto a que se
refiere su telegrama. Ratifico manifestación hecha presidente
Mancomunidad oportunamente, así como especial simpatía yo
experimento por todo lo que es medio de expresión de la intimidad
del alma española e instrumento espiritual de su grandeza». Al
mismo tiempo, las entidades culturales y científica y las
corporaciones privadas alzaron su voz contra el mensaje de la RAE.
Durante la primera quincena de febrero mandaron telegramas de
protesta al presidente del Gobierno o al propio director de la
Academia Española el Comitè Executiu de la Diada de la Llengua, el
Orfeó Català, la Lliga Espiritual de Nostra Senyora de Montserrat,
el Cercle Artístic de Sant Lluc, la Acadèmia de Jurisprudència i
Legislació, la Associació Protectora de l’Ensenyança Catalana,
la Associació Catalana d’Estudiants, la Societat Econòmica
Barcelonesa d’Amics del País, el Institut Agrícola Català de
Sant Isidre, el CADCI,
el Ateneu Barcelonès, etc. El 15 de febrero, convocados por el
presidente de la Societat Econòmica d’Amics del País de
Barcelona, el regionalista Joan Ventosa i Calvell, los
presidentes de once corporaciones económicas y culturales catalanas
acordaban redactar un mensaje contra la comunicación de Maura, que
fue enviado a Romanones probablemente a principios de marzo. La
recién entidad pancatalana de defensa y promoción del idioma Nostra
Parla, integrada por catalanes, valencianos, baleares y roselloneses,
envió también un telegrama al presidente del Gobierno donde se
calificaba el mensaje de la
RAE de
«acto de hegemonía» contrario a «el espíritu liberal de los
pueblos modernos». Por su parte, el Institut d’Estudis Catalans,
que albergaba la «Academia de la Lengua Catalana» (Secció
Filològica) y que inicialmente se había mantenido en silencio
respecto de la comunicación de la RAE,
aprobaba el 21 de marzo un largo escrito de felicitación a los
presidentes de las corporaciones catalanas que habían firmado el
mensaje en defensa del catalán. Redactado probablemente por Eugeni
d’Ors, la comunicación
del IEC
era
en realidad una
réplica indirecta al mensaje de la Real Academia Española.
Merece la pena transcribir su muy escasamente divulgado texto
original, por el modo —bucólico, elegíaco y épico a partes
iguales, cabe decirlo— en que pone de relieve la situación de
conflicto que se da cuando, en la competencia entre dos lenguas en
situación de desigualdad, el deseo de recuperación y promoción de
la más débil topa con la resistencia a ceder espacio de la más
fuerte y con el recurso para ello a medidas de fuerza:18
Per
la llengua catalana.— Comunicació de l’Institut d’Estudis
Catalans.— L’Institut d’Estudis Catalans ha dirigit a
les corporacions i entitats que han significat la llur protesta
contra la comunicació del President de la Reial Acadèmia Espanyola,
la següent comunicació:
«Honorable senyor:
Una competència
vivíssima de cultures era entaulada darrerament dins l’àmbit
d’Espanya. Desvetllades de secular esmorteiment per una vocació
novella de poder i de glòria, renaixíen dues llengües germanes amb
anhel de reconquerir en el món els furs de la plenitut espiritual.
L’una d’elles [el castellà], que havíem coneguda en dissort,
reduida públicament a l’ús administratiu i al literari,
ambicionava de guanyar altre cop crèdit en el viure internacional,
autoritat en ciències i en pensament. A l’altra, a la nostra,
darrere més llarga desventura, li calía feina més aspra. Li calía
adquirir allò que la seva germana tenía ja, amb allò altre que
aquesta no tenía encara; avençar en els camps de la literatura i la
ciutadanía, alhora que penetrar en els dominis del saber i del
govern. = Havem anomenat aquesta renaixença simultània, una
competència, i era natural que una part de l’espandiment de cada
una d’aquestes llengües es fes a despesa de l’altra. Més aquí
trobaven precisament un estímul i clarament servía per créixer el
doble esforç. Entre els centres acadèmics i didàctics de Madrid i
els centres acadèmics i didàctics de Barcelona, la més bella, la
més noble de les emulacions començà. Les armes n’eren totes
intel·lectuals i pacífiques. Armes d’estudi i de publicació,
armes d’esperit. Amb el llibre rivalitza el llibre; amb la revista,
la revista; amb el treball d’història, el treball de laboratori;
amb l’investigació docta, la temptativa de difusió universal; amb
l’intervenció en afers polítics del món, l’intervenció en
afers científics, on ja començava a llevar-se la tradicional
vergonya que Espanya restés sense representació ni veu. Feia
bo de treballar així, de combatre amb aquesta dignitat i elegància.
Els rivals generosos es donaven sovint la mà, s’aconsolaven de la
fatiga, i l’un a l’altre animava amb el crit encoratjador de
l’amic. = Malauradament, un fet tristíssim es produía ahir mateix
i venia a torbar aquesta serenitat que era el nostre orgull. Una de
les parts creia de poder rompre el pacte tàcit, llei i regiment de
la contensió noble. I amb sorpresa veiem la Reial Acadèmia
Espanyola acudir als poders públics, en sol·licitud de mides de
força que aturessin i vinguessin a matar en flor la creixença i
espandiment de la llengua germana. Ja, doncs, les armes esdeveníen
altres i el terrèn descendía de nivell. Ja s’intentava atuir
l’esforç espiritual de Catalunya, desproveint-la del seu
indispensable instrument de pensament, de ciència, d’educació,
d’intervenció original en el món... Com indici de feblesa,
aquesta invocació al socors de la violència legal ens hauría
potser plagat, si nosaltres no poséssim per damunt tot l’interès
sagrat de l’esperit. Com violació d’ell, com ruptura dels
respectes deguts a un cert dret de gents en la competència de
cultures, nosaltres ens hauríem trobat en el cas de denunciar
aquella i de fer-ne apel·lació a una sobiranía i a una força que
poguessin competir amb la força i la sobiranía oficials: les de la
consciència del nostre poble ofès en allò que li és més íntim i
més car. = Ni això ha calgut. La consciència del nostre poble ha
reaccionat espontàniament, abans que la nostra apel·lació, abans
mateix que qualsevulla agressió es produís, només amb l'amenaça
d’elles. Mentre que a Madrid la prudència
aconsellava als poders públics de desoir la veu que demanava la
subjecció, a Barcelona, en tota Catalunya, l’entusiasme del poble
no ha volgut ni solament esperar una altra veu que el cridés a la
defensa de la llibertat. I l’Institut d’Estudis, dipositari,
custodi i propugnador de l’alta tradició de la nostra parla, ja no
ha d’invocar, sinó solament regraciar. Ha trobat la batalla feta,
guanyada la victòria. Ha trobat totes les bones voluntats reunides i
unànims al servei de la causa santa. = A vos, honorable senyor, i a
l’il·lustre entitat que tan dignament presidiu, ha escaigut un
lloc de valentía i d’honor dins l’alçament patriòtic provocat
per la malaventurada instigació de la Reial Acadèmia Espanyola.
L’Institut, reconeixent aquest mèrit vostre, es complau en
endreçar-vos, en nom de la llengua catalana, de son passat gloriós,
de son esperançat avenir, el testimoni d’un pregón agraiment. =
Barcelona i 21 de març de 1916.— Josep Puig i Cadafalch, Antoni
Rubió i Lluch, Guillem M.ª de Brocà, Jaume Massó Torrents,
Joaquim Miret i Sans, Miquel A. Fargas, Esteve Terradas, Josep M.ª
Bofill, Pere Corominas, Eugeni d’Ors, Antoni M.ª Alcover, Pompeu
Fabra, Frederic Clascar, Lluís Segalà, Josep Carner, Francesc
Martorell.» [IEC,
1916: 237-238.]
Después de casi
tres meses de polémica, se hacía evidente que la comunicación de
la RAE había caído en
saco roto: se había encontrado, por una parte, con la prudencia del
Gobierno y, por la otra, con el rechazo de las corporaciones públicas
y privadas catalanas. Sin embargo, el eco de la polémica suscitada
por la Academia Española estuvo presente en la campaña de las
elecciones generales del 9 de abril y en las peticiones de
oficialidad del catalán y de autonomía que vendrían después (§
1.6.2).
Pasada la dictadura
franquista, ya en periodo
democrático y de reparación de los
agravios ocasionados por el régimen a las «nacionalidades
históricas», tuvo lugar un nuevo episodio de intervencionismo
académico con motivo del debate
sobre la denominación de la lengua oficial de todo el Estado,
mantenido durante la elaboración y aprobación de la Constitución
española vigente y apuntalada en la ideología hispanoamericanista
(v. § 2.1). Así nos lo relata Álex Grijelmo en su Defensa
apasionada del idioma español:
Al
debatirse la Constitución Española en 1978 se planteó una
interesante discusión en este punto. El proyecto inicial hablaba del
«castellano» como lengua oficial de España. Durante el debate en
el Senado, el premio Nobel Camilo José Cela [y a la sazón académico
de número de la RAE],
que formaba parte del cupo de senadores designados por el Rey
(fórmula ya abolida), propuso que se añadiera «o español».
Recibió el apoyo de la izquierda en general, pero el senador Josep
Benet, miembro de la coalición Entesa dels Catalans, defendió que
ese añadido no resuelve ningún problema político sino que resulta
innecesario y además conflictivo, puesto que «irritará incluso a
los castellanos, que verán cómo se les despoja del nombre de la
lengua que crearon». Además, «la lengua gustaría a los
separatistas, que oponen lo español a lo catalán o vasco». El
senador Fidel Carazo (que había sido procurador en Cortes durante la
dictadura franquista) defendió que al idioma oficial se lo llamara
sólo «español», y envolvió sus argumentos en un discurso de
corte tan caduco que el nacionalista vasco Manuel de Irujo le gritó
desde los bancos: «¡Esto parecen unas cortes del siglo XVII!».
Finalmente, el texto constitucional se quedó sólo con la palabra
«castellano». [...] = En
Latinoamérica conviven los términos «español» y «castellano».
Sin embargo, el lingüista venezolano Andrés Bello titula
su principal obra Gramática
de la lengua castellana. Y
explica
en las nociones preliminares: «Se llama lengua castellana
(y
con menos propiedad española)
la
que se habla en Castilla
y que con las armas y las leyes de los castellanos pasó a América,
y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos». = Por
su parte, la Academia hace imprimir el título Diccionario
de la Lengua Española.
Y ella misma se llama Real Academia Española. Pero precisamente en
ese diccionario una y otra voz son sinónimas. Y equivalentes las
consideró también esta institución durante el debate
constitucional, en el que envió oportunamente a las Cortes un
documento oficial donde pedía que se introdujera la siguiente
enmienda:[19]
«Entre todas las lenguas de España, el castellano recibe la
denominación de español
o lengua
española, como
idioma común a toda la nación». = Basaba
tal solicitud en que, en efecto, todas las lenguas que se
emplean en España son españolas; pero «puesto que se reconoce que
la lengua castellana será oficial en todo el territorio
de la nación y servirá de instrumento de comunicación para
todos los ciudadanos españoles, parece natural que sea denominada
lengua española por antonomasia». Además, «este
idioma constituye un patrimonio que España comparte con
numerosas naciones americanas. Una decisión tan importante
como es la de reconocer constitucionalmente su nombre
oficial no parece que deba ser adoptada por nuestro país,
desconociendo
el hecho de que en tales naciones, tras los lógicos
recelos que surgieron a raíz de su independencia y que las
llevaron a favorecer el término lengua
castellana, existe
hoy una preferencia generalizada por el de español
y
lengua española.
Resultaría
sorprendente para millones de hispanohablantes
que, en el propio solar de la lengua, se frenara legalmente el
proceso de difusión de ese término».
Valga decir que, si
nos atenemos a los datos disponibles, como puede ser la denominación
del idioma en las constituciones políticas vigentes de los países
donde tiene carácter de oficialidad o cooficialidad, esta afirmación
académica citada por Grijelmo puede tildarse de interesada
manipulación de los datos. El idioma aparece con la mención de
castellano en las constituciones de Bolivia, Colombia,
Ecuador, El Salvador, España, Paraguay, Perú y Venezuela (8
países); y con la mención de español en las constituciones
de Costa Rica, Cuba, Guatemala, Guinea Ecuatorial, Honduras,
Nicaragua, Panamá (7 países). Y ello a pesar de que las
fluctuaciones que estas oficializaciones denominativas han sufrido a
lo largo de la historia han favorecido al término español, como
reconoce Grijelmo (1998: 280). No hay mención a lengua oficial
alguna en las constituciones de Argentina, Chile, México, Puerto
Rico, República Dominicana y Uruguay, aunque en el Cono Sur es
general el empleo del término castellano.
Pero el uso
preferente es lo que menos importa cuando una institución
estandarizadora se guía sobre todo por criterios ideológicos. En el
nacionalismo lingüístico expansionista que profesa y defiende la
Real Academia Española, tan fundamental resulta la elaboración y
difusión de un estándar común como la redenominación unívoca
de sus variantes, es decir, la adopción de un solo nombre que
identifique todas las modalidades de la lengua estandarizada y, con
ello, a todos sus hablantes como parte de una misma y una sola
comunidad cultural. El afán de evitar una denominación
diversificada de la lengua, la identificación de la lengua de
Castilla con la nación española y con la lengua de todos los
españoles, la del término español con la lengua de todos
los hispanohablantes, y la apuesta por su prevalencia son elementos
constantes en la historia académica. Justamente, la oficialización
normativa del término castellano para aludir a la lengua
nacional española se da en la edición de 1884 del Diccionario de
la RAE
(DRAE) cuando, por
primera vez, se define así:
Castellano, na.
[...] m. Idioma castellano, ó sea, lengua nacional de España.
reflejando el
avance del proceso centralista y uniformista que tuvo lugar durante
las primeras décadas de la Restauración. Y la sanción de la RAE
del vocablo español para referirse no ya a la lengua
castellana asumida como lengua de la nación española sino a la de
todo el orbe de habla española y cultura tradicional hispánica se
da, de hecho, en la edición de 1925, en plena dictadura de Primo de
Rivera, cuando empieza a perfilarse el concepto de hispanidad (v.
§ 2.1):
Español, la.
[...] 4. m Lengua española, originada principalmente en Castilla, y
hablada también en casi todas las repúblicas americanas, en
Filipinas y en muchas comunidades judías de Oriente y del norte de
África.
Una definición que
se torna casi enciclopédica en el DRAE1984,
donde llega a explicarse su uso fuera de España por razones de
extensión colonial y emigración.
En
el suplemento del DRAE1970,
castellano
es
ya algo más que la lengua nacional de España: es el idioma que,
nacido en la Castilla vieja, se deslocalizó, se hizo «universal»
(v. el mito de la universalidad de las lenguas en § 1.4)20
al hacerse español:
castellano.
[...] 6. [Enmienda.] m. Español, lengua española. || 6. bis.
Dialecto románico nacido en Castilla la Vieja, del que tuvo su
origen la lengua española. || 6. ter. Variedad de la lengua española
hablada modernamente en Castilla la Vieja.
Esto es: el español
fue y es castellano, sin que se reconozca en su conformación y
evolución ninguna otra influencia.
También
en la entrada castellano,
la edición actual del DRAE
(2001) se hace eco de los cambios en el panorama político-lingüístico
español —que incorpora la oficialidad y protección de las lenguas
vasca, gallega y catalano-valenciana—, asumiendo el neologismo
jurídico
lengua propia
establecido por los nacionalismos periféricos para legitimar sus
políticas de recuperación lingüística. Este tecnicismo
quedó
acuñado en el artículo primero del título preliminar de la
Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos21
(firmada en 1996 en Barcelona, en el marco de la Conferencia Mundial
de Derechos Lingüísticos) del siguiente modo:
Esta Declaración
entiende como comunidad lingüística toda sociedad humana que,
asentada históricamente en un espacio territorial determinado,
reconocido o no, se autoidentifica como pueblo y ha desarrollado una
lengua común como medio de comunicación natural y de cohesión
cultural entre sus miembros. La denominación lengua propia de
un territorio hace referencia al idioma de la comunidad
históricamente establecida en este espacio.
Según esta
definición, sólo es lengua propia de un territorio aquella
originada y desarrollada como medio de comunicación natural (no
impuesto) por la comunidad nacional (reconocida o no oficialmente
como tal) históricamente establecida en él, lo que excluye tanto a
las lenguas venidas de fuera como a las introducidas mediante
políticas de imposición o a las desarraigadas, y dificulta su
adjudicación a las lenguas expansivas como el español, al menos más
allá del confín que lo vio nacer y dar sus primeros pasos.
Por ello, cuando el
DRAE2001 emplea el
concepto de lengua propia en su definición de castellano,
lo hace, de hecho, en una actitud de desafío a los avances políticos
de los nacionalismos periféricos, con la intención de marcar y
defender el territorio de conquista:
castellano, na.
[...] 4. m. Lengua española, especialmente cuando se quiere
introducir una distinción respecto a otras lenguas habladas también
como propias en España.
Es decir, el
castellano es la lengua española por antonomasia, y es tan propia de
toda España como el resto de lenguas manifiestan serlo de sus
propios terruños. En pleno neopanhispanismo, la entrada español
vuelca esta misma idea hacia el exterior, defendiendo ahora los
territorios ganados allende las fronteras españolas:
español, la.
[...] 3. m. Lengua común de España y de muchas naciones de América,
hablada también como propia en otras partes del mundo.
Aquí, la lengua
española sigue siendo el vínculo esencial de la comunidad que la
habla, pero ahora es además «propia» de los lugares donde se
habla.
La reticencia
académica a oficializar en la Constitución española el nombre del
idioma del Estado como castellano trasluce el temor a una
regresión local de lo que se considera símbolo del imperio cultural
y espiritual. Como veremos (§ 3.2), entre algunos de los
bloques lingüísticos nacidos de antiguos imperios coloniales (el
francés, el portugués y el español, especialmente), la amenaza y a
la vez el pretexto defensivo que supone el fenómeno dual de la
glocalización cultural —que en su cara da alas al establecimiento
de una única lengua franca mundial (por de pronto, el inglés), y en
su dorso, a la afirmación de las lenguas originarias y la valoración
de la etnicidad y la diversidad— ha reavivado la vieja competencia
lingüística y cultural europea (v. § 1.4). Ante la pérdida de
mercados, de fuerza política y de peso cultural que supone el avance
del inglés y el menoscabo de la hegemonía de las lenguas estatales
«comunes», se hace necesario desarrollar estrategias defensivas y,
si cabe, ofensivas, que permitan mantener las posiciones nacionales e
internacionales ya ganadas. Para este propósito, la lengua, que como
en otros tiempos define la nación y marca el imperio, resulta un
instrumento útil. De hecho, el continuo empeño académico en
persuadir a los hablantes sobre la necesidad de generalizar el uso
del término español para denominar el idioma responde
también a esta causa: que en muchas otras lenguas el nombre del
idioma sea una traducción de español y no de castellano
hace que el uso de este último término en lugar del primero
dificulte su identificación con las denominaciones extranjeras
(spanish, spanisch, espagnolo, espagnol...) y comprometa la
visibilidad internacional de la comunidad de hispanohablantes.
Y la visibilidad como grupo lingüístico vasto y compacto es
condición sine qua non para cualquier reclamo en la consideración
del español como lengua de pleno derecho en organismos de decisión
regional o internacional, uno de los principales objetivos de la
actual política exterior española, según veremos (§ 3.3 y 3.4).
La
importancia político-estratégica en la esfera internacional del
nombre unívoco del idioma como denominación que engloba a una
comunidad poscolonial de hispanohablantes queda de nuevo puesta de
relieve por Álex Grijelmo en la
apología del español que ya hemos citado:
[...]
¿no convendría escoger entre ambos
términos [español
y castellano]
uno principal que defina por sí mismo a toda la
cultura que compartimos 400 millones de personas? De nuevo con
perspectiva informática, convendremos en que perderá
información quien busque en una red «lengua española» porque no
hallará todos aquellos textos introducidos
bajo el epígrafe «lengua castellana». Podrá plantear dos veces la
misma búsqueda, pero los sucesivos cruces que desee
hacer con otras palabras o conceptos le difıcultarán el trabajo.
Por otro lado, esa hipotética decisión arbitral de la Academia
puede acabar con algunos conflictos y malentendidos
qııe genera esta diferencia de términos. = [...]
No se trataría, por consiguiente, de
prohibir o no recomendar el uso general de
«castellano», que continuará en las bocas
de los hispanohablantes por mucha decisión oficial que
se adopte o se deje de adoptar. Sino de asumir un nombre
que defina ya para siempre a nuestra lengua, tal vez la única
en el mundo con dos denominaciones en su propio idioma.
[Grijelmo, 1998:
281; la negrita es nuestra.]
Continuando con los
episodios de intervencionismo académico en el ordenamiento
lingüístico de España, el primer intento académico en el
actual periodo democrático —según tenemos noticia— de
condicionar las políticas lingüísticas de las ya constituidas
comunidades autónomas lo protagonizó el entonces director de
la Real Academia Española, Fernando Lázaro Carreter, en una
carta enviada el 3 de noviembre de 1994 al presidente del Gobierno
español, Felipe González, donde solicitaba el pleno trato de
lengua común para el castellano y en la que —nobleza obliga—
Lázaro incluyó el tirón de orejas de rigor a los medios de
comunicación por su «mal uso» del idioma (El Mundo, Editorial,
11/11/1994: en línea). Apenas tres semanas antes (26/10/1994),
los premios Cervantes que habían asistido al Congreso «La Hora del
Español» celebrado en Valladolid —y al que no había asistido,
como hoy sería impensable, ningún representante del Ministerio de
Cultura, del Instituto Cervantes ni de la Casa Real— habían
suscrito un manifiesto (el Documento de Valladolid) en el que
exigían a los gobiernos que atendieran mejor la enseñanza del
español, tras realizar una planificación lingüística en todos los
países de habla hispana, y trabajaran para que el castellano fuera
considerado lengua oficial en los foros internacionales. En el
congreso se expusieron las ideas que son ya lugares comunes del
discurso de la Hispanofonía (v. § 3.4): se definió el castellano
como el principal tesoro cultural de 400 millones de hablantes; se
describió su misión de cohesión entre pueblos muy diversos, y se
abogó por el respeto al bilingüismo (término que no quedó
técnicamente caracterizado, como es habitual). Aunque sin firma
directa en el documento, la mano de la Academia Española tras él
era evidente, según puso de relieve esta nota de El País
(Luis Prados, 27/10/1994: en línea; la negrita es nuestra):
[...] el principal
responsable de su redacción, el catedrático César Hernández,
[...] haciéndose eco de la opinión de varios académicos y ponentes
de las jornadas, declaró que «la planificación lingüística es
una tarea especialmente urgente en España» y que la enseñanza del
castellano «está muy mal» en nuestro país. [...] El primero en
hablar sin tapujos sobre las amenazas que se ciernen sobre el
castellano en España fue el académico Gregorio Salvador, que
definió como «de martirio» la situación que viven los castellano
hablantes en algunas comunidades bilingües y afirmó que el estado
de la enseñanza del español «daba ganas de llorar». Salvador
recogía la opinión mayoritaria entre los académicos y los
filólogos presentes en Valladolid de que el español no es una
lengua nacional, sino la lengua común de los españoles y que,
por tanto, corresponde al Gobierno central garantizar su conocimiento
y su uso en todo el territorio.
La carta al
Gobierno del director de la RAE
seguía la misma tónica. Arcadi Espada (01/12/1994) sugería que la
antesala del documento había sido una visita que la junta de
gobierno de la academia había realizado al presidente Felipe
González el 18 de octubre, a quien expresaron su inquietud por el
«conflicto lingüístico» en las comunidades bilingües. De la
respuesta de González, prometiendo interesarse por el asunto, surgió
el documento, elaborado por la junta, discutido en tres sesiones
plenarias y aprobado el 3 de noviembre, en una reunión donde no
asistieron 19 de los 41 académicos. «Entre las ausencias, las de
gente con mucho peso: García Gómez, Cela, Delibes, Torrente
Ballester, Caro Baroja, Areilza, el duque de Alba y los tres
académicos catalanes», Pere Gimferrer, Francisco Rico y Martí de
Riquer, que por razones puramente logísticas (una huelga de
transporte aéreo) no habían asistido a la reunión. Siguiendo las
fuentes periodísticas que la reprodujeron parcialmente, ofrecemos al
lector los fragmentos de la carta más relevantes para el asunto que
nos ocupa:
«Fomentar el
bilingüismo real sin diglosia, de tal manera que el tiempo atenúe,
hasta extinguirlas, las tensiones hoy desgraciadamente perceptibles;
adoptar las medidas que favorezcan una actitud no recelosa de todos
los ciudadanos ante las distintas lenguas de España; establecer las
condiciones de horarios y planes de estudios imprescindibles para que
el aprendizaje de la lengua española dote a todos los ciudadanos de
destreza suficiente en su libre empleo hablado y escrito; determinar
las situaciones en que debe emplearse la lengua común; estipular la
doble rotulación, en la lengua territorial y en castellano» y
«disponer que las emisoras de radio y de televisión dependientes
del Estado emitan preferentemente en la lengua común, coordinándose
de tal modo que quienes no conocen otro idioma puedan sintonizarlas a
cualquier hora del día o de la noche. [El Mundo, 10/11/1994:
en línea.]
Las reacciones
no se hicieron esperar y colearon durante meses en la prensa del
momento.
Por
parte del Gobierno central
(El Mundo, Editorial, 11/11/1994: en línea), la
ministra de Cultura, Carmen Alborch, animó a la academia a valorar
la importancia del castellano, «pero también la del
plurilingüismo», y añadió que «el castellano no tiene por qué
sentirse amenazado» (El Mundo, Editorial, 11/11/1994:
en línea).
En todas las
comunidades afectadas por la carta de Fernando Lázaro hubo airadas
réplicas procedentes de entidades civiles y del los sectores
político y cultural. En Galicia, según El Mundo
(10/11/1994: en línea), el escritor Suso de Toro tachó las palabras
del director de la RAE
de «falacia histórica, que consiste en afirmar que España es una
nación monolítica, cuando en realidad hay muchos países con
lenguas propias» y que su actitud respondía a la defensa «de unos
intereses creados, que son los de los académicos que tienen el poder
sobre la lengua, y además es una postura colonialista». El filólogo
Henri Monteagudo, coautor de la Gramática galega, afirmó que
Lázaro Carreter se estaba entrometiendo donde no debía y opinó que
era «totalmente desproporcionado» pedir la doble rotulación de los
topónimos, «porque lo normal es que se escriban en su propio
idioma», señaló lo injustificado de preocuparse por la salud del
castellano en lugares como Galicia, donde «su enseñanza está
garantizada» y lamentó que desde la Real Academia Española no se
reclamaran también «medidas para evitar el recelo que existe hacia
las lenguas periféricas». El presidente del Consello da Cultura
Galega, Filgueira Valverde, consideró que en Galicia se daba «un
buen ejemplo en el trato del problema de las lenguas en contacto», y
advirtió que «las posturas exclusivistas son erróneas e
ineficaces», mientras que Marino Dónega, secretario de la Real
Academia Galega, atribuyó las opiniones de Lázaro Carreter a una
«falta de información, prejuicios o desconocimiento de la realidad.
En Galicia no hay problemas de convivencia idiomática. Existe un
bilingüismo real». Dónega defendió la escritura de los topónimos
«en la lengua propia, en este caso el gallego, porque es lo natural
y porque evita disparates en las traducciones» y consideró de
sentido común escolarizar «a los niños en el idioma que hablan
cuando llegan a la escuela, sea gallego o castellano».
En el País
Vasco la Euskaltzaindia guardó un prudente silencio —al menos,
que nos conste, en un primer momento. José M. Ceberio, director para
la Normalización Social del Euskera, sí declaró en cambio que la
situación denunciada por la carta de la RAE
no tenía «nada que ver ni con la realidad ni con la política
lingüística que se desarrolla en el País Vasco». Pero fueron los
escritores en euskera los que expresaron las opiniones más
disconformes. Anjel Lertxundi dijo: «La filosofía del escrito me
parece correcta, pero los motivos que están detrás, muy tristes
porque preconizan la potestad de la lengua mayoritaria. El castellano
no está amenazado, mientras que sí lo están el gallego, el catalán
y el euskera. Este último tiene todos los boletos para sufrir una
mayor discriminación ya que, por lo distinto que es, no contribuye a
crear esa fluidez existente entre el catalán y el castellano». Por
su parte, Xabier Gereño manifestó: «En el País Vasco la situación
del castellano no es tan inquietante, ni tan grave como se pinta. La
lengua que está en franca inferioridad es el euskera. En Euskal
Herria, para conseguir un bilingüismo real hay que apoyar al euskera
y no al castellano». Sobre el asunto de la rotulación se pronunció
otro escritor vasco, Pako Aristi: «Carreter dice: “Para que ningún
español pueda sentirse desorientado y peregrino en su patria”. Y
me parece positivo que se dé cuenta de ese hecho porque los vascos
nos hemos sentido así toda la vida, desde que nos llevaron sin saber
castellano a la escuela con cuatro años, y aún nos seguimos
sintiendo de esa manera. Todo es cuestión de poder. La configuración
del Estado español está basada en el sometimiento y no en la
comprensión».
De
Cataluña,
dice
El
Mundo,
procedieron las reacciones más tibias, «no queriendo pronunciarse
sobre la misma ni el director de la Institució de les Lletres
Catalanes, Oriol Pi de Cabanyes, ni Joan Guitart, responsable de
Cultura de la Generalitat». Tal vez así sería en un principio.
Pero, una tras otra, fueron llegando respuestas contundentes del
sector político, cultural e institucional. El día 21 un comunicado
del Institut d’Estudis Catalans afirmaba que la carta «atenta
contra la convivencia en nuestra sociedad» (Arcadi Espada,
01/12/1994). La escritora y filóloga Carme Riera replicó que «El
bilingüismo no se puede fomentar. Es algo que se da de una forma
espontánea». En su opinión, nada de lo que se dijera tendría
sentido hasta que todos los españoles se dieran cuenta de la riqueza
cultural que representa «tener cuatro lenguas, cuatro literaturas,
cuatro culturas, cuatro formas de ver las cosas». Àlex Broch,
director literario de Edicions 62, devolvió la pelota al tejado
académico diciendo que «se debe fomentar el bilingüismo, pero no
sólo en las comunidades con dos lenguas, sino en toda España, para
aprovechar la multiculturalidad del país». El escritor y diputado
de Iniciativa per Catalunya, Ignasi Riera, opinó que el
pronunciamiento de la Real Academia Española sobre la convivencia
del castellano con otras lenguas del Estado demostraba que la
institución «es un cadáver viviente que debería ser clausurado».
El
País
(26/11/1994) recogió también la protesta formal y la movilización
que acarrearía mayores consecuencias para Lázaro y la propia
Academia. La entidad civil Òmnium Cultural, con un tradicional gran
poder de convocatoria, hizo público un manifiesto firmado por 32
entidades y 46 personas a título individual, titulado «Per la
llengua catalana», en el que acusaba a la Real Academia Española de
«sumarse al ambiente netamente hostil a Cataluña»22
y de falsear su realidad lingüística, y proclamó que invitaría a
los tres
miembros catalanes de la RAE
a
firmar el manifiesto de Òmnium.23
En él se remachaban las opiniones ya expresadas desde las diversas
comunidades afectadas:
1. Recordaba «la
situación de privilegio de la lengua española» en relación con
las otras lenguas del Estado y atribuía la idea de que «los
catalanoparlantes estamos obligados a ser bilingües en nuestra
propia tierra» a la ignorancia del marco legal de competencias
lingüísticas. Una consecuencia de esta ignorancia sería la
imposición del bilingüismo en la toponimia. «Por tradición
inmemorial, y ahora por ley, tiene que ser sólo en catalán.»
2. Consideraba que
la «actitud radical [de la RAE]
fomenta el recelo entre los distintos pueblos del Estado, no combate
la desinformación secular sobre la realidad pluricultural y no
propone ninguna medida para su conocimiento y respeto, sobre bases de
igualdad. La posición de la RAE
es especialmente condenable ya que pese a disponer de los medios
idóneos, gracias a los presupuestos públicos, para tener una
información correcta de la realidad catalana, la falsea» (la
negrita es nuestra).
3. Instaba a las
instituciones catalanas a que pusieran en marcha la ampliación de la
Ley de Normalización Lingüística y hacía un llamamiento a los
ciudadanos de habla catalana para que se adhirieran a este documento.
4. Anunciaba una
serie de actos en los que distintos colectivos, como los colegios
profesionales o los rectores de todas las universidades catalanas,
tendrían ocasión de firmar el manifiesto. Lograron, en efecto
muchos otros apoyos, entre ellos de tres rectores de universidades
catalanas (Universidad de Barcelona, Autónoma de Barcelona y Pompeu
Fabra) y de los sindicatos mayoritarios.
Pasados los meses,
el asunto continuaba. Felipe González recibió sendos manifiestos de
504 profesores de las universidades públicas catalanas y de 200
docentes de institutos de enseñanza media de Cataluña. Los
firmantes se hacían eco de las críticas ya expresadas y añadían
que España no tenía su origen en la unidad lingüística, por lo
que propugnaban el término ciudadanía española en lugar de
nacionalidad española, y que el sistema educativo español
era el responsable del «anticatalanismo» de la sociedad española.
En cuanto a la
iniciativa de Òmnium de implicar a los académicos catalanes, tuvo
un éxito mayor del esperado. El 29 de noviembre de 1994, El Mundo
anunciaba que ya no sólo De Riquer, Gimferrer y Rico, sino
también Cela y Torrente Ballester afirmaban en un comunicado
su distanciamiento de la postura de su director:
Cela, Torrente
Ballester, Martí de Riquer, Gimferrer y Rico afirman en el primer
punto de su comunicado que «no suscribieron ni suscribirían el
documento que la RAE dirigió al presidente del Gobierno», y hacen
constar que «todas las lenguas que se hablan y escriben en España
merecen respeto, tanto en su difusión como en su enseñanza». = Los
firmantes de este texto inician en el segundo punto del mismo que
«por razones históricas y legales las diferentes comunidades que
integran España se comunican entre sí en lengua castellana o
española, que no puede ser ignorada por ningún español». = Los
académicos añaden que no observan «síntomas que permitan
sospechar que socialmente esta situación pueda cambiar». = Para los
cinco académicos, según el tercer punto de su comunicado, «la
cordialidad, la convivencia y la mutua comprensión entre todos los
españoles han de imponerse a cualquier actitud política, que desde
un lado o de otro intente dañarlas». = Finalmente, Cela, Torrente,
de Riquer, Gimferrer y Rico señalan en su texto que «el cultivo, el
impulso, la propagación y la enseñanza a todos los niveles de las
diversas lenguas que se hablan en España en modo alguno pueden ni
deben interpretarse como un menoscabo para la lengua castellana o
española». = Por otra parte, Martí de Riquer y Pere Gimferrer se
sumaron ayer al manifiesto «Per la llengua catalana» promovido por
la asociación catalanista Òmnium Cultural [...]. El también
académico catalán miembro de la RAE,
Francisco Rico, ha rechazado unirse a la protesta en una carta
dirigida a Josep Millàs, presidente de Òmnium Cultural.
Como
anunciaba Arcadi Espada en El
País (01/12/1994),
la disidencia pública sobre asuntos de política lingüística en el
seno de la RAE
—institución
igualmente político-lingüística, señalémoslo a los que aún
creen que es una entidad filológica—24
obligó
a Lázaro Carreter a presentarse a la reelección, en contra de su
deseo:
Las fuentes
académicas consultadas por este diario dan como «muy probable» que
el presidente de la RAE
siga en su cargo. Los propios académicos catalanes le apoyan,
convencido, alguno de ellos, de que Lázaro es un «mal menor» y de
que la propia redacción de la carta fue también un intento del
director de atraerse para sí a algunos de los integrantes del núcleo
duro —más españolista— de la Academia, del que forman parte
Manuel Alvar, Rodríguez Adrados, Julián Marías y Gregorio
Salvador. Este último, que considera que los cinco académicos
disidentes «han discrepado a destiempo, después de una presión
política, cuando debieron hacerlo en presencia» y que niega con
energía ser el asesor lingüístico de José María Aznar —«no he
hablado nunca con él»—, desmiente finalmente esa presunta
estrategia de Lázaro, y que exista tal núcleo duro: «Lo que hay en
la Academia es gente preocupada por la libertad». En cuanto a
Lázaro, su respuesta es clara: «¿Cómo iba a ser una estrategia si
me quería ir, por mi salud quebradiza? Es ahora cuando ya no me
puedo ir, si es que mis compañeros deciden que me quede. Es ahora
cuando no». [Arcadi Espada, 01/12/1994.]
Siete
años más tarde, el ambiente en la Academia Española habría
cambiado poco. En todo caso, el equilibrio político interno se
habría ido decantando claramente en favor del núcleo duro del
nacionalismo español que Espada señalaba en 1994. En una entrevista
concedida al alimón por Gregorio Salvador y Manuel Seco a El
Cultural de El Mundo —tribuna habitual de esta fracción
académica—, esta era la opinión que ambos manifestaban sobre las
políticas lingüísticas gallega, vasca y catalana (básicamente) y
sobre el papel de defensa del castellano que debía ejercer la
academia:
—Hace unos
meses, uno de ustedes, Gregorio Salvador, escribía en El
Cultural que «el único lugar del mundo donde a los
hispanohablantes se les puede negar la posibilidad de educarse en su
lengua, es la propia España». ¿No es en este terreno la Academia
demasiado complaciente?
—M. S.: Gregorio
Salvador tiene razón. Y la Academia no es demasiado complaciente
ante los abusos de la política lingüística de los gobiernos
autonómicos nacionalistas. Si tiene alguna autoridad, esta es
exclusivamente moral, y por eso su voz, cuando no habla al gusto de
algunos, sólo cosecha sus improperios. La excesiva complacencia no
es de ella, sino de los sucesivos gobiernos de España que han
consentido sin pestañear actuaciones autonómicas en materia
lingüística abiertamente opuestas a la Constitución.
—G. S.: La
política educativa no es función de la Academia, pero aún así,
algunas veces se ha manifestado sobre situaciones o comportamientos
que consideraba lesivos para los derechos de los hablantes de nuestra
lengua. Yo me ratifico en lo que dije, insisto en que es una
monstruosidad que debería tener avergonzados a los responsables de
ella, que andan luego con tiquismiquis y remilgos para mantenerse en
lo que entienden como políticamente correcto. [El Cultural,
17/10/2001: en línea.]
Esta
tónica se fue acentuando hasta que, en el verano del 2008,
una
buena parte de los académicos se adhirieron inmediatamente al
«Manifiesto
por la lengua común»25
promovido
por Fernando Savater y un grupo de intelectuales rezumantes de
españolismo, algunos de ellos miembros de la RAE.
El
«Manifiesto por la lengua común»
ha
sido
una
de las más duras, reaccionarias e involucionistas ofensivas del
nacionalismo español (de centro-izquierda, centro-derecha, derecha y
ultraderecha), en periodo democrático, contra las demás lenguas de
España, y las reacciones de adhesión y rechazo que suscitó dan la
medida exacta del grado de radicalización y encono que el tema
nacional y lingüístico ha alcanzado en la sociedad española. Su
objetivo era reunir a las fuerzas sociales, intelectuales y políticas
capaces de presionar para hacer retroceder las lenguas no castellanas
(particularmente las que gozan de reconocimiento oficial) de nuevo al
lugar que «les corresponde»: lo familiar. Un manifiesto así habría
resultado intolerable para la sociedad española políticamente
correcta si en lugar de tratarse de la ofensiva de la intelligentsia
—no
se entienda la palabra en el sentido etimológico—
de
una comunidad lingüística aún hegemónica contra otras comunidades
históricamente marginadas, hubiese consistido en un manifiesto de
destacados varones españoles contra los avances logrados en el país
por el feminismo, donde se hubiese exigido que las mujeres españolas
regresaran al lugar que les es propio: la cocina.26
No obstante, obtuvo el apoyo firme no sólo de los primeros espadas
del españolismo en la RAE
aún
vivos (Gregorio Salvador, Francisco Rodríguez Adrados y Manuel Seco)
sino de toda una legión de académicos españoles que se sumaron a
la movilización, algunos desde sus inicios:
De los 42
académicos de número y dos electos que integran la Real Academia
Española —en total 44—, 23 de ellos comparten ya parte o todo el
contenido del Manifiesto por la Lengua Común, que según ha podido
saber ABC se debatirá
en la Docta Casa. Se esperan más adhesiones a las de Mario Vargas
Llosa, Carlos Castilla del Pino, Carmen Iglesias, Álvaro Pombo,
Miguel Delibes, Antonio Mingote, Arturo Pérez-Reverte, Ana María
Matute, Antonio Fernández Alba, Francisco Rodríguez Adrados, José
María Merino, Eduardo García de Enterría, Gregorio Salvador,
Francisco Brines, José Luis Pinillos, Carlos Bousoño, Margarita
Salas, José Manuel Sánchez Ron, Manuel Seco, Valentín García
Yebra, Luis Mateo Díez, Luis Ángel Rojo y Luis Goytisolo, que está
de acuerdo «en el fondo del contenido». [ABC,
03/07/2008: 20.]
Llegaría
también la de Luis María Ansón, la de los directores de la reales
academias de Bellas Artes e Historia, y la de tres antiguos
directores del Instituto Cervantes, Jon Juaristi, el Marqués de
Tamarón y Fernando R. Lafuente.27
Alentados por ABC,
que como otros medios de sesgo españolista había tomado partido en
la campaña iniciada por Savater, diversos directores de academias
hispanoamericanas, aun reconociendo que era un asunto interno de
España, dieron asimismo una opinión favorable al contenido del
manifiesto (ABC,
11/07/2008: 22-23).
De entre los
académicos que no llegaron a firmarlo, uno de los catalanes
expuso abiertamente su postura:
Pere Gimferrer,
miembro de la Real Academia Española —y autor de veinte libros en
catalán, quince en castellano francés [sic]— dice que «jamás
[firmaré] el manifiesto por la lengua común» que promueven
personas afines al partido de Rosa Díez y diversos intelectuales. En
su despacho de la editorial Seix Barral, expone sus razones.
—¿Cuál fue
su primera reacción al ver el manifiesto?
—Leí la lista de
los primeros firmantes, y vi que no había un solo lingüista entre
ellos. En el momento actual, en el que afirman tener ya 100.000
firmantes, hay sólo dos. Y, en este asunto, su opinión es la más
valiosa. Evoqué también varios momentos. El más antiguo se produjo
en 1981, en las páginas de La Vanguardia, donde Jaime Gil de
Biedma publicó un artículo sobre el manifiesto de los 2300, cuya
relectura sigue siendo recomendable. Él dijo ahí que el interés
general era «la pacífica convivencia de todos los catalanes» en
«un país donde nadie es más que nadie y ninguna de las dos lenguas
es más que la otra».
—¿En qué más
pensó?
— En
un libro muy reciente del lingüista madrileño Juan Carlos Moreno
Cabrera, El
nacionalismo lingüístico, una ideología destructiva (Península),
que se refiere a ese nacionalismo lingüístico que identifica la
unidad de España con la lengua castellana,[28]
idea latente en el manifiesto pero contraria a los hechos, no tienen
nada que ver, hemos tenido incluso reyes que hablaban otros idiomas.
O en Mater
dolorosa de
José Álvarez Junco, libro sobre la idea de España aplaudido y
premiado pero no sé hasta qué punto comprendido. Y recordé una
frase de Américo Castro: «La historia de España es la historia de
una inseguridad». No sé si todos los firmantes conocen estos
textos.
— ¿Qué
tradición intelectual española estaría en la línea opuesta a la
de los firmantes?
El discurso de
Marcelino Menéndez Pelayo en los Juegos Florales de la Exposición
Universal de 1888 en Barcelona fue, ante la reina regente, en
catalán, una lengua, afirmó, «no forastera ni exótica, sino
española y limpia de toda mancha de bastardía».
[...]
—¿Cree que el
castellano está discriminado?
—No me
corresponde entrar en ello pero ahí están las cifras con la
proporción de ejemplares difundidos de prensa y de libros en los dos
idiomas, por no hablar del mundo audiovisual.
—¿Qué
cambios ve en el uso del catalán en la vida cotidiana?
—Todo depende de
la perspectiva. Cuando Ramon Xirau volvió desde su exilio [tras la
dictadura franquista] a la Barcelona de la transición, exclamó:
«¡Cuánta gente hablando castellano!». Pero otros valoran que hoy
todo el mundo entiende el catalán.
—El manifiesto
lo firma gente de prestigio: académicos, Vargas Llosa, Pombo,
Azúa...
—Mi discrepancia
no afecta a las relaciones de amistad. Sería muy interesante
publicar una lista de quienes no han firmado. Me refiero a nombres de
significación semejante que no han querido firmar, sin contar a los
que al principio firmaron pero ahora han pedido que se retire su
nombre. Hay más de veinte académicos que no lo hemos firmado, por
ejemplo. Y la junta de gobierno de la RAE
ha reafirmado por unanimidad la postura del director de no implicarse
institucionalmente en esto.
—El manifiesto
sitúa al castellano en una jerarquía superior al catalán. ¿Qué
le parece?
—Lo que piden es
el derecho a no saber una lengua distinta del castellano. No sé si
la ignorancia es sujeto de derecho. No hay lenguas superiores a
otras, el francés no es superior a ninguna otra lengua porque haya
dado a Proust, el alemán no es inferior porque el nazismo se haya
expresado a través suyo. Cada lengua tiene lo que tiene.
[...]
[Xavi Ayén,
15/07/2008: en línea.]
Decía Gimferrer
que la postura institucional de la RAE
había optado por la neutralidad. Era cierto. Tal vez Víctor
García de la Concha —que se negó, por principio, a firmar el
manifiesto— aprendió la lección que Fernando Lázaro Carreter, su
predecesor, había recibido en 1994. El caso es que el 2 de julio la
Real Academia Española emitió un comunicado en el que, amparándose
en sus atribuciones estatutarias, se desmarcaba del texto de Savater
y cía. Decía lo siguiente:
La Real Academia
Española es una institución tricentenaria que ha trabajado y
trabaja incansablemente por la unidad del español, su conocimiento,
su uso correcto y su difusión. Manifiesta, por consiguiente, su
extrañeza ante el hecho de que se pueda cuestionar esta labor o
confundir sus funciones estatutarias. [Público, 03/07/2008:
en línea.]
El académico
firmante, Rodríguez Adrados, atribuyó la declaración institucional
al temor de la academia a «enfrentarse al poder» (Ecodiario,
03/07/2008: en línea).
¿Temor
a enfrentarse al poder? Lo dudamos. La Academia siempre ha tenido
claro su papel simbiótico en el juego político y en la cuestión
nacional. Cualquier que haya sido el tono y el grado de
injerencia de la RAE en
asuntos gubernamentales de política lingüística y territorial, las
claves para entender la esencia de su postura en estos asuntos las
proporcionó hace bien poco el propio Víctor García de la Concha
(ABC,
11/01/2009: en línea):
— [...] lo
que se juega el español en estos momentos es su confirmación como
segunda lengua de comunicación internacional de Occidente. [...]
—¿Y dentro de
España? ¿Cómo cuidamos nuestra lengua?
—La Academia
tiene una posición clarísima. Lo que la Constitución declara en su
artículo 3 es nuestro programa: «El castellano es la lengua
española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de
conocerla y el derecho a usarla». Y las otras lenguas serán
oficiales según sus Estatutos. El tercer punto es importante: las
lenguas son un patrimonio que hay que proteger. Esto nos lleva a un
programa de patriotismo constitucional. Y consiste en hacer verdadero
el bilingüismo en las regiones donde conviven dos lenguas. Pero no
sólo es cuestión de que todo el mundo pueda hablar las dos, sino de
que todo el mundo debe expresarse por escrito en ambas. Y leerlas.
[...] Y tiene mucho que ver con el futuro que nos jugamos fuera de
nuestras fronteras.
—Seríamos
poco creíbles en la defensa del español si no nos lo tomamos en
serio en España.
—Exactamente.
Sobran los
comentarios.
[...]
NOTAS
1
En opinión de Segarra (2004: en línea), paradójicamente los
procesos unitaristas y centralistas estimularon la toma de
conciencia de una particularidad local diferenciada de aquella
identidad común que promovía la nación-Estado en su invención de
España: «Podría decirse que la lógica de la nación soberana
generaba “provincialismo” por sí misma. En la medida que la
voluntad nacional intervenía en el territorio y lo recreaba a su
imagen, necesitaba identificar un viejo estado de cosas que
necesitaba ser corregido, extirpado y eso era lo que se señalaba
como “provincialismo”».
2
Por limitaciones de espacio, de conocimiento de causa y de acceso a
fuentes, obviamos un tratamiento detallado de los procesos
reivindicativos que se vivieron en Galicia y el País Vasco.
3
No
obstante, las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza
siguieron ejerciendo de poderosos agentes de castellanización.
4
Referido en Francesc
Ferrer i Gironès (1985: 114-133)
y en Josep
Grau Mateu (2004: 282-317).
5
El
problema de Cataluña
es el título del informe reservado encargado por el conde de
Romanones a un miembro anónimo del Partido Liberal y datado el 18
de junio de 1916, que fue hallado en el archivo-biblioteca de la
Presidencia del Gobierno (Ferrer i Gironès, 1985: 133-136). En 46
páginas niega, con argumentos tan falaces y torticeros como
actuales en el discurso del ultranacionalismo español, que exista
base alguna para las reclamaciones de los catalanes, lo que incluye
la negación misma de la existencia de la lengua catalana. Para
fundamentar su inexistencia se dice que no es una lengua
circunscrita a Cataluña, sino multirregional y multinacional, y que
tiene un estándar artificioso, según un espíritu defensivo,
justamente dos atributos que comparte con el español, a pesar de lo
cual siempre ha sido compatible hablar de castellano cuando se habla
de español, y viceversa (v. las definiciones de ambas
denominaciones en el DRAE
en § 1.7). Pero, una vez más, lo que vale para negar el catalán
sirve para afirmar el carácter del español como lengua común.
6
Como señala Albert Balcells (2010: 39), si bien, de una parte, «el
autonomismo catalán no contaba con la base material privilegiada de
un concierto económico como el que tenían las provincias vascas,
de la otra estaba liberado de lastre foralista que, juntamente con
el confesionalismo católico, dificultaba la formación y la
extensión de un movimiento nacionalista reformista en el País
Vasco», y aunque el concierto vasco había sido el primer modelo
del catalanismo, en la práctica los conciertos económicos
mantenían separadas las provincias vascas, «que también eran las
únicas provincias españolas que correspondían a una división
arraigada y tradicional, al revés que las provincias catalanas, que
eran vistas como un signo de imposición centralista desde 1833».
De hecho, las provincias vascas no llegaron a promover la creación
de una mancomunidad propia, lo que retrasó el ascenso político del
nacionalismo vasco.
7
Carne
de cañón reclutada entre los sectores sociales más pobres para
servir en la nueva aventura colonial española emprendida en 1904,
cuya movilización ya había desencadenado en Cataluña en 1909 las
revueltas de la Semana Trágica.
8
Cf.
el texto completo en
<http://www.generalisimofranco.com/opinion/347d.htm>.
9
Durante
la dictadura, el Institut d’Estudis Catalans sufrió además una
progresiva marginación. Después de la desaparición de la
Mancomunitat, en marzo de 1925, la Diputación suprimió las
partidas presupuestarias destinadas al IEC
y lo desposeyó de sus servicios más importantes, como el
meteorológico, el de catalogación y conservación de monumentos,
el cartográfico y el arqueológico. Aunque no fue suprimido
formalmente, el Instituto se vio privado de dinero, de atribuciones
y de reconocimiento oficial, y quedó, pues, prácticamente
paralizado. Un grupo de protectores, Francesc Cambó entre ellos, le
prestó apoyo económico y aseguró así su supervivencia hasta el
fin de la dictadura.
10
Cf.
el texto en <webs.racocatala.cat/estelada/c1928.pdf>.
11
Cf.
texto en
<http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/public/01371307566724806320035/index.htm>.
12
Para más datos sobre el modelo lingüístico y otros particulares,
cf.
el texto del proyecto en
<http://republica-republicanisme.uab.es/docs/f340f1b1f65b6df5b5e3f94d95b11daf.pdf9>.
13
Cf.
<http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/02449410870244941976613/index.htm>.
14
La
negrita de lo citado es nuestra. Cf el texto completo en
<http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/45700629871425217465679/index.htm>.
15
A
pesar de lo cual fue utilizada por la derecha tradicional americana
para combatir las tres amenazas a su hegemonía: socialismo,
indigenismo y panamericanismo.
16
Cf.
<http://elgranerocomun.net/IMG/pdf/BOE_Peman_Comision__Depuradora_10_diciembre_1936.pdf>
17
El
espíritu de esta carta estaba en consonancia con diversas
publicaciones precedentes de académicos como Miguel de Unamuno
(Joan
Ramon Resina, 2004)
o Menéndez Pidal (Ferrer i Gironès, 1985: 101).
18
Entiéndanse
ambas cosas en relación con sus comunidades de hablantes y grupos
de poder. La lenguas no tienen conductas defensivas, hegemónicas ni
represoras; las tienes quienes las hablan.
19
Este episodio está ampliamente recogido en la historia de la
institución realizada por Zamora Vicente (1999: 438-440) y
analizado en esta misma obra por J. C. Moreno Cabrera,
§
2.
(N.
de las Eds.)
20
Véase
también en J. C. Moreno Cabrera. (N. de las Eds.)
21
Cf. <http://www.egt.ie/udhr/udlr-es.html>.
22
En ese momento, se esperaba que el Tribunal Constitucional dictara
una importante sentencia sobre el recurso planteado contra la Ley de
Normalización Lingüística catalana y se habían filtrado rumores
de un fallo en contra. La sentencia fue, finalmente, favorable.
23
Íntegramente
citado en El
Mundo,
29/11/1994.
24
El
alcance de su participación en asuntos de política interior,
internacional y de política del lenguaje se tratan en este trabajo,
pero también en J. C. Moreno Cabrera, S. Senz, J. Minguell y M.
Alberte, y J. del Valle. (N. de las Eds.)
25
Cf. el texto íntegro en
<https://www.upyd.es/modulo-web/modules/recogida_firmas/manifiesto.pdf>.
26
Sobre la revitalización y conservación lingüística y la
corrección política como objetivos de planificación, y sobre los
principios ético-políticos en que se basan este tipo de políticas
del lenguaje, véanse S. Senz, J. Minguell y M. Alberte, pp. ''' (N.
de las Eds.)
27
Organizados
en este blog:
<http://azazelschmied.blogspot.com/2008/07/el-marqus-de-tamarn-fernando-r-lafuente.html>.
La
postura oficial del Instituto Cervantes vino de boca de su
directora, Carmen Caffarel, que declaró que «el ‘Manifiesto por
una lengua común’ es innecesario ya que el castellano está en
auge» (Diario
Directo,
15/07/08: en línea).
28
Enfoque
que el propio Juan Carlos Moreno centra en la Academia Española, en
esta obra. (N. de las Eds.)
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