El
siguiente artículo, en dos partes, es un nuevo
extracto del capítulo 9 del libro El
dardo en la Academia
(S. Senz Bueno: «Una, grande y esencialmente uniforme. La RAE en la
conformación y expansión de la “lengua común”»), en el que se
ofrecen datos y análisis sobre el conflicto histórico (político,
territorial, educativo y lingüístico) entre Cataluña y España
(esto es, entre la nación catalana y la nación española), un
conflicto particularmente vigente por la extrema situación a la que
ha llegado y por las políticas k y españolizadoras lanzadas desde el Gobierno
del PP:
El concepto de lengua común y, por tanto, la idea de que conviene fijar unas normas de corrección idiomática que hagan útil y efectiva dicha comunidad no es algo que surja en las sociedades por simple naturaleza. Generalmente obedece a necesidades propias del político, de la administración, de la actividad legislativa o del comercio y concierne a grupos sociales ligados a tales actividades.
Juan
Ramón Lodares: El porvenir del español, Madrid:
Taurus, 2005, p. 95.
1. DEL PLURILINGÜISMO A LA LENGUA ÚNICA: CONSTRUCCIÓN Y EXPANSIÓN DE LA LENGUA NACIONAL
Las
academias de la lengua pueden considerarse instituciones de
ordenamiento de las hablas naturales, características de un modelo
de organización político-territorial, social y económica
genuinamente europeo,2
el Estado nación, del
que Francia fue paradigma y precursora.
El Estado nación
fue desarrollándose en cada territorio como resultado variable de
una cadena de cambios sociales que, en Europa, arrancan en la época
bajomedieval y se acabarán consolidando a inicios del xx,
y que incidirán drásticamente en la diversidad cultural y
lingüística de las sociedades afectadas:
1. La creciente
disputa por la hegemonía política entre los diversos reinos
expansivos de la joven Europa.
2. La progresiva
conciencia de la diferencia que va surgiendo en una Europa
fragmentada en una constelación de lenguas vernáculas, que fueron
adquiriendo relevancia como símbolo o marca de dominio
político-territorial.
3. La paulatina
pérdida de preeminencia del latín como lengua de cultura, a medida
que los reinos europeos mostraban su potencial cultural mediante la
codificación de la lengua de la corte y del centro de
administración, y a medida que la imprenta modelaba mercados
impresos en lenguas vernaculares, creando a su vez comunidades
culturales con imaginarios compartidos.
4. La emergencia y
predominio de una nueva élite (la burguesía), impulsora de un nuevo
modelo económico (el capitalismo) y del desarrollo de nuevos medios
y herramientas de trabajo (la tecnificación y la industrialización),
que exigieron la conformación de un mercado nacional y que
conllevaron la transformación de las estructuras, ritmos y volúmenes
productivos, así como la masiva afluencia de población a las
ciudades, un terreno de conflictiva «convivencia» entre las nuevas
clases socioeconómicas y las lenguas de distintos rangos
sociopolíticos.
5. La progresiva
configuración de un sistema de organización política (el Estado
moderno), favorable al asentamiento del nuevo sistema económico y de
la nueva jerarquía social.
6. La formulación
de ideologías (liberalismo burgués y nacionalismo) y corrientes de
pensamiento (racionalismo, ilustración y romanticismo) que
subvirtieron la visión del mundo y del hombre propia del sistema
precedente (Antiguo Régimen) y que identificaron el concepto
tradicional de nación (entendida como pueblo o comunidad de
pertenencia) y las ideas de progreso y modernidad
con el modelo de Estado unitario, homogéneo y centralizado.
La
edificación de los modernos Estados nacionales requirió el empleo
de diversos materiales de vertebración y consolidación, entre los
que la uniformación lingüística —objetivo de planificación1
en el que participarían las academias de la lengua— desempeñó un
papel fundamental.
1.1. Unitarismo
político y uniformismo lingüístico
En el
Antiguo Régimen, la
figura del monarca congregaba, por sí misma, fidelidades y
sumisiones territoriales y étnicas heterogéneas; durante siglos, la
teoría del derecho divino de los reyes fue aplicada en defensa de
una única religión verdadera y como elemento justificador de la
absoluta obediencia exigida a los súbditos. Estas monarquías
étnica y lingüísticamente heterogéneas
dejaban la integración en manos de presiones sociales asistemáticas
en lugar de vincularla a una acción estatal organizada; en
contrapartida, la heterodoxia religiosa era duramente reprimida, ya
que ponía en peligro los auténticos elementos cohesionadores
del sistema.
A
partir y como consecuencia de las revoluciones francesa e industrial,
profundas transformaciones conmovieron estas
estructuras, y una nueva clase social emergente (la burguesía)
impulsó la consolidación de un sistema más afín a sus intereses.
Desde la perspectiva social y política, de una sociedad regida por
la tradición, que contemplaba el orden de las relaciones sociales
como sagrado e inmutable, se pasó a una sociedad política tendente
a la secularización, que concebía su propio ordenamiento como
objeto de decisión consciente y libre de sus miembros —o, por lo
menos, de su élite librepensadora— y, por tanto, de discusión y
planificación racional.
Desde la perspectiva
económica, el Estado nación se configuró como un sistema de
regulación que disponía aquellos medios de homogeneización
de la población que creía necesarios para procurarse
recursos humanos móviles e intercambiables, y que utilizaba la
maquinaria burocrática y los avances de la ciencia y la tecnología
en aras de la eficiencia y la rentabilidad, hasta el punto de
convertir el crecimiento económico en «el deber patriótico del
nacionalista» (Alarcón, 2002: 91).
Como la nueva
situación trastocó los elementos de cohesión social e integridad
territorial del Antiguo Régimen, para conjurar el peligro de
disgregación hubo que realizar un considerable esfuerzo militar,
político, ideológico y educativo, centrado, entre otros aspectos,
en las lenguas del Estado. La acomodación de su diversidad
—connatural a todas las sociedades humanas— a las nuevas
necesidades cohesivas del Estado moderno podría haberse planteado
manteniendo su heterogeneidad, sin favorecer a ningún grupo étnico
y adoptando un sistema de convivencia no jerarquizado. Pero, siendo
la lengua y la cultura los más potentes identificadores sociales y,
con ello, generadores de diferencia y —según se temía— de
potencial sedición, y suponiendo además una traba para la
optimización de la eficiencia en la gestión de los recursos del
Estado, se optó mayoritariamente por la asimilación de la
divergencia a las pautas fijadas por el grupo nacional dominante,
generalmente el del centro político-administrativo del Estado.
Así, considerando que un medio común de intercambio lingüístico
facilita la cohesión social, favorece la movilidad de las fuerzas de
trabajo y la estandarización de las relaciones con el Gobierno, se
impulsó la generalización de una lengua nacional común.
Para
afianzar el carácter común de la lengua nacional y garantizar su
expansión entre la población se haría necesaria la creación
y extensión social de una forma
estandarizada,2
para lo cual se instituyó
—o, en ocasiones, se reclutó— como organismos normalizadores a
las academias de
cultivo de las letras que las corrientes del humanismo vernáculo y
de la Ilustración habían hecho florecer en Europa desde el siglo
XVI;
con el mismo fin se crearon estructuras estatales de difusión de la
lengua nacional normalizada como la escuela pública, y
se promulgaron medidas legales de implantación que afectaban
particularmente a la Administración y a la instrucción escolar
y que
implicaban controles punitivos del uso de otras lenguas.
Los objetivos reductores y homogeneizantes de
dicho estándar eran:
1. Establecer un
sistema de grafía común a los hablantes de una misma lengua, que
homogeneizara la enseñanza ortográfica escolar y los usos de los
medios escritos.
2. Ampliar mercados
económicos.
3. Homogeneizar a la
población plurilectal, reduciendo la carga identitaria y
disgregadora que comporta la pluralidad de hablas.
4. Asimilar a la
población no hablante de la lengua nacional.
5. Cohesionar a la
población, promoviendo identidades y lealtades comunes por medio de
la extensión de la lengua estándar general y de la más amplia
identidad grupal que a ella se asocia.
6. Reducir los
costes administrativos en lo relativo a la gestión lingüística.
7. Facilitar la
creación de una maquinaria burocrática con la que administrar y
controlar los recursos de la periferia desde un solo centro de poder
político, económico y militar.
8. Y, con todo ello,
incrementar el peso del Estado tanto hacia el interior como hacia el
exterior.
El convencimiento de
que la conformación de identidades culturales homogéneas
facilitaba el proceso de unificación territorial hizo que la
mayoría de los Estados europeos se decantaran sin ambigüedades por
«la integración —estridente o sibilina— de los grupos étnicos
diferenciados, con la voluntad de amoldarlos a unas fronteras
estatales cada vez más impermeables» y controladas (Pueyo,
1996: 52; en catalán en el original). El rigor aplicado en el
control de fronteras tenía el fin primordial de mantener a raya las
amenazas externas al nuevo orden establecido y a la integridad
territorial, pero también conllevó una limitación de los
desplazamientos y de los contactos, particularmente entre comunidades
lingüísticas territorialmente fragmentadas por la línea fronteriza
—como sería el caso de la vasca y la catalana, entre España y
Francia—, que seguían manteniendo su vínculo e identificación
cultural. La separación de estas comunidades transfronterizas y su
acomodación a los nuevos límites territoriales acabarían de
hacerse efectivos con la confrontación bélica entre sus respectivos
Estados, que exigiría la movilización militar de estas poblaciones
y su adhesión a la respectiva causa patriótica. El servicio
militar y la elevación del patriotismo y de la
lealtad a la nación como valores supremos del Estado
mostraron, de hecho, gran eficacia como medios facilitadores de la
unificación y la homogeneización nacional. Siendo la alfabetización
el medio fundamental para la extensión de la lengua nacional, lo que
una escuela precaria y un proceso de escolarización insuficiente o
inexistente —como sería habitual, según veremos (§ 1.6.1), en
España hasta avanzado el siglo XX—
no podían lograr, lo lograban los años de milicia obligatoria.
Pero, para garantizar la lealtad nacional y consolidar la nueva
nación unificada, la inoculación de emociones como el patriotismo y
la xenofobia no bastaban. Fue necesario crear estructuras internas
capaces de vertebrarla, y movilizar, asimismo, mecanismos de
presión social que recondujeran las pautas de conducta de la
población según los patrones de la clase dirigente:
No se trataba únicamente de emociones insufladas a las clases populares, a través de la escolarización obligatoria y del servicio militar —dos innovadoras herramientas de aculturación, descubiertas e impuestas en el siglo XIX—, sino también de la implementación de transformaciones tan decisivas como la constitución de un mercado nacional, la consolidación de una Administración, la tecnificación de las actividades productivas, la urbanización y la aparición de los medios de difusión, que facilitaron la expansión de la lengua nacional, al mismo tiempo que se decidía la condición de superfluas de las lenguas regionales como el catalán, el bretón o el galés. [Pueyo, 2003: en línea. En catalán en el original.]
Frente a las
barreras gremiales a la libre competencia, frente a los obstáculos
burocráticos y a los particularismos locales y estamentales propios
del Antiguo Régimen, para la constitución de un mercado nacional
el sistema liberal requirió la supresión de fronteras interiores y
propició la homogeneización de la masa asalariada, con lo que cobró
importancia el conocimiento de la lengua estatal para la movilidad
social y para la competencia en el mercado laboral. Aunque, en una
primera fase, al emplear mano de obra infantil y destruir los
sistemas gremiales de aprendizaje, la industrialización redujo los
índices de instrucción y alfabetización y limitó con ello la
expansión de la lengua nacional, en un segundo momento, ya avanzado
el siglo XIX, la
necesidad de contar con individuos con alguna capacitación por
motivos tecnológico-productivos (el desempeño de oficios que
exigían una cierta especialización y un cierto grado de pericia)
pero también sociales y políticos (la formación de la élite
gobernante y del funcionariado y, con la extensión del derecho al
voto, la formación del individuo como ciudadano), empujó a los
poderes públicos a crear sistemas nacionales de educación
dirigidos a proporcionar una instrucción básica a amplias capas de
la población. Estos sistemas, eficacísimos medios de planificación
lingüística de implantación muy desigual en cada país europeo,
serían fundamentales para la expansión de la lengua hegemónica y
el desarrollo de una economía de escala estatal. Por medio de la
extensión de un mismo sistema educativo, el Estado contribuyó a
crear una masa intercambiable laboral y geográficamente, requisito
previo para el desarrollo de los mercados nacionales y de la sociedad
industrial.
La burocratización
y centralización del Estado se apuntalarían mediante la
provisión de recursos financieros aglutinados en un presupuesto
estatal; por medio del reclutamiento de un cuerpo de funcionariado
(maestros, notarios, inspectores, policías...) que aplicaría los
criterios de homogeneidad y ejercería una notable influencia en el
tejido social, y mediante una nueva división del territorio con
finalidades puramente administrativas, sin correspondencia con las
formas de organización territorial tradicionales, del que son
ejemplos el sistema departamental francés y el provincial español
(consolidado en 1834).
La industrialización
y la urbanización propiciaron importantes desplazamientos
demográficos del campo a la ciudad (feudo de la emergente
burguesía), que transformaría profundamente su fisonomía y se
convertiría en una pieza clave de las relaciones productivas y en
terreno de conflicto social entre el capital y la fuerza de trabajo.
La cohabitación urbana de masas de población heterogénea debilitó
las formas tradicionales de interrelación y condujo a la adopción
de nuevos patrones de conducta. En lo referente al comportamiento
lingüístico, las ciudades contribuyeron notablemente a generalizar
el conocimiento de las lenguas estatales e intensificaron la
necesidad de usarlas.
Más tardíamente,
la prensa compuso la imagen global de la nueva configuración
nacional y la difundió en el imaginario de una aún minoría de
lectores, potenciándola al ritmo de una muy desigual alfabetización
de los Estados nación europeos. Cipolla (1969), analizando los
modelos históricos de alfabetización en relación con las
diferencias entre el adoctrinamiento religioso del protestantismo y
el realizado por el catolicismo, distingue netamente dos áreas bien
diferenciadas: una Europa del Norte, protestante y alfabetizada, y
otra Europa, al sur, católica y analfabeta. En 1850, Suecia tenía
sólo un 10 % de iletrados; la seguían Prusia y Escocia (20%) y los
demás países del norte; a continuación, Inglaterra y el País de
Gales (30-35 %), Francia (40 %), el Imperio austrohúngaro, con
Galitzia y Bucovina (40-45 %), y a gran distancia, España (75 %) e
Italia (80 %), junto a otros países mediterráneos y balcánicos. Y,
finalmente, Rusia, con casi un 95 % de analfabetos. Pero los ritmos
de alfabetización no sólo fueron desiguales entre bloques y países
europeos, sino que también lo fueron internamente entre los
diferentes territorios, poblaciones (rural o urbana), estamentos,
clases, categorías o grupos sociales. Pese a estos muy diferentes
ritmos poblacionales, estamentales y nacionales, podemos decir que,
en general, la alfabetización y la escolarización se
extendieron en el siglo XIX
hasta niveles inéditos en cualquier otra época de la historia,
cuando sólo una minoría (clérigos, aristocracia, alta burguesía,
escribanos, cancilleres...) aprendía a leer y escribir. Como medio
unificado de aleccionamiento cultural e ideológico, la institución
escolar fue una de las herramientas de cohesión estatal más
poderosas de que la Administración dispuso, y contribuyó
decididamente a la reducción de la heterogeneidad y a la creación
de una conciencia nacional común. Duramente disputada a la Iglesia,
la escuela se convirtió en el Ochocientos en uno de los monopolios
esenciales del Estado burgués.
En este y en otros
campos, la evolución social, política y administrativa del Estado
francés, a lo largo del siglo XIX,
fue paradigmática y ejerció una considerable influencia
sobre otros estados. Tal fue el caso de España, donde se seguiría
el modelo francés desde la subida al trono de la monarquía
borbónica, en la persona de Felipe V, quien oficializaría la Real
Academia Española en 1714 e iniciaría el decidido proceso
unitarista y uniformista del que surgiría la configuración de
España como Estado nacional centralizado.
1.2. Medidas de
implantación de la lengua nacional: entre la coerción y la sutil
penetración
1.2.1. La
imposición legal
La importancia que
el Estado centralizado deposita en la homogeneización lingüística
toma cuerpo no sólo en la creación de estructuras estatales, sino
también en la movilización de mecanismos psicosociales y en una
serie de medidas legales de imposición y difusión de la lengua
nacional, que afectan a diversas esferas:
1. Todas las leyes y
regulaciones se redactan en la lengua nacional.
2. Se utiliza
exclusivamente la lengua nacional en la redacción de aquellos
instrumentos que constituyen la base de la economía de mercado y de
la protección de la propiedad privada: procedimientos judiciales,
registro y actividad notarial.
3. La contabilidad
de las empresas se realiza en la lengua nacional, a fin de que
cualquier funcionario (monolingüe o bilingüe) de la Hacienda
Pública, centralizada, pueda auditarlo.
4. Todos los asuntos
relacionados con la administración y la relación de esta con los
ciudadanos se llevan a cabo en la lengua nacional.
5. La lengua
nacional es el idioma exclusivo de la instrucción escolar.
6. Los negocios
privados deben usarla en sus relaciones con la Administración.
7. En la medida en
que el Estado controla los medios de comunicación de masas, se
promueve en ellos el uso de la versión estandarizada de la lengua
nacional.
8. El
Estado crea un cuerpo de «guardianes del idioma» (lingüistas,
académicos, educadores, etc.), dedicados a la codificación y
estandarización (planificación formal) de la lengua nacional, y a
su aplicación (distribución funcional).3
A estas
medidas de planificación, la mayor parte de la cuales ya implicaban
de por sí una prohibición del uso del resto de lenguas del país en
todas estas funciones, se solían añadir medidas coercitivas (por
iniciativa del Estado o incluso del propio funcionariado) que
suponían métodos drásticos de implementación de la lengua
nacional en todos los ámbitos posibles de uso. De las casi
trescientas páginas de que consta la recopilación realizada por
Francesc Ferrer i Gironès (1985) de las medidas legales promulgadas
en España, desde inicios del siglo XVIII,
contra las lenguas no castellanas4
(y particularmente, contra el catalán),
denominadas despectivamente dialectos
(o patois en
Francia),5
seleccionamos algunos ejemplos, anteriores
todos ellos a los dos periodos dictatoriales, militar y fascista, del
siglo XX:
• El edicto del
Gobierno Superior Político de las Baleares de 1837, llamado «del
anillo», que recicla un método pedagógico infamante (análogo al
symbole de la escuela francesa) que ya se venía
aplicando desde hacía un siglo y que se seguiría aplicando —y no
sólo en las Baleares, como indica nuestra negrita y puede leerse en
Lasa (1968: 27-29)— para penalizar los «deslices» del alumno en
el uso de su lengua nativa:
Considerando que el ejercicio de las lenguas científicas es el primer instrumento para adquirir las ciencias y transmitirlas, que la castellana, además de ser nacional, está mandada observar en las escuelas y establecimientos públicos, y que por haberse descuidado esta parte de instrucción en las islas viven oscuros muchos talentos que pudieran ilustrar no solamente a su pais, sino a la nación entera; deseando que no queden estériles tan felices disposiciones y considerando finalment [sic] que seria tan dificultoso el corregir este descuido en las personas adultas como será fácil enmendarle en las generaciones que nos sucedan, he creido conveniente, con la aprobación de la Excma. Diputación Provincial, que en todos los establecimientos de enseñanza pública de ambos sexos en esta provincia se observe el sencillo método que a continuación se expresa y se halla adoptado en otras con mucho fruto. = Cada maestro y maestra tendrá una sortija de metal, que el lunes entregará a uno de sus discípulos, advirtiendo a los demás que dentro del umbral de la escuela ninguno hable palabra que no sea en castellano, so pena de que oyéndola aquel que tiene la sortija, se la entregará en el momento y el culpable no podrá negarse a recibirla; pero con el bien entendido de que en oyendo este en el mismo local que otro condiscípulo incurre en la misma falta, tendrá ocasión a pasarle el anillo, y este a otro en caso igual, y así sucesivamente durante la semana hasta la tarde del sábado, en que a la hora señalada aquel en cuyo poder se encuentre el anillo sufra la pena, que en los primeros ensayo será muy leve; pero que se irá aumentando así como se irá ampliando el local de la prohibición, a proporción de la mayor facilidad que los lumnos vayan adquiriendo de espresarse en castellano [...].
• La Real Orden de
15 de enero de 1867, que prohíbe las obras teatrales no escritas en
la lengua nacional:
En vista de la comunicación pasada a este Ministerio por el censor interino de teatros del reino, con fecha 4 del corriente, en la que se hace notar el gran número de producciones dramáticas que se presentan a la censura escritas en los diferentes dialectos, y considerando que esta novedad ha de influir forzosamente a fomentar el espíritu autóctono de las mismas, destruyendo el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional, la reina (q. D. g.) ha tenido a bien disponer que en adelante no se admitiran a la censura obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias de España.
• En 1896, el
director general de Correos y Telégrafos prohibió hablar por
teléfono en vasco y catalán. Como protesta, según consta en el
Diario de Sesiones de las Cortes con fecha 2 de junio de 1896,
el diputado catalán Maluquer i Viladot señaló:
Cuando fuí a que me pusieran en comunicación con Manresa, me encontré con esa dificultad. Las personas con quien habia de conferenciar no comprenden una sola palabra de castellano [...]. Por eso suplicaba al Sr. Ministro de la Gobernación, que nos tenia ofrecido resolver este asunto, pero se van pasando dias sin hacerlo, que lo resolviera. Difiero de la indicación del Sr. Presidente [...], y espero que no solo pondrá en conocimiento del Sr. Ministro de la Gobernación mi ruego, sino que personalmente influirá para que sea atendido, lo cual, no solo le agradeceré yo, sino todos los euskeros y catalanes que han recibido ese latigazo del Sr. Director de Comunicaciones.
En conjunto, todas
estas estructuras, mecanismos y medidas contribuyeron a conformar y
asentar mercados lingüísticos internos favorables a la
lengua nacional, más o menos afianzados en cada Estado nación en
función de las particulares vicisitudes históricas y del grado de
desarrollo de los medios y estructuras homogeneizadores descritos.
Merece la pena
detenerse a describir los alcances del concepto de mercado
lingüístico para comprender cómo este deviene en un eficaz
(por sutil) mecanismo de regulación de la actuación
lingüística, del sistema social y del económico siempre favorable
a los grupos de poder. Aunque la extensión de un determinado mercado
lingüístico suele ser consecuencia de una situación de deliberada
imposición, a menudo se «obvia» intencionadamente el anclaje en un
proceso asimilacionista para así naturalizar el estatus y la
expansión alcanzados por la lengua dominante.
1.2.2. El
mercado lingüístico como garantía de una planificación
asimilacionista y elitista del lenguaje
Desde el
punto de vista de su acción social, la idea de mercado
lingüístico procede de la teoría desarrollada en la sociología
del lenguaje por Pierre Bourdieu (1982), según la cual las
manifestaciones verbales de los grupos sociales pueden ser entendidas
—al igual que las mercancías en un mercado— como expresiones del
valor atribuido a cada una de ellas en el contexto social en el que
se desarrollan. En este sentido, la lengua es un bien intangible, y
el valor atribuido a cada una de sus realizaciones depende de qué
leyes rijan en el contexto social (mercado lingüístico) en
cuestión; por ejemplo, de qué formas lingüísticas han sido
institucionalizadas para cada función, entendiendo que, en un tipo
de sociedad como la occidental, estratificada según una distribución
jerárquica de poderes (por escalafones culturales, económicos y
políticos), la lengua, como otras tantas formalizaciones de la
conducta humana (la indumentaria, los ademanes, los protocolos de
comunicación...), es un signo externo de posición social, y que
cada una de las funciones posibles del lenguaje ocupa un lugar en esa
jerarquía. Como consecuencia de la acción de estas leyes y de su
interiorización por parte de los individuos, las conductas
lingüísticas mejor valoradas serán las que correspondan a
individuos que ocupan una posición de poder y dominio en la escala
sociofuncional; y la atracción que ejerza dichos modos de expresión
o la necesidad de adquirirlos para ascender o para evitar
penalizaciones (juicios de valor negativos sobre el propio
comportamiento lingüístico [estigmatización], exclusión social,
represalias, etc.) serán las razones que expliquen —en cierta
medida— comportamientos como la adquisición y empleo de otra
lengua, la adquisición y esmero en el empleo del estándar, la
adquisición y empleo de otra variante mejor valorada de la propia
lengua.
Utilizando una
explicación del funcionamiento de la lengua en el mercado social aún
más clásica que la de Bourdieu —a pesar de haber sido actualizada
por el lingüista William Labov—, los cambios en la conducta
lingüística de los hablantes que aspiran a ascender en la escala
social o a evitar la penalización del entorno por usar formas
estigmatizadas (mal vistas) de expresión, estarían condicionados
por la atracción, ventaja o salvaguarda que ofrece el prestigio
(o
prestigio
manifiesto,
en la terminología laboviana) de la lengua o variedad de otro grupo
de habla que goza de un elevado estatus
social y económico y que se desenvuelve en un marco político
favorable, donde puede desarrollar su forma lingüística y
desplegarla en todas sus posibles funciones. El
prestigio,
pues, es
el valor extralingüístico atribuido a una lengua o variante en
virtud de la condición de privilegio social, educativo, político o
económico de la que goza el grupo que la habla. No
es, por tanto, un elemento inherente a las lenguas, ni está tampoco
en correlación con la competencia lingüística del hablante. Aunque
a menudo suelen atribuirse a las formas prestigiosas de las clases
«cultas» ciertas virtudes de excelencia, lo cierto es que su uso no
garantiza una comunicación más transparente ni más eficaz. Cada
situación de comunicación requiere el uso de una serie de
habilidades y saberes entre los que puede incluirse el empleo de
variedades o formas no prestigiadas, e incluso prácticas verbales
claramente estigmatizadas como la alternancia de códigos,6
que en un determinado entorno de interacción pueden resultar las más
adecuadas. El nivel culto será apropiado para ciertos géneros de lo
escrito y para circunstancias formales y planificadas de comunicación
oral, pero no es el idóneo, ni de lejos, para las situaciones de
comunicación más usuales. Ni siquiera se puede afirmar que las
producciones verbales de las élites sean estilísticamente
superiores, pues también los grupos sociales inferiores y los
políticamente subordinados suelen cultivar, con demostrada
excelencia estética, su lengua o variante de forma oral e incluso
escrita.
Sin embargo, el
prestigio de las producciones lingüísticas de las élites
socioeconómicas, políticas y culturales las convierte en el
modelo ejemplar que el resto de capas sociales intenta emular,
aunque su influencia en las conductas verbales de las capas
inferiores no se manifiesta de manera directa ni fiel. En un primer
momento, el prestigio de las hablas cultas atrae hacia sí los
hábitos verbales de la capa social intermedia, la más próxima y la
que más opciones tiene de ascenso social, que imita, con mayor o
menor pericia, la expresión verbal de la clase superior. En segunda
instancia, los usos prestigiosos de la clase superior transferidos a
la clase intermedia atraen a la inferior. Los desajustes y reajustes
en la reproducción por parte de las clases intermedias e inferior
del modelo de la clase superior constituyen uno de los factores de
cambio lingüístico en el seno de una misma comunidad de habla.
Teniendo en
consideración, como ya hemos señalado, que el estándar español
siempre se ha basado en la lengua de las élites cultivadas, el
factor prestigio
ha sido clave no sólo para su aceptación social como modelo
conductual de referencia, sino para la aceptación en la propia norma
académica de aquellos cambios en los usos lingüísticos que emergen
de las élites sociales y culturales prestigiosas, por minoritarios
que sean.7
La acción del
prestigio manifiesto tiene su fuerte contrapeso en los valores
asociados a la propia lengua o a la propia variante, aun siendo esta
una lengua políticamente subordinada o una variante socialmente no
prestigiada; valores que garantizan la lealtad de sus
hablantes aun cuando quede restringida la funcionalidad de sus
hablas. A este reverso social del prestigio manifiesto se lo denomina
prestigio encubierto y su acción sobre la conducta verbal de
la sociedad es también determinante y tiene igual capacidad
de difundir nuevas formas lingüísticas y, por tanto, de modificador
los usos socialmente generalizados, o «normas» consuetudinarias.
Frente a la pedantería, impostación y encorsetamiento de las
variantes de las capas elevadas, constreñida por la educación en un
modelo estándar de lengua cultivada y por su uso habitual en
circunstancias formales, la sencillez, flexibilidad, libertad y
viveza propias de las variantes populares hacen que estas adquieran
un valor de espontaneidad y creatividad que llega a trascender a las
producciones orales no sólo de las capas intermedias, sino también
a las orales e incluso literarias de las capas elevadas, de donde
pasan al uso general e incluso al estándar. Frente a la extrañeza e
institucionalidad de la lengua hegemónica u oficial, la cercanía y
familiaridad de las lenguas nativas y su utilidad para la
comunicación con otros hablantes nativos y para la mutua
identificación como grupo cultural hacen que estas cobren valores de
autenticidad, proximidad y afectividad, y que se afiancen en ciertas
esferas de uso como la familia y la vecindad, y también en la
creación oral y escrita. De hecho, el prestigio encubierto es una
forma de salvaguarda de la variedad y de las lenguas amenazadas, que
sólo suelen abandonarse en circunstancias muy desfavorables:
Una lengua pierde gradualmente sus funciones sociales por el bies de la emigración, el hambre, la enfermedad, el genocidio, la baja del índice de natalidad, la exogamia, la ausencia de trabajo, la ausencia de instrucción, la pobreza o la prohibición. [Mackey, 2001: 105; cit. en Boyer, 2006: 3.]
Para el completo
abandono de una variante o lengua no prestigiadas, las presiones
económicas, sociales y políticas sobre sus hablantes —y la
palabra presión es a menudo un eufemismo de vejación—
han de ser verdaderamente continuadas, sistemáticas y generalizadas,
y apoyarse no sólo en el condicionamiento psicológico, sino incluso
en la represión física. De esta certeza se deriva que todo Estado
nacional haya contado siempre con la fuerza disuasoria de un
Ejército dispuesto a reprimir la sedición interna de otros
grupos étnicos o ideológicos, e incluso que las fuerzas militares
hayan obrado en este sentido por su propia cuenta y riesgo, al margen
de la élite política, en épocas de cierta relajación de la
presión históricamente ejercida sobre estos grupos subordinados. La
máxima «Una lengua es un dialecto con Estado y Ejército» ha de
entenderse, en estos casos, literalmente.
Las
diferencias en el estatus y en la asignación de funciones sociales
entre las lenguas o variedades de las comunidades lingüísticas que
comparten un mismo territorio político constituyen lo que se conoce
como diglosia. La
situación diglósica puede ser armoniosa si no hay competencia entre
los hablantes de las diversas lenguas o variedades por desempeñar
las mismas funciones o si el reparto de funciones no va acompañado
de una voluntad glotofágica, de minorización y, a la postre, de
asimilación lingüística de las lenguas o variantes con mayor
restricción funcional. Si tal voluntad existe y se manifiesta, y así
ha ocurrido siempre en todo proceso de homogeneización lingüística,
se producen situaciones de discriminación y marginación de los
hablantes de las lenguas o variantes minorizadas, que pueden dar pie
a conflictos intra e interlingüísticos. Una
situación diglósica entre variantes distintas de una lengua se da,
por ejemplo, con el castellano centro-norteño de las clases
cultivadas en relación con el resto de variantes españolas. El
hecho de que sea esta variedad geográfica del castellano la que
históricamente ha servido de base para la estandarización del
español,8
y de que se hayan asociado ciertos valores de excelencia y dignidad
al estándar de una lengua, ha llevado históricamente a estigmatizar
el resto de geolectos (de España y de América, incluyendo el
castellano popular), con juicios de valor denigrantes, que
calificaban —y califican aún— estas formas lingüísticas como
toscas, vulgares o incluso como corrupciones de la variedad
prestigiada, intrínsecamente inhábiles para ciertas funciones.9
Diglósica es también la situación del castellano con respecto al
resto de lenguas con las que convive, según una jerarquía que lo
coloca en posición dominante en la mayor parte de ocasiones, salvo
cuando se ve supeditado al predominio del inglés en ciertas
sociedades (particularmente, la estadounidense). A esa posición
mayoritariamente favorecida han contribuido los procesos de
homogeneización que se han seguido tanto en España como en América
Latina.
1.2.3. El
mercado lingüístico como medio de desarrollo y concentración del
capital
Desde el
punto de vista estrictamente económico, constituye un
mercado lingüístico el conjunto de hablantes de una lengua (nativos
o como segunda lengua) o de una variante lingüística que disponga
de un estándar escrito común, difundido entre la población
mediante el sistema escolar y los medios culturales y de comunicación
masiva. Esta comunidad de hablantes se constituye en mercado
lingüístico en tanto la lengua compartida y la competencia
adquirida en el uso del estándar los agrupa, por una parte, como
fuerza laboral móvil e intercambiable, hábil para trabajar y
producir en un determinado dominio lingüístico; y, por otra parte,
como masa de consumidores potenciales de un determinado producto
lingüístico en tanto la utilización de un estándar común permite
producir según modelos unificados de lengua, de amplio alcance
social, reduciendo los costes que ocasionaría la atención a la
variación y aumentando con ello la eficacia productiva. En este
sentido, la lengua se considera un bien tangible, puesto que se
traduce inmediatamente en bien material.
Cuando
es el Estado el que asume plenamente los costes de provisión de un
estándar, siempre y cuando este sea apto para las necesidades
productivas y de mercado, los agentes económicos obtienen un
beneficio neto de un idioma estandarizado. Cuando el Estado no provee
de medios de normalización lingüística, o no lo hace de forma
adecuada ni suficiente, las propias empresas han de asumir los costes
de creación o promoción de dichos recursos, como sucede en el caso
de la lengua inglesa y como ocurre hoy con la cofinanciación de las
obras académicas panhispánicas por parte de las empresas que
integran, en buena medida, la Fundación pro Real Academia Española
(v. § 3.5.3.1).10
Cabe
señalar que, sin una gestión eficiente de los organismos de
normalización, y sin las debidas medidas de control externo e
interno de su funcionamiento y de evaluación de su producción, las
inversiones estatales o privadas en estandarización lingüística no
bastan para generar recursos de los que el mundo empresarial pueda
beneficiarse plenamente. Ejemplo de ello es la desproporción entre
los abundantes caudales que percibe hoy la Real Academia Española
por vía pública y privada, y la deficiente calidad y funcionalidad
de sus productos, presumiblemente debidas no a déficits de
infraestructura —pues en diversas épocas de la vida académica se
demuestra, según veremos en el apartado 1.7, que no hay correlación
entre laboriosidad y calidad productiva, por una lado, y
disponibilidad de medios humanos, económicos y tecnológicos, por
otro— sino a defectos orgánicos endémicos y seculares.11
Al margen de la
inversión pública en estandarización, las políticas lingüísticas
de homogeneización lingüística e incluso las situaciones de
bilingüismo asimétrico favorecen también a los sistemas económicos
que buscan dar el mayor rendimiento posible a sus productos y reducir
a mínimos los costes de sus políticas lingüísticas empresariales,
incluso a expensas de las preferencias del consumidor por productos
rotulados o vehiculados en una lengua distinta a la que el productor
emplea.
Una
de las primeras formas de explotación de mercados lingüísticos
llegó de la mano del sistema de producción en masa que más ha
contribuido a modificar la fisonomía del mundo occidental: la
imprenta. Benedict Anderson (2005: 57-66;12
la negrita es nuestra; la cursiva, del original) expone de manera
diáfana la contribución
esencial del mercado
impreso a la
consolidación de
los estándares vernáculos
(desarrollados o perfeccionados por los impresores) como formas de
identificación colectiva:
Como una de las primeras formas de empresa capitalista, la edición de libros experimentó la imparable búsqueda de mercados propia del capitalismo. Los primeros impresores establecieron sucursales por toda Europa [...]. Y dado que los años 1500-1550 fueron un periodo de una prosperidad europea excepcional, la edición participó de aquel boom general. [...] = El mercado inicial era la Europa letrada, un estrato vasto pero escaso de lectores de latín, que tardó en saturarse unos ciento cincuenta años. [...] Por tanto, según la lógica del capitalismo, una vez saturado el mercado elitista del latín, los mercados potencialmente ingentes que representaban las masas monolingües [13] resultarían seductores. [...] El vernacularizante acicate revolucionario del capitalismo fue reforzado por tres factores externos, dos de los cuales contribuyeron directamente a despertar la conciencia nacional. El primero, y a fin de cuentas el de menor importancia, fue un cambio en el carácter del propio latín. [...] = El segundo [...] fue el impacto de la Reforma, que, a su vez, debía buena parte de su éxito al capitalismo impreso. [...] El tercer factor fue la difusión lenta y geográficamente irregular de lenguas vernáculas como instrumento de centralización administrativa entre determinados aspirantes a monarcas absolutistas bien situados. [...] En la Europa anterior a la imprenta y, por supuesto, en otras partes del mundo, la diversidad de las lenguas habladas, aquellas lenguas que para sus hablantes eran (y son) la piedra angular de sus existencias, era inmensa; tan inmensa, de hecho, que si el capitalismo impreso hubiera tenido que explotar cada mercado vernacular oral en potencia, se habría quedado en un capitalismo de dimensiones insignificantes. Pero estos idiolectos eran susceptibles de ser reunidos dentro de unos límites definidos en un número de lenguas impresas mucho más reducido. La gran arbitrariedad de todos los sistemas de signos para sonidos facilitaba el proceso de unificación. [...] Nada mejor para «unir» lenguas vernaculares relacionadas que el capitalismo, el cual, dentro de los límites impuestos por las gramáticas y las sintaxis, creó lenguajes impresos mecánicamente reproducidos, capaces de ser diseminados por el mercado. [...]
Entre los letrados,
las lenguas impresas contribuyeron a asentar las bases de la
conciencia nacional de tres formas:
En primer lugar, crearon campos unificados de intercambio y comunicación por debajo del latín y por encima de las lenguas vernáculas habladas. Los hablantes de aquella inmensa variedad de franceses, ingleses o españoles, que podían tener dificultades para entenderse mutuamente conversando, se comprendían cuando el medio era el papel impreso. En el proceso, tomaban conciencia lentamente de los centenares o miles, o incluso millones, de personas de su ámbito lingüístico particular, y también de que sólo aquellos centenares, miles o millones compartían esta relación de pertenencia. Este grupo de lectores similares, conectados por medio de la imprenta, formaban en su invisibilidad visible, particular y secular, el embrión de la comunidad nacionalmente imaginada. = En segundo lugar, el capitalismo impreso dotó a la lengua de una nueva fijeza, que a la larga contribuyó a dibujar la imagen de antigüedad, tan central para la idea subjetiva de la nación. [...] = En tercer lugar, el capitalismo impreso creó lenguas de poder de un tipo distinto de las vernáculas administrativas más antiguas. Ciertos dialectos inevitablemente estaban «más cerca» de cada lengua impresa y dominaban sus formas finales. Sus primos pobres, aún asimilables a la lengua impresa emergente, perdieron terreno, sobre todo porque fracasaban (o sólo tenían un éxito relativo) a la hora de erigir su propia forma impresa. = Sólo es necesario subrayar que, en sus orígenes, la fijación de las lenguas impresas y la diferenciación del estatus entre estas eran mayoritariamente procesos inconscientes, que resultaban de la interacción explosiva del capitalismo, la tecnología y la diversidad lingüística humana. Pero, como tantas otras veces en la historia del nacionalismo, llegados a «este punto», podían convertirse en modelos formales que imitar y, si convenía, ser explotadas inconscientemente con un espíritu maquiavélico.
1.3. La lengua
como símbolo de la nación
Partiendo
del enfoque de Anderson (2005) y de la concepción performativa
introducida por Bhabha (1990; cit. en Archilés, 2002: 309-310), la
idea de nación podría
entenderse como la
creencia asumida por grupos sociales (e incluso culturales)
heterogéneos de pertenecer a una misma comunidad, a la que llegan
inducidos por la difusión de un constructo identificador14
que les sirve de elemento cohesivo y marco de referencia para
concebirse, distinguirse y actuar como grupo compacto. Un constructo,
por otra parte, que, aun cuando se asuma como un axioma, no deja de
estar sujeto al conflicto constante que causan sus propias
contradicciones y su oposición a los valores y definiciones de los
grupos que quedan marginados por la idea hegemónica de nación, y
que resulta, por ello, inherentemente inestable y necesariamente
recreable.
Según ya hemos
observado al aludir al modo en que la difusión impresa de las
lenguas codificadas contribuyó a despertar la conciencia nacional,
el hecho de que el lenguaje humano (verbal y no verbal) sea un
potentísimo indicador de pertenencia cultural, junto al potencial
del código escrito como forma de condensación, delimitación y
representación en un solo cuerpo formal de hablas filogenéticamente
muy afines, convierten a la lengua en uno de los principales
elementos —a veces, en el único— de construcción de una
identidad compartida por grupos sociales diversos.
A diferencia de
otros identificadores como la raza, el territorio, la religión o la
clase social, la lengua tiene, por una parte, la enorme ventaja de no
ser necesariamente excluyente —la comunidad que se identifica por
lo que considera una lengua compartida puede también aprender otras
lenguas e incluso incorporarlas a su identidad—, y, por otra, la
desventaja de verse sujeta al efecto disgregador del cambio
lingüístico, dado el carácter inexorablemente evolutivo que tiene
el lenguaje y que no tienen —o no al mismo ritmo— la raza, el
territorio, la clase social y la religión. No obstante, cuando el
nacionalismo que toma como base la lengua (nacionalismo
lingüístico) se combina con el unitarismo político y el
uniformismo lingüístico, es decir, cuando el nacionalismo
lingüístico tiene un cariz expansionista y glotofágico, la lengua
seleccionada como nacional se convierte en la única lengua
políticamente avalada, socialmente digna y difundida, y con ello
económicamente rentable en las comunidades del territorio que ocupa
la nación, aun cuando no sea la nativa de todos sus ciudadanos.
Según la visión
que tenga de las lenguas (especialmente de la que representa a la
nación) y según su modo de mover la lengua nacional en el tablero
político, el nacionalismo lingüístico puede revestir formas muy
diversas, que pueden darse incluso de manera combinada. Puede ser:
1.
Defensivo-conservacionista, si su fin es proteger y preservar
un determinado patrimonio cultural (caso de los nacionalismos de
todas aquellas comunidades culturales amenazadas por la expansión de
otras).
2. Irredentista,
si lo que se pretende es rescatar territorios y poblaciones perdidas,
que se consideran propias por razones históricas y lingüísticas
(caso, en cierto modo, del nacionalismo vasco).
3.
Segregacionista, si su
objetivo es distinguirse de otro grupo nacional culturalmente muy
afín (caso del blaverismo15
valenciano).
4.
Pluralista jerárquico, si
lo que se defiende es un marco político (autonómico o federal)
donde coexistan las diversas lenguas y culturas territoriales, pero
constituyendo una de ellas como lengua común (generalmente, la del
poder central), de tal modo que —salvo conflicto con políticas de
revitalización y conservación de lenguas minorizadas—16
se conceda a sus hablantes el privilegio de hacer uso de su lengua en
todo el Estado en virtud de la atribución del principio jurídico de
personalidad, que garantiza al individuo determinados servicios
públicos en su lengua independientemente del lugar donde se
encuentre. En contrapartida, los hablantes de las lenguas no
seleccionadas como lengua común —generalmente minorizadas a
consecuencia de una acción política de aculturación y
homogeneización— verán restringidos sus derechos lingüísticos a
la recepción de servicios públicos en su lengua exclusivamente en
su territorio de origen, en virtud del principio jurídico de
territorialidad. Este es el tipo de marco político que rige, por
ejemplo, en España. Cabe decir que esta situación es
particularmente conflictiva y acaba resultando en un proceso
enlentecido de homogeneización, en el que la lengua que cuenta con
el apoyo político del poder central va desplazando, por una acción
combinada de política y mercado, al resto de lenguas de un modo
mucho más taimado —por lo imperceptible— que una política de
persecución manifiesta. En cierto modo, el nacionalismo pluralista
jerárquico es la coartada perfecta del nacionalismo
ofensivo-expansionista para aniquilar al «otro».
5. Pluralista
igualitarista, si su fin es defender un tipo de organización
política de tipo confederal donde las diversas lenguas y culturas
vernáculas coexistan en igualdad de condiciones (caso de los
nacionalismos gallego y especialmente catalán).
6.
Ofensivo-expansionista, si su intención es anexionarse nuevos
territorios y expandir su lengua y cultura a otras comunidades
culturales, bien erradicando las formas de vida, la cultura y, por
ende, las lenguas autóctonas, bien marginándolas y minorizándolas.
De existir un sentimiento nacional en los pueblos de los territorios
anexionados, incluso se puede promover o forzar a la adopción de la
identidad dominadora y al abandono de la propia.
En este último
caso, en lo que respecta a la lengua, el nacionalismo
ofensivo-expansivo parte de tres premisas ideológicas
(Moreno Cabrera, 2008a: 109):
1. La primera es la
del carácter intrínsecamente superior de la lengua nacional.
2. La segunda es el
carácter políticamente unificador de la lengua nacional.
3. La tercera
consiste en suponer que, una vez desaparecido el Imperio, se puede
mantener la lengua como inductora de un imperio espiritual, que a su
vez permite legitimar el mantenimiento del imperio económico,
facilitando, dentro del bloque idiomático, un movimiento
internacional de capital real y de capital simbólico (lo que incluye
la lengua y la cultura, igualmente transformables en bienes
tangibles, como ya hemos señalado anteriormente), particularmente
beneficioso para la metrópoli.
El nacionalismo
español pertenece a esta última categoría, y, como veremos en
los apartados que siguen, la tercera premisa citada fundamentó el
giro hispanoamericanista del nacionalismo español, la ideología
de la unidad del idioma y el actual golpe de timón de la política
lingüística de la rae
y la Asale hacia el polimorfismo normativo y hacia un largamente
reclamado consenso interinstitucional.
[...]
1.5. El modelo
francés en las políticas de uniformación de España
Las políticas
lingüísticas de uniformación empezaron a desarrollarse en Europa
en los siglos XVI y
XVII, con la promulgación de las primeras leyes tendentes a
imponer una lengua oficial única para cada nuevo Estado nacional. En
un inicio, estas disposiciones únicamente afectaban a la esfera de
la actividad judicial o notarial, que tenían esencialmente
influencia en la lengua escrita, y no iban tan encaminadas a eliminar
las llamadas lenguas regionales como a difundir el
conocimiento en la lengua vernácula escrita de cada centro de poder,
y al incremento de su uso como lengua nacional, símbolo del poder
real, particularmente en detrimento del latín.
En
Francia, paradigma de
Estado nación unitarista y centralizado, como ya hemos señalado, el
decreto de Villers-Cotterêts, ordenado por Francisco I en 1539,
estableció que a partir de ese momento las actas jurídicas se
redactarían en francés, aunque la disposición estaba dirigida
contra el uso del latín y no contra el resto de lenguas, cuyo uso
quedaba recogido dentro de la categoría «langaiges maternels
françois». Sin embargo, en 1550, muerto ya Francisco I, la lengua
de la corte se impone sobre los patois
(variantes no cortesanas y resto de lenguas
del territorio francés).17
Y Luis XIV oficializa el uso del francés en Flandes (1684), Alsacia
(1685) y el Rosellón (1700). Su sucesor, Luis XV, hará otro tanto
en la parte alemana de Lorena (1784) y en Córcega (1768). Pero todas
ellas son medidas de control administrativo y formas simbólicas de
dominio a las que precedían cuatro siglos de expansión de diversas
ramas de la dinastía capeta, lograda por medio de guerras,
conquistas, enlaces dinásticos y maniobras políticas. A pesar de
ello, a finales del siglo XVIII
los Estados europeos (incluida Francia)
eran mayoritariamente pluriétnicos y plurilingües.
Aunque el
centralismo y la homogeneización de Francia no nacen con el proceso
revolucionario sino que hunden sus raíces, según hemos visto, en
una tradición establecida por la monarquía absoluta, con la
Revolución se instrumentalizan para la de defensa y propagación
ideológica y adquieren tintes de modernidad y laicicidad.
Como
ocurriría a lo largo de toda la historia de la evangelización, el
afán de proselitismo de la Iglesia católica la había llevado a
redactar sus catecismos en las lenguas locales del territorio
francés. Siendo lenguas que la Iglesia dominaba y alguna de ellas
compartidas por otras naciones, «al menos la parte parisina de la
Revolución teme que la existencia de lenguas distintas del francés
dentro del territorio nacional sea un arma para el enemigo, un campo
privilegiado para la subversión. Sin duda, a eso se debe que más
tarde el problema de Alsacia sea el más discutido: se impedirá el
uso del “alemán” en Alsacia (17 de diciembre de 1793; es decir,
del informe Grégoire),[18]
medida a la vez impopular e inaplicable, pues equivale a impedir que
la gran mayoría de alsacianos hable. Pero el mismo problema se
presenta en todas partes: se teme la sedición» (Calvet, 1974
[2002]: 192). Así, la lucha contra las lenguas locales que, en el
Antiguo Régimen francés, había sido sólo un medio y un símbolo
de dominio político restringido al ámbito administrativo, una vez
teorizada por la Revolución francesa, una vez integrada a la
ideología sobre la construcción y defensa de la nación
revolucionaria se plantea como un combate contra el oscurantismo
feudal y religioso y contra los movimientos contrarrevolucionarios, y
emprende un camino de verdadera ofensiva. La relación (evidente)
entre clero y lenguas regionales, y el vínculo (carente por completo
de evidencias) entre heteroglosia y sedición, junto con el no
despreciable influjo de las ideas jerárquicas sobre las lenguas
—cuyos fundamentos míticos y filosóficos acabamos de ver; §
1.4—, acabaron conformando un constructo ideológico que, en el
territorio francés, determinó el devenir del alsaciano, el bretón,
el vasco, el occitano, el catalán y el corso, denigradas como
lenguas de bárbaros y reducidas a lo familiar y a lo pintoresco:
Así, el combate entre las lenguas locales del territorio francés se muestra como un combate en pro de la cultura y contra la ignorancia, como un combate laico y republicano. Ése es el legado más importante de la Revolución Francesa, y a la vez el más impostado. [...] la condición de no-hablante de francés no necesariamente genera comportamientos políticos reaccionarios (uno se sonroja al tener que recordar semejantes evidencias; pero la izquierda francesa todavía hoy considera que el combate de los movimientos partidarios de esas nacionalidades es reaccionario), y el ejemplo de Suiza muestra que el plurilingüismo no es sinónimo de no-patriotismo (sin importar de hasta qué punto pueda considerarse una virtud el patriotismo). Sin embargo, para un institutor laico de la Tercera República cuyo horizonte político no iba más allá de la Marseillaise anti-cléricale de Léo Tacil, el alsaciano, el bretón y, en menor medida, el vasco, el occitano, el catalán, el corso serán lenguas antirrepublicanas y lenguas de curas. [Calvet, 1974 [2002]: 198.]
La
instrucción escolar se constituirá en el medio para atajar el
«peligro» de la diversidad lingüística. El 21 de octubre de 1793,
la Convención aprueba una ley que instituye las escuelas primarias
del Estado, a la que seguirán, en los meses siguientes, una serie de
disposiciones sobre la exclusiva enseñanza en francés, sobre la
prohibición expresa de otras lenguas y sobre la designación de
institutores hablantes de la lengua de París para cada comuna donde
no se hable francés. Pero la voluntad de desarrollar la enseñanza y
extender el francés topan contra un imponderable: la ausencia de
recursos humanos e infraestructuras que permitan materializar el afán
homogeneizador. Sin embargo, a pesar de la imagen de fracaso y
desorden que parece desprenderse del balance negativo entre los
muchos proyectos y las escasas realizaciones de la Revolución, y
aunque la voluntad homogeneizadora se quedó durante años en una
mera declaración de intenciones —en la esfera educativa, la
realidad demuestra que los niños nacidos entre 1780 y 1800 no
recibieron ningún tipo de instrucción—, como indica Pueyo (1996:
135) fue en este periodo histórico cuando se idearon y establecieron
los principios sobre las cuales se estructuraría posteriormente el
sistema educativo francés: la gratuidad, la obligatoriedad, el uso
exclusivo de la lengua nacional —inoculada a los no francófonos
con métodos pedagógicos verdaderamente represivos y humillantes—
y la neutralidad religiosa. Todos ellos se fueron alcanzando a lo
largo del siglo XIX
hasta consolidarse en el primer lustro de la década de 1880, en
tiempo de la Tercera República, cuando la parte sustantiva del
conjunto legislativo y reglamentario de la escuela francesa fue
promulgada por el ministro de Instrucción Pública Jules
Ferry, hombre también clave en la colonización
de Túnez e Indochina que aplicaría en el exterior el mismo ideario
chovinista de superioridad del francés y de la nación francesa como
símbolo de progreso y civilización. Así, a finales del XIX,
quedan establecidas las bases que apoyarán la conclusión de un
proceso de homogeneización cultural y control político central que
evoluciona del centralismo al nacionalismo,19
y de este al imperialismo con el asentamiento de un poderío mundial
cuyos símbolos de fortaleza son el dominio lingüístico y económico
del centro sobre las periferias estatal y colonial. En 1901, la
francesización de las clases
populares era ya casi completa: sólo un 16,5 % de la población era
analfabeta (en la lengua nacional, se entiende).
El proceso legal de
conformación y expansión de una lengua nacional no se inicia en
España hasta principios del siglo XVIII,
siguiendo la estela centralista de los borbones en Francia. Pero la
preeminencia del castellano entre las élites del moderno Estado
español había arrancado ya con el progresivo predominio político
interior que fue adquiriendo Castilla tras la unión con el segundo
mayor reino peninsular, la Corona de Aragón, en 1469, por enlace
dinástico entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, y se
asentó con la expansión exterior del reino castellano y el
establecimiento de la corte española en Madrid durante el reinado de
Felipe II.
Como entidad
histórica, la Corona de Castilla nace con la última y definitiva
unión de los reinos de León y de Castilla en el año 1230 y se
establece con la unión de las Cortes, algunas décadas más tarde.
Comprende los reinos de Castilla, León, Toledo (ya incorporado al de
Castilla), Galicia y Asturias (ya integrados en el de León), los
señoríos vascos (dependientes de Castilla, pero con legislación y
gobierno propios) y los territorios que se conquistarán a los árabes
(Córdoba, Jaén, Sevilla, Granada, Gibraltar, Algeciras, Molina de
Aragón y parte de Murcia —que fluctuó entre los reinos de
Castilla y Aragón—), hasta convertirse en 1469 en el dominio
peninsular más extenso y poblado.
La Corona de Aragón
era una entidad política nacida en 1137 de la unión dinástica
entre el Reino de Aragón y el condado de Barcelona, a la que se
sumarían los territorios conquistados a los árabes por la corona.
En 1469 estaba formado por el Principado de Cataluña, los reinos de
Aragón, Valencia y Mallorca, los condados de Rosellón y de Cerdaña,
Andorra, y los reinos de Cerdeña y de Nápoles.
Aunque con
progresivas restricciones, las realidades sociales, jurídicas y
económicas de los territorios de ambas coronas siguieron siendo
plurales e independientes hasta la victoria borbónica que puso fin a
la guerra de Sucesión y la promulgación de los Decretos de Nueva
Planta (1707-1716). Isabel y Fernando desarrollaron ciertas reformas
comunes y, sobre todo, una política exterior igualmente expansiva,
con Italia como zona de influencia catalanoaragonesa, y América y el
norte de África como zona de influencia castellana. Durante el
reinado de los Reyes Católicos, además, la corona catalanoaragonesa
se anexionó el reino de Navarra, y Castilla arrebató el reino de
Granada a los musulmanes y conquistó Melilla y las Canarias, dándose
así los primeros pasos de una hegemonía imperial española en el
mundo que duraría dos siglos.
Pese a la pujanza
económica y demográfica de la Corona de Castilla y a su progresivo
predominio político en el nuevo Estado, en el aspecto meramente
lingüístico la unificación territorial de las dos principales
coronas peninsulares no supuso cambios significativos. España, en
sus inicios, se conformó como Estado plurilingüe y su unificación
no se fundamentó en la lengua. Sin embargo, sí se dieron diversas
circunstancias que condujeron a la identificación entre lengua
castellana y lengua del poder y que condicionaron la evolución del
valor de mercado de las lenguas del nuevo reino. De entre ellas nos
interesa destacar especialmente, por su trascendencia para el modelo
de lengua académico, la castellanización
de la corte
y, con ella, de la élite administrativa, intelectual y social que
gravitaba a su alrededor, única clase social con acceso a la cultura
escrita y que podía permitirse el lujo de dedicarse al cultivo
literario. Así, el asentamiento en Castilla de la corte de la
monarquía hispánica, que alternó su sede entre diversas ciudades
castellanas (Valladolid, Toledo y Madrid) hasta que, en 1561, Felipe
II trasladó definitivamente su residencia a Madrid20
y la proclamó oficialmente capital de España, además de suponer
uno de los primeros pasos hacia una política centralizadora,
encumbró el castellano cortesano como lengua «elevada», atrajo a
buena parte de la aristocracia, que se castellanizó y abandonó el
cultivo literario de sus lenguas de origen, y afirmó el habla de las
élites del centro peninsular como modelo de prestigio. En el Reino
de Valencia, tras el fracaso de la revuelta de las Germanías, el
establecimiento en la ciudad de Valencia de la corte de la virreina
Germana de Foix y del duque de Calabria (1523-1550), quienes
fomentarían el uso y el cultivo artístico del castellano en la
misma medida en que reprobarían y ridiculizarían el del valenciano,
contribuyó a acentuar la castellanización de la nobleza valenciana,
un proceso consolidado por los jesuitas, que fundaron una universidad
en Gandía (1548) y un colegio en Valencia (1552) y actuaron
decididamente como agentes de castellanización de las élites en
este territorio de la corona catalanoaragonesa.
Para los Austria, la
pluralidad de España (jurídica, militar, política, monetaria y
también lingüística) pronto fue un obstáculo evidente para el
libre ejercicio del autoritarismo monárquico. En la primera mitad
del siglo XVII, ya en
plena decadencia del Imperio, los programas políticos del valido
de Felipe IV, el conde duque de Olivares, no hicieron sino
insistir en el avance hacia una deseada centralización y hacia una
uniformidad fiscal y unificación institucional y legal según el
modelo de Castilla, lugar donde la autoridad del monarca se ejercía
con menos cortapisas constitucionales («donde el poder del rey era
más efectivo que en cualquier provincia que mantuviera todavía sus
tradicionales libertades»; Palu Berna, 1982: 254). Para Olivares, la
fortaleza y eficacia del poder de la monarquía no eran posibles sin
reducir a unidad la pluralidad de reinos, provincias y virreinatos
que conformaban España, lo que permitiría eliminar las trabas a la
ejecutividad de su Gobierno y racionalizar la administración de los
recursos y de las rentas. En su pretensión de sacar a España de su
decadencia recuperando la época de grandeza imperial de Carlos I y
Felipe II, y ante una hacienda castellana exhausta —hasta entonces,
principal financista y también beneficiaria de la expansión
imperial trasatlántica—, dio pasos para obtener de los dominios no
castellanos los refuerzos humanos y financieros con que llevar a cabo
una política de expansión exterior. Esta política, concretada en
su proyecto de Unión de Armas, fue autoritariamente impuesta en
Castilla, duramente negociada en los reinos de Aragón y Valencia y
rotundamente rechazada en el Principado de Cataluña, celoso de sus
libertades y privilegios y también sumido en una situación de
fuerte crisis económica e inestabilidad social. Olivares,
pretendiendo superar esta oposición, convirtió la frontera catalana
en el escenario de las operaciones militares hispanas tras el
reingreso de Francia en la Guerra de los Treinta Años en 1635. Sin
embargo, la ocupación militar de los tercios de Felipe IV y las
devastaciones subsiguientes acabaron provocando la sublevación de
los campesinos del norte de Cataluña, lo que desencadenaría una
serie de procesos secesionistas (la guerra de secesión catalana, o
guerra de los Segadores [1640-1652]; la rebelión independentista
portuguesa [1640] y la conspiración secesionista andaluza de 1641)
que pondrían a la monarquía hispánica en una situación crítica y
cuyo saldo fue la pérdida definitiva del reino de Portugal,
anexionado a España en 1581, y de los territorios catalanes del
Rosellón, el Conflent, el Vallespir y una parte de la Cerdaña,
cedidos a Francia en 1659 por el Tratado de los Pirineos.
En 1700, la muerte
sin descendencia del último Austria, Carlos II el Hechizado,
llevaría al trono de España, por disposición testamentaria del
difunto rey, al nieto de Luis XIV (el Rey Sol), Felipe de Anjou,
quien en un inicio sería aceptado unánimemente como rey de España
(con los títulos de Felipe V de Castilla y Felipe IV de
Cataluña-Aragón) por las coronas de Castilla y de Aragón, cuyos
fueros juró observar. La asunción europea de esta transición
dinástica tuvo, en cambio, escasa duración debido a las
subsiguientes muestras de agresivo expansionismo de Luis XIV, que
alarmarían a las potencias extranjeras, sobre todo a Inglaterra, la
principal garante de la fórmula diplomática que aseguraba el
equilibrio continental de poderes. En mayo de 1702, la alianza
formada por Inglaterra, el Sacro Imperio Romano Germánico, las
Provincias Unidas de los Países Bajos y Dinamarca declararon la
guerra a Francia y España. Un año más tarde, Portugal y Saboya se
unirían a esta fuerza internacional en una guerra por la sucesión
española en la que, de hecho, se dirimían poderosos intereses
mercantiles, políticos y estratégicos europeos, y en la que las
fuerzas aliadas apoyarían al que, hasta el momento sin suerte, se
había postulado también como candidato al trono: el archiduque
Carlos de Austria, hijo del emperador del Sacro Imperio, Leopoldo I.
Así, Carlos de Austria fue proclamado rey de España en la corte de
Viena el 12 de septiembre de 1703, con el título de Carlos III. En
el desarrollo de la guerra en España, numerosos factores dividieron
las adhesiones de las instituciones y súbditos de las coronas de
Castilla y de Aragón: la rivalidad entre ambas coronas; los vínculos
económicos y competencia mercantil de los territorios peninsulares
con los países de cada bando; las ya enrarecidas relaciones de la
monarquía con las instituciones y los súbditos de la corona de
Aragón; la torpeza de los primeros pasos políticos de Felipe V en
la propia Corte central y particularmente en el Principado de
Cataluña; la propaganda desplegada por los partidarios de uno y otro
pretendiente para presentar sus respectivos proyectos políticos, y
el vivo sentimiento xenófobo contra Francia del Principado catalán
y del Reino de Valencia, causado por el balance negativo que para los
territorios catalanes había tenido la Paz de los Pirineos (1659) y
por las atrocidades cometidas por las tropas francesas durante la
Guerra de los Nueve Años (bombardeo de Barcelona en 1691,
destrucción de Alicante en 1692, asedio y ocupación de Barcelona en
1697...).
Los reinos de la
confederación catalanoaragonesa optaron mayoritariamente por
rechazar a Felipe V y abrazar la causa austracista, cuyo candidato
les había ofrecido garantías de apoyar en España un sistema
político federal bajo una misma corona, confiando en que esta opción
aseguraría el respeto de los fueros, constituciones y privilegios de
cada territorio —ya mermados en la corona catalanoaragonesa—,
aligeraría las cargas tributarias y satisfaría las aspiraciones de
las noblezas aragonesa y catalana de participar en los órganos
administrativos de la monarquía. Por contra, también en su mayoría,
los territorios de la Corona de Castilla seguirían al lado de Felipe
de Anjou quien, para sus opositores peninsulares, encarnaba el modelo
francés de Estado absolutista centralizado que ya había dejado su
huella en los territorios anexionados tras el Tratado de los Pirineos
(Rosellón, Conflent, Vallespir y parte de la Cerdaña), donde Luis
XIV había incumplido el compromiso de mantener sus leyes e
instituciones.
La muerte en 1711
del emperador José I otorgó la corona del Sacro Imperio Romano
Germánico al archiduque, quien abandonó Barcelona —donde había
sido reconocido como rey legítimo y había instalado su corte real
en 1705—, para tomar posesión del trono imperial, dejando a su
esposa como reina gobernadora. Ese mismo año murió el padre de
Felipe de Anjou, delfín de Francia, lo que colocó a este en una
posición más cercana a la sucesión de Luis XIV. Los nuevos bloques
de poder que perfilaban estos hechos dieron un vuelco a la situación
y llevaron a acelerar las negociaciones de paz (Tratados de
Utrecht-Rastadt) que se desarrollarían entre 1712 y 1714. Como
resultado de las negociaciones, Felipe de Anjou obtuvo el
reconocimiento como rey de España y de las Indias por parte de todos
los países firmantes, asumiendo la prohibición de unificar España
y Francia bajo una misma corona; Inglaterra, especial beneficiaria de
las negociaciones de paz, logró a cambio el territorio
catalanoaragonés de Menorca (en manos británicas intermitentemente
hasta 1802) y el castellano de Gibraltar (aún hoy británico), y
sumó ventajas económicas que le permitieron romper el monopolio
comercial de España con sus colonias, hecho relevante en el
posterior desarrollo del hispanoamericanismo, como veremos (§ 2.1).
Carlos de Austria, ya emperador, recibió Flandes, Milán, Nápoles y
Cerdeña, y Saboya, la isla de Sicilia, con lo que se liquidaba el
imperio hispánico en Europa. Así, las tropas austríacas iniciaron
la evacuación de Cataluña, que reaccionó reuniendo a la Junta
General de Brazos (representación de los estamentos eclesiástico,
militar y real o popular). Bajo la presión de la menestralía
barcelonesa, del brazo popular, de los combatientes de todo el
Principado y con el apoyo moral de los refugiados austracistas
valencianos, aragoneses e incluso castellanos, cuyos territorios
habían sido ya tomados por el Borbón, la Junta decidió organizar
la resistencia. Con fuerzas muy desiguales a un bando y otro,
Cataluña libró batalla durante casi catorce meses contra el
Ejército francoespañol de Felipe V, conflicto que finalizaría
cuando las tropas felipistas rompieron el sitio de Barcelona el 11 de
septiembre del 1714.21
Mallorca, Ibiza y Formentera, territorios de la corona
catalanoaragonesa, cayeron diez meses más tarde (11 de julio del
1715). La causa austracista, sin embargo, no terminó aquí; muchos
de sus partidarios españoles siguieron a su candidato hasta Viena, y
el ya emperador Carlos VI siguió aferrado a la herencia española:
desde la Paz de Utrecht en 1713 a la Paz de Viena en 1725 apoyó en
distintos momentos las instituciones y las libertades políticas de
la Corona de Aragón.
Como temían sus
opositores, con el establecimiento de la dinastía borbónica se
inició un proceso
de centralización y unitarismo
efectivamente mucho más decidido y sistemático que el de la
dinastía precedente, cuya primera materialización fue la
promulgación de los Decretos
de Nueva Planta (1707-1716) en
las zonas que fueron cayendo bajo dominio de Felipe V.
Entre
otras repercusiones, estas medidas comportaron duras represalias
contra los súbditos y reinos austracistas. Así, mientras que Felipe
V mantuvo los fueros del Reino de Navarra y de las Provincias
Vascongadas en agradecimiento por su apoyo en el conflicto sucesorio,
dispuso en cambio la anexión de las tierras de la confederación
catalanoaragonesa al reino de Castilla, y la abolición del régimen
jurídico,22
de la autonomía monetaria y fiscal, de las divisiones
administrativas y de las instituciones de autogobierno de los
diversos reinos de la confederación, y su sustitución por el
sistema castellano; y, en lo lingüístico y educativo, el cierre de
las universidades catalanas, su sustitución por la nueva Universidad
de Cervera y la castellanización de la Administración de Justicia.
Hasta entonces, las lenguas administrativas de la corona
catalanoaragonesa habían sido el latín, el aragonés y el catalán,
con progresivo predominio de este último, que quedaría modelado en
la Cancillería Real creada en 1276 por Jaime I, en una forma que
serviría de estándar a las diversas instituciones oficiales
(Generalitat de Catalunya, Generalitat del Regne de València y
Consell General del Regne de Mallorca, así como municipios y
notariado).
Al igual que los
borbones franceses o el valido Olivares, el gobierno de Felipe V veía
la uniformación lingüística de España según el idioma del centro
cortesano como un signo (interior y exterior) de fortaleza y dominio
del monarca, y como un medio evidente de implantación de un sistema
administrativo y jurídico unificado, que facilitaría el gobierno,
la vertebración y la modernización del país —un desarrollo
estructural y económico que tardaría aún mucho en alcanzarse de
manera integral, sin embargo—. Pero, a diferencia de sus sucesores,
para el primer Borbón español la implantación del castellano en
los diferentes ámbitos de uso lingüístico debía realizarse, en
esta primera etapa, de manera sutil y progresiva, por manos de
diversos agentes de castellanización (funcionarios, prelados y
militares desplazados a las zonas por uniformar), a fin de vencer la
previsible resistencia de las diferentes naciones que se pretendía
subsumir en una sola. Así se manifestaba en las instrucciones
secretas del fiscal del Consejo de Castilla, José Rodrigo
Villalpando, dirigidas a los corregidores de Cataluña23
(29/01/1716):
Lo sexto se podria prevenir el cuidado de introducir la lengua Castellana en aquel Pais. La importancia de hacer uniforme la lengua se ha reconocido siempre por grande, y es un señal de la dominacion o superioridad de los Principes o naciones ya sea porque la dependencia o adulazion quieren complacer o lisongear, afectando otra naturaleza con la semejança del ydioma; o ya sea porque la sugeccion obliga con la fuerza. Los efectos que de esta uniformidad se siguen son mui beneficiosos, porque se facilita la comunicación y el comercio; se unen los espiritus divididos o contrarios por los genios; y se entienden y obedecen mejor las Leyes y Ordenes. = Pero como a cada nacion parece que señala la naturaleça su idioma particular, tiene en esto mucho que vencer el arte y se necesita de algun tiempo para lograrlo, y mas quando el genio de la Nacion como el de los Catalanes es tenaz, altivo, y amante de las cosas de su Pais, y por esto parece conbeniente dar sobre esto instrucciones y providencias mui templadas y disimuladas, de manera que se consiga el efecto sin que se note el cuidado. Y la maior comunicación que aora abra obrará mucho en esto, como se ha esperimentado en Barcelona mismo, y en Flandes por el concurso de los Militares. Y esto también podrán adelantar mucho los Prelados, y prevenirseles que lo soliçiten. [...] Porque en Navarra se abla Basquence en la maior parte. Y van a governar Ministros Castellanos. [...] Pero pareze preziso hacer sobre esto alguna reflexion, porque los Catalanes sentirian mucho que se les despreciase o violentase en esto, y en el cuerpo de aquel Prinzipado está mui llagado y teniendolo sugeto y quieto con la fuerça, se nezesita de curarlo con suavidad. [cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 21-22.]
1.6. La política
asimilacionista española: base cultural, instrumentos y limitaciones
1.6.1. Las
estructuras de asimilación: Real Academia Española y escuela
Pese a la
«delicadeza» de sus primeras medidas homogeneizadoras, se puede
decir que con Felipe V arranca una política lingüística
uniformista en toda regla, cada vez más amplia y explícita, que
muestra, por un lado «una clara orientación sustitutoria;
es decir, las actuaciones oficiales se encaminan a que el español
se convierta en lengua de todo el territorio, tanto peninsular como
americano; y, por otro lado, [...] institucionalizadora;
es decir, a partir de la labor de la Academia Española y con pleno
apoyo del poder real, se intenta proponer una modalidad de lengua
para que se convierta en lengua del reino, sin que haya un
código-modelo previo establecido en la totalidad del reino» (García
Folgado, 2005: 69; la negrita es nuestra).
En
efecto: en la progresiva conformación de estructuras
asimilacionistas se acabaron integrando también muchas de las
academias lingüísticas
que las corrientes del humanismo vernáculo y el pensamiento
ilustrado habían hecho florecer en Europa desde el siglo XVI:
Accademia della Crusca (1583), con
sede en Florencia; Académie Française (1635), con sede en París;
Real Academia Danesa de las Ciencias y las Letras (1742), con sede en
Copenhague; Academia das Ciências de Lisboa (1779), con sede en
Lisboa, y Academia Rusa de las Ciencias [transliterado del ruso:
Rossískaya Akadémiya Naúk] (1783), con sede en Moscú. En un
momento en que la lengua y la cultura se convirtieron en arma
política e instrumento propagandístico de puertas afuera —al
igual que hoy—, para exhibir por medio de ellas el poder de una
nación y su influencia sobre las demás, y de puertas adentro en
medios de consolidación de una identidad nacional común, muchas de
estas instituciones fueron recibiendo el apoyo oficial que las
confirmaba como instrumentos de planificación al servicio de la
codificación, glorificación e implantación efectiva de la lengua
nacional.
Este
fue el caso también de la Academia Española, que surgió del
fermento intelectual provisto por los cenáculos de novatores24
que proliferaron en ciudades como Madrid, Sevilla, Valencia o
Barcelona durante el reinado de Carlos II, y donde se elaboró una
«“conciencia del atraso” basada en la percepción de las
diferencias culturales entre España y los países de su entorno»
(Velasco Moreno, 2000: 43). Esta orientación tenían las tertulias
que organizaba desde 1713 en la biblioteca de su casa don Juan Manuel
Fernández Pacheco, marqués de Villena, mayordomo mayor del rey,
quien durante la contienda sucesoria se había declarado
decididamente borbónico, lo que le había valido el virreinato de
Nápoles hasta 1711.25
El objeto de aquellas tertulias, integradas por eruditos y por
miembros de los estamentos eclesiástico y nobiliario, abogados y
consejeros de los tribunales de la monarquía con pujos culturales,
será materializar la aspiración de don Juan Manuel de constituir
una academia dedicada al estudio de las ciencias y las artes («es
decir, la Academia total»; Álvarez de Miranda, 1996: 88), como las
que ya había en Europa. De hecho, el propio marqués era miembro de
la Academia de Ciencias de París (Álvarez de Miranda, 1996: 87).
Para Fernández Pacheco, al
igual que más adelante para Luzán y para los Iriarte (v. § 1.7),
las academias eran la «expresión de una mentalidad y una concepción
integrada del Saber de carácter enciclopédico y de raíz baconiana»
y «un adecuado marco organizativo para el desarrollo colectivo y
acumulativo del conocimiento que, por ende, revertiría en beneficio
de la nación» (Velasco Moreno, 2000: 46). Pero siendo el primer
objetivo de la institución (constituida el 3 de agosto de 1713) la
elaboración de un diccionario como el que habían realizado la
Accademia della Crusca y la Académie française, pronto se perfiló
como una academia eminentemente dedicada al cultivo de la lengua
según un cierto ideal estético nacional (casticismo) y una
determinada concepción del devenir del lenguaje fundamentada en la
idea de la corruptio
linguae (v. § 1.4)
y de la necesidad de actuar sobre él para fijarlo (purismo),26
pero en todo momento puesta al servicio de la gloria de la nación y
de su consideración internacional. Así, en
la sesión del 10 de agosto de 1713, se aprobaron dos relevantes
documentos: «el memorial que el marqués ha compuesto para notificar
al rey la constitución del Cuerpo, declararle sus fines e implorar
su amparo; y la planta o guía de trabajo para realizar el
Diccionario» (Lázaro
Carreter, 1972: 21). El memorial presentado al rey explicita el plan
de la Academia Española y sus objetivos de este modo:
SEÑOR. El Marqués de Villena, Duque de Escalóna, à los pies de V. Magestad, dice, que haviendole manifestado diferentes Persónas de calidád, letras, y ardiente zelo de la glória de V. Magestad, y de nuestra Nación, el deseo que tenían de trabajar en común à cultivar y fijar en el modo possible la pureza y elegáncia de la léngua Castellana dominante en la Monarchía Españóla, y tan digna por sus ventajosas calidades de la sucessión de su madre la Latina, le pareció ofrecer su casa y Persóna para contribuír à tan loable intento; pero como esta sea matéria en que se interessa el bien público, glória del Reinado de V. Magestad, y honra de la Nación, no es justo nos venga este bien por otra mano que por aquella en quien Dios ha querido poner la defensa de nuestra libertad, y de quien esperámos nuestra entera restauración: por lo qual acudimos à los pies de V. Magestad, pidiendole se sirva de favorecer con su Real Proteccion nuestro deseo de formar debaxo de la Real autoridád una Académia Españóla, que se exercite en cultivar la pureza y elegáncia de la léngua Castellana: la qual se componga de veinte y quatro Académicos, con la facultad de nombrar los oficios necessários, abrir sellos, y hacer estatútos convenientes al fin que se propóne: dispensando V. Magestad à los sugétos que la compusieren los honores y privilégios de criados de su Real Casa: a cuya glória se dirigirán siempre sus trabájos, como sus votos à la mayor felicidád de V. Magestad, y de su augusta familia. [Diccionario de la lengua castellana [Autoridades], i, 1726: XVIII-XIX.]
El 3 de octubre de
1714, pese a las reticencias del Consejo de Castilla, que no creía
capacitados a los bisoños académicos para llevar su proyecto a buen
puerto, un Felipe V que no tenía el castellano como lengua materna
estampó su firma en el documento que fundó oficialmente la Academia
Española, ya como Real, y la puso bajo su protección, reconociendo
la utilidad que los planes académicos de cultivo y fijación de la
lengua tenían para el engrandecimiento de la nación unificada:
Y como este desígnio, que ahóra me representa el Marqués, ha sido uno de los principales que concebí en mi Real ánimo, luego que Dios, la razon, y la justícia me llamaron à la Coróna de esta Monarchía, no haviendo sido possible ponerle en execución entre las contínuas inquietúdes de la guerra: he conservado siempre un ardiente deséo de que el tiempo diesse lugar de aplicar todos los medios que puedan conducir al público sossiego, y utilidád de mis súbditos, y al mayor lustre de la Nación Españóla. Y como la experiencia universal ha demonstrado ser ciertas señáles de la entera felicidád de una Monarchía, quando en ella florecen las Ciencias, y las Artes, ocupando el trono de su mayor estimación. Y como estas se insinúan y persuaden con mayor eficácia, quando se hallan vestidas y adornadas de la eloqüéncia, y no se puede llegar à la perfección de esta, sin que priméro se hayan escogido con sumo estúdio, y desvélo los vocablos y phrases mas próprias, de que han usado los Autores Españóles de mejor nota, advirtiendo las antiquadas, y notando las bárbaras, ò baxas: de modo, que trabajando la Académia à la formación de un Diccionario Españól, con la censura prudente de las voces y modos de hablar, que merécen, ò no merécen admitirse en nuestro Idióma, se conocerá con evidéncia, que la léngua Castellana es una de las mejores que oy están en uso, y capáz de tratarse, y aprenderse en ella todas las Artes y Ciencias, como de traducir con igual propriedád y valentía qualesquiera origináles, aunque sean Latinos, ò Griegos. Y como de intento tan ilustre se origína tambien el mas elevado crédito de la Nación, pues manifiesta el copioso número de sugétos que adornan esta Monarchía, insignes en todas letras, y en la professión de la eloqüéncia Españóla, de que resulta el esplendór de mis súbditos, y la mayor glória de mi gobierno. [rae, Diccionario de la lengua castellana [Autoridades], i, 1726, «Historia de la Real Academia Española»: XXVI-XXVII.]
El canon de lengua
académico resultante del Diccionario que el rey se
comprometía a avalar iba a servir, además, para guiar el empleo del
idioma entre los cargos de las estructuras administrativas,
eclesiásticas y educativas del Estado donde los propios académicos
se desempeñaban y adonde se enviaron los sucesivos volúmenes de la
obra (Álvarez Barrientos, 2006: 102). Así el Diccionario se
presentaría como el instrumento necesario para que el castellano
tuviera «su mejor uso en Palacio, y sus regias Secretarías, en los
Consejos, Tribunales, Universidades, Cáthedras, Púlpitos, Colegios
Mayóres, y demás Ministerios, à donde respectivamente tenian los
Académicos decoroso destino» (rae,
Diccionario de la lengua castellana [Autoridades], vi,
1739, «Continuación a la historia de la Academia»: s. p.).
En la segunda
mitad del XVIII,
durante el periodo de despotismo ilustrado de Carlos
III, la castellanización peninsular quedó
vinculada al proceso de reforma de la instrucción pública,
considerada el pilar fundamental para la racionalización y
unificación de la administración y para la modernización y el
progreso económico del Estado nacional. Así, en la real cédula de
Aranjuez de 23 de junio de 1768, Carlos III estableció la
obligatoriedad del castellano en la vida pública, ampliando su uso
forzoso a los tribunales de justicia de todos los niveles y a las
curias episcopales, y lo impuso en las escuelas de primeras letras
como lengua única de enseñanza, en detrimento del latín y del
resto de lenguas peninsulares:
VII. Finalmente mando, que la enseñanza de primeras Letras, Latinidad, y Retórica se haga en lengua castellana generalmente, donde quiera que no se practique, cuidando de su cumplimiento las Audiencias y Justicias respectivas, recomendándose también por el mi Consejo á los Diocesanos, Universidades, y Superiores Regulares para su exâcta observancia, y diligencia en extender el idioma general de la Nacion para su mayor armonía y enlace recíproco.VIII. [...] Por tanto, encargo á los muy Reverendos Arzobispos, Reverendos Obispos, Priores de las ordenes, Visitadores, Provisores, Vicarios y demas Prelados, y Jueces Eclesiásticos de estos mis reynos; y mando a los del mi Consejo, Presidentes y Oidores, Alcaldes de mi Casa y Corte, y de las mis Audiencias y Chancillerías, Corregidores, Asistente, Gobernadores, Alcaldes-mayores y ordinarios, y demas Jueces y Justicias de estos mis reynos, guarden, cumplan y executen, y hagan guardar y observar en todo y por todo las Declaraciones que ván hechas en esta mi Real Cédula, por ser indispensablemente precisas para uniformar el gobierno y administracion de la Justicia en todos mis reynos en los negocios forenses; teniendo relacion las Escuelas menores en la lengua Castellana, con la facilidad de que los Subalternos se instruyan en ella, para exercitarla en los Tribunales. [...] [Cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 37.]
A partir de este
momento, en las sucesivas políticas borbónicas la institución
escolar pasó a convertirse no sólo en un instrumento básico para
la instrucción de un funcionariado que operaría de forma homogénea
en todo el Estado, según se da entender en el párrafo citado, sino
en una pieza estratégica en el proceso de asimilación a la cultura
y la lengua dominantes y en la construcción de una nación española
de matriz castellana. Así se había puesto previamente de manifiesto
en el documento fechado el 6 de mayo de 1768, por el cual el Consejo
de Castilla consultó al rey Carlos III sobre los asuntos tratados en
la real cédula y sobre su promulgación:
[...] seria preciso tanvien que la enseñanza de primeras Letras, Latinidad y Retorica fuese en Lengua Española, porque sin esto no puede hacerse general, como conviene a la mejor unión de todas las Provincias de la Monarquia que es un punto esencial sobre que debe trabajar todo Gobierno, para que depuesto todo espiritu provincial se subrogue el laudable de Patria o Nación. [Cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 40.]
En las colonias
españolas, la real cédula de 1768 tuvo su correlato en otra de
1770, en la que Carlos III, después de realizar una descripción
pormenorizada de la situación lingüística en los territorios
imperiales de América y Filipinas, dispuso que en ellos «[...] de
una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes
Idiomas de que se usa en los mismos Dominios, y sólo se hable el
Castellano, como está mandado por repetidas Leyes, Reales Cédulas y
Órdenes expedidas en el asunto [...]» (Solano, 1991: 194). Del
mismo modo que en España la dinastía borbónica sustituyó casi por
completo y de un plumazo el sistema político-administrativo
precedente e implantó en su lugar el modelo centralista y
uniformista francés, en las colonias la disposición de 1770 supuso
un brusco recrudecimiento del «liberal» asimilacionismo de la
política lingüística colonial del XVII,
sustentado en dos creencias recurrentes sobre la ingobernabilidad de
un imperio plurilingüe:
1. La idea de la
existencia de una suerte de unión natural entre los hablantes de una
misma lengua, que para muchos explicaba el odio de muchos indígenas
hacia los españoles. La solución para acabar con su animadversión
resultaba evidente: si desaparecían las diferencias lingüísticas
entre colonos y colonizados, «la integración en un solo pueblo o
nación sería un hecho» (Sueiro Justel, 2001: 704).
2. El temor,
particularmente por parte de la Iglesia, de que la pervivencia de las
lenguas precolombinas pudiera suponer también la preservación de la
cultura y las creencias de los pueblos indígenas, y con ellas de sus
ritos y valores heréticos.
Pese a la expulsión
de los jesuitas en 1767, la Iglesia desempeñó también una
función principal en la política castellanizadora desarrollada en
España desde el siglo XVIII,
al aplicar diligentemente el mandato real de Carlos III a un ámbito
que aún pertenecía a su dominio: la educación. De hecho, los
escolapios «encuentran en la real cédula la reafirmación de su
propio método de estudio, que se distancia del de los jesuitas,
precisamente, en el uso del castellano y no del latín como lengua de
docencia» (García Folgado, 2005: 75). La élite que constituía una
de las principales estructuras reformistas de la Ilustración, las
sociedades económicas de amigos del país, apoyó también la
generalización del castellano como elemento de cohesión de la
nación española y vehículo de modernización y progreso económico
por medio de las escuelas patrióticas, las escuelas de primeras
letras y las escuelas especiales.
La
protección
que la corona dispensó a la Academia
Española desde casi sus albores
cristalizó asimismo durante el reinado del rey ilustrado. El
3 de octubre de 1763, una real provisión recomendaba a los maestros
de primeras letras «instruirse [...] en la Ortographia Castellana de
la Real Academia Española por lo breve y claro de sus preceptos y
acomodar la escritura a la pronunciación; examinándose a los
Maestros que entrasen de nuevo por esta Ortographia para evitar la
variedad y vicio en la escritura común» (Ruiz Berrio, 2004: 128).
El 22 de diciembre de 1780, dentro del proceso de
reforma del aparato educativo del Estado, en la provisión por la que
se creaba el Colegio Académico del Noble Arte de Primeras Letras se
establecía asimismo la obligación de que
En todas las escuelas del Reyno se enseñe á los niños su lengua nativa [sic] por la Gramática que ha compuesto y publicado la Real Academia de la Lengua: previniendo, que á ninguno se admita á estudiar Latinidad, sin que conste ántes estar bien instruido en la Gramática española. = Que asimismo se enseñe en las escuelas á los niños la Ortografia por la que ha compuesto la misma Academia de la Lengua: y se previene, que para facilitarles esta enseñanza, los maestros pongan en las muestras, que les dan para escribir, las reglas prácticas de esta Ortografia, que son las que estan de letra cursiva al fin de cada capítulo, en las quales se recapitulan brevemente los preceptos que por extenso se han dado en él; pues con el exercicio continuo de escribirlas diariamente las aprenderán de memoria sin trabajo. [Novísima recopilación de leyes de España..., libro VIII, título primero, ley IV: 4.]
Previamente se había
solicitado un informe a la Real Academia Española en lo concerniente
a las pautas que debían seguirse en la enseñanza de la lengua,
informe que se reproduce íntegramente en los estatutos del Colegio
Académico del Noble Arte de Primeras letras (recogidos en la real
provisión) y en el que, además de las obras anteriores para la
enseñanza y también para la preparación de los candidatos al
magisterio, la rae
recomienda a estos el manejo de su Diccionario:
Para que los Maestros lleguen a poseer prefectamente la lengua Española, y puedan con facilidad enseñarla a sus Discípulos, además de las reglas de la Gramática, y el uso de hablarla, es preciso que añadan la continua leccion en los buenos autores, [...]; y para saber quales voces, y frases antiquadas, y entenderlas, se ha de tener siempre a la mano el Diccionario de la Lengua Castellana. [Luzuriaga, 1916: 156-157.]
Tras los últimos
intentos ilustrados de reforma de la política educativa en los
primeros años del siglo XIX,
la invasión del Ejército napoleónico, la guerra de la
Independencia y los hechos de 1808 (abdicación de Carlos IV y
entronización de José Bonaparte) originaron una profunda crisis
política, financiera y educativa que dio paso a un periodo de
confrontación entre dos posturas irreconciliables y mutuamente
excluyentes: la del liberalismo gaditano y la del absolutismo ―más
o menos radical― del Antiguo Régimen. Las circunstancias bélicas
y políticas de 1808 abrieron, tanto en el Gobierno afrancesado de
José Bonaparte como en la Junta Suprema Central y Gubernativa del
Reino (en Cádiz, reconstituida como Consejo de Regencia), la
posibilidad de replantear el sistema educativo desde bases renovadas.
El Consejo de Regencia decretó el 2 de junio de 1809 la creación de
la Comisión de Cortes, constituida por siete juntas, una de ellas
encargada de presentar un proyecto de Constitución, y otra, del
ordenamiento de la instrucción pública bajo la presidencia de
Jovellanos, quien redactó para tal fin las Bases para la
formación de un plan de instrucción pública. El 19 de marzo de
1812, con la jura de la Constitución de Cádiz, los notables del
Estado estrenaron en España el guión del liberalismo europeo y su
manera de entender el poder. Pese a sus escasísimas consecuencias
prácticas, su influencia, más a largo que a breve plazo, sería
evidente en el futuro ideológico, político, legal y, por ende,
educativo del país. Los fundamentos ideológicos en materia
educativa del liberalismo gaditano eran una combinación del ideario
ilustrado (fe en la instrucción pública como difusora del
conocimiento y necesidad de estatalización de la educación) con los
principios netamente liberales (educación como derecho político y
medio de modelación del nuevo ciudadano del Estado liberal). Por
ello la enseñanza debía ser general y uniforme, tener un carácter
nacional y estar centralizada, esto es, organizada y supervisada por
el Gobierno liberal central. De acuerdo con estos principios, la
Constitución de Cádiz incluía en su título ix,
«De la instrucción pública», disposiciones orientadas al
establecimiento de escuelas de primeras letras, de universidades y
otros establecimientos educativos; a la elaboración de planes de
estudio uniformes, y a decretar la capacidad del Estado de ordenar la
enseñanza y controlar su ejecución. Aunque en la Constitución
gaditana no se hace ninguna referencia al castellano como lengua de
la nación ―de hecho, no sería lengua constitucionalmente nacional
hasta 1931―, sí se trata de ella en términos defensivos y
chovinistas en las discusiones previas a la elaboración del título
ix:
Señor, la decadencia de la lengua española, atestiguada por una inundación de libros y papeles que la han viciado y desfigurado en esta última época, hasta robarle su riqueza, propiedad y hermosura, y aquel caracter decoroso y noble que la constituye la reina de las lenguas vivas del mundo, exige a la Nación reunida un testimonio el más auténtico de la justa protección que se merece. [Discusión del Proyecto de Constitución de 1812, sesión del 17 de enero de 1812, p. 371; cit. en García Folgado, 2005: 80).
En estos debates
previos a la redacción del título dedicado a la instrucción
pública no sólo se menciona el papel que debe desempeñar la lengua
española como vehículo de la enseñanza de las ciencias (en lugar
del latín y, por supuesto, de cualquier otra lengua peninsular),
sino la importancia de la Academia
Española en la preservación «de la pureza, propiedad y decoro de
la lengua» (Discusión del Proyecto de Constitución de
1812, sesión del 17 de enero de 1812, p. 372; cit. en García
Folgado, 2005: 80).
Tras la jura de la
constitución, la Comisión de Constitución de las Cortes ya no
volvió apenas a ocuparse de la educación pública; el resto de la
labor educativa correspondió a su Comisión de Instrucción Pública
y a la Junta especial nombrada por el Gobierno, a la que se encargó
un informe o plan de bases sobre el que desarrollar el ordenamiento
educativo. En septiembre de 1813, la Junta especial entregó el
«Informe de la Junta creada por la Regencia para proponer los medios
de proceder al arreglo de los diversos ramos de instrucción
pública», firmado por el escritor y poeta Manuel José Quintana y
conocido por ello como Informe
Quintana, que, junto con el título ix
de la Constitución, constituye «el documento representativo del
liberalismo gaditano en materia educativa» (Delgado Criado, 1994:
41) y dio origen al Dictamen y Proyecto de decreto sobre el
arreglo general de la enseñanza pública, de 1814 y
ulteriormente al Reglamento de instrucción pública de 1821,
la primera ley escolar del siglo promulgada tras el triunfo de Riego
y de vida efímera. La propuesta de Quintana giraba en torno a los
siguientes ejes:
• enseñanza
pública;
• uniformidad de
libros de texto y métodos pedagógicos;
• gratuidad de la
enseñanza pública;
• organización en
tres niveles de enseñanza;
• predominio de la
lengua española:
Debe pues ser una la doctrina en nuestras escuelas, y unos los métodos de su enseñanza, a que es consiguiente que sea también una la lengua en que se enseñe, y que esta sea la lengua castellana. Convendráse generalmente en la verdad y utilidad de este último principio para las escuelas de primera y segunda enseñanza; pero no será tan fácil que convengan en ello los que pretenden que los estudios mayores o de facultad no pueden hacerse dignamente sino en latín. [...] es un oprobio del entendimiento humano suponer que la ciencia de Dios y la de la justicia hayan de ser mejor tratadas en este ridículo lenguaje que en la alta, grave y majestuosa lengua española. Aún mucha parte de la enseñanza en estas mismas ciencias se hace generalmente en castellano. ¿Por qué no toda? Los pueblos sabios de la antigüedad no usaron de otra lengua que la propia para la instrucción: lo mismo han hecho, y con gran ventaja, muchas de las naciones en la Europa moderna. La lengua nativa es el instrumento más fácil y más a propósito para comunicar uno sus ideas, para percibir las de los otros, para distinguirlas, determinarlas y compararlas. [...] Por último, el idioma español ganaría infinitamente en ello, puesto que a las demás dotes de majestad, color y armonía que todos le confiesan, añadirá la exactitud y el carácter científico, que en concepto de muchos no ha adquirido todavía. [M. J. Quintana, 1813: en línea.]
El
intento modernizador burgués de las Cortes de Cádiz quedó en vía
muerta tras el retorno de Fernando VII y
la restauración del Antiguo Régimen
en su persona (1814-1833). La crisis económica ocasionada por la
guerra de la Independencia (1808-1814); la falta de continuidad del
reformismo liberal que ocasionó el regreso del absolutismo; la
persecución y exilio, durante el periodo absolutista, de
científicos, escritores, militares, profesores, clérigos,
comerciantes, políticos e intelectuales de ideología liberal, y las
continuas contiendas civiles de la convulsa primera mitad del XIX
determinaron en España un avance
ralentizado hacia el moderno Estado burgués con respecto a los
países de su entorno, y coartaron la expansión del castellano como
lengua nacional y la efectiva homogeneización de la sociedad
española, favoreciendo a su vez el éxito de la eclosión de los regionalismos. No es, pues, que
el proceso uniformador no se completara en este periodo porque la
voluntad de llevar a cabo una política sustitutoria careciera de
empeño: es que su ejecución no contó con las condiciones
necesarias. En cuanto a la escuela española como vehículo de
castellanización, careció prácticamente de todo lo indispensable:
estabilidad política, infraestructuras, formación normalizada de
los docentes, reclutamiento de recursos humanos, dotación
financiera, eficacia organizativa y articulación sobre unos
principios constantes (gratuidad, obligatoriedad, secularización,
neutralidad religiosa, generalización, estatalización y
uniformación).
Cabe
señalar, no obstante, que la precaria
infraestructura educativa no
fue un problema exclusivo de España, como ya hemos señalado (§
1.1). Según Pueyo (1996: 103), a lo largo del XVIII
y de buena parte del XIX,
en los países católicos de la Europa meridional la escuela primaria
del siglo XIX
era una escuela fragmentada, supeditada a la autoridad y a la
orientación ideológica de la Iglesia, exclusivamente hibernal
(destinada, sobre todo, a los hijos de los campesinos) y
esencialmente masculina. En la ciudad o en el campo, la educación de
las clases populares se desarrollaba en caserones desvencijados
―cuando no en
establos o atrios parroquiales―,
donde un maestro a menudo sin pericia didáctica ni titulación y
obligado al pluriempleo por la escasez de su sueldo se desgañitaba
para enseñar conocimientos básicos de cálculo, doctrina cristiana
y el abecé del castellano a una tropa heterogénea de chicos de
todas las edades, muy a menudo utilizando para ello la única lengua
que entendían: la suya propia. Así las cosas, el catalán continuó
empleándose en las escuelas de primeras letras como método de
introducción al castellano y trascendió al impreso con este mismo
valor en libros de texto bilingües. En cambio, según nos informan
Saavedra y Sobrado (2004: 126), a pesar de la condición monolingüe
de la mayoría de la población gallega y de parte de las provincias
vascas y de Navarra y a la nula exposición al castellano de los
infantes, y pese también a la oposición de pedagogos como el
jesuita Larramendi o el benedictino fray Martín Sarmiento, que
defendían la eficacia de una primera instrucción en vasco y
gallego, en Galicia, Navarra y el País Vasco las sociedades de
amigos del país, como la Vascongada, estimularon un método de
enseñanza de las primeras letras exclusivamente en castellano,
práctica que iba acompañada de una actitud fuertemente represiva de
cualquier manifestación de la lengua vernácula de los alumnos.27
En 1834, un
año después de la muerte de Fernando VII y del estallido de la
primera guerra carlista, se creó en Madrid la primera escuela de
formación de maestros: la Escuela Normal. Aunque se esperaba
de las normales una transformación decisiva del bajísimo perfil del
enseñante español y se las consideraba factorías de un nuevo tipo
de profesorado, lo cierto es que a principios del siglo XX
había aún algunas que oscilaban entre los 6 y los 25 alumnos, por
lo que se pensó en su clausura (Pueyo, 1996: 157). En 1838 se
aprobó la ley de Instrucción Primaria, vigente hasta 1857,
que, sobre la base del Reglamento de 1821 y apoyándose en dos
medidas previas básicas para la construcción de una red educativa
nacional controlada por el Estado (la división provincial de la
Administración territorial y la desamortización de Mendizábal),
permitió ir estableciendo los cimientos que fundamentarían la
estructura educativa española a lo largo del XIX.
En 1844, como veremos en el próximo apartado (§ 1.7),
una circular advirtió a los maestros del reino de la obligatoriedad
de enseñar la ortografía de la Real Academia Española y en
1845 un real decreto, el llamado Plan Pidal, reguló
generosamente el uso del español de tal manera que, junto al
latín, se convirtió en el eje de la enseñanza secundaria.
No obstante, hasta
la segunda mitad del siglo XIX
no se alcanzó el punto de inflexión en el proceso de consolidación
legal de la estructura educativa, que tuvo lugar con la aprobación
el 9 de septiembre de 1857 de la ley General de Instrucción
Pública Primaria, Elemental y Superior, promulgada por el
ministro de Fomento, Claudio Moyano, que reunía, ordenaba y
homogeneizaba el maremágnum de disposiciones que la habían
precedido y que, gracias a su longevidad ―en ciertos aspectos
mantuvo su vigencia, con breves intermitencias, hasta 1970―,
estableció de manera perdurable las bases del ordenamiento educativo
futuro al consolidarse como marco referencial de la educación
española en el siglo XIX y
parte del XX. A pesar
de que reconocía la enseñanza doméstica o libre, la llamada
Ley Moyano decretó la
gratuidad de la educación pública para los niños
considerados pobres, la escolaridad obligatoria entre los 6 y los 9
años, y el uso de libros de texto incluidos en las listas aprobadas
por el Gobierno; consolidó la estructura de la enseñanza en tres
niveles (primario, secundario y superior); renovó la obligación de
los municipios y de las provincias de mantener, respectivamente, las
infraestructuras de escuelas e institutos, y dispuso la creación de
una escuela de niños y otra de niñas por cada 500 habitantes.
Respecto a la enseñanza privada ―particularmente, la religiosa―
se mostró tolerante con los establecimientos religiosos, pero sin
abdicar de las competencias estatales (Pueyo, 1996: 162). La Ley
Moyano formaba parte del primer gran paquete de medidas
legislativas con las que el Estado pretendía dar el impulso
definitivo al proceso nacionalizador: la ley del Notariado, de
1862; la ley del Registro Civil, de 1870, y la ley de Enjuiciamiento
Civil, de 1881. Pero como venía siendo costumbre, y a pesar de su
continuidad y sólida articulación, muchos de los puntos capitales
de la ley permanecieron parcial o totalmente inaplicados durante
decenios, con lo cual no llegó a revertirse la tónica histórica de
la educación española, y la alfabetización de las clases populares
―en la lengua nacional― no experimentó grandes progresos. Buena
parte de la responsabilidad de este estancamiento corresponde, en
opinión de Viñao, a los dirigentes de un Estado, que ―salvo en
algún período excepcional como la II República― mantuvieron la
adscripción de la educación española en un constante vaivén
ministerial, como la atribución de cuya gestión nadie quiere
hacerse verdadero cargo, y optaron por encomendar dicha tarea a unos
municipios esquilmados por la desamortización de los bienes y
dominados por caciques o grupos sociales escasamente favorables a la
alfabetización de las clases populares o incluso contrarios a su
difusión entre las mismas, por la amenaza potencial al orden social
establecido que suponía el acceso del pueblo al conocimiento y a
ciertas lecturas.
En este país habría que esperar a 1963 para que desde el Estado se emprendiera una campaña de alfabetización medianamente exitosa, tras el fracaso y la debilidad de las dos anteriores lanzadas en 1922 y 1950, cuando dichas campañas se conocían ya desde el siglo XVIII en Suecia. [Viñao, 2009: 11.]
Quien sí se vio
inmediatamente afectada por la promulgación de la Ley Moyano fue
el órgano oficial de normalización de la lengua nacional que era la
Real Academia Española. Al oficializar de manera estable su
concurrencia en la difusión escolar del castellano como ninguna otra
regulación escolar precedente había hecho, la Ley Moyano, en la que
participaron destacados académicos, tuvo consecuencias trascendentes
en el devenir de la institución. Con su promulgación, la rae
asumió una serie de obligaciones y privilegios que modificaron
sustancialmente su actitud normativa y elevaron exponencialmente su
influencia social. Por su enorme relevancia en la conformación de la
fisonomía académica, más adelante dedicaremos un extenso apartado
(§ 1.7) a la descripción y análisis de la participación de la
Academia Española en el proceso de castellanización de España.
En 1898, la
derrota ante Estados Unidos y la traumática pérdida de Cuba y de
los restos del imperio humillan a España ante la pujante potencia
americana y ante los Estados europeos que viven por entonces una
expansión imperialista hacia África y Asia; asimismo, expone
dramáticamente sus rémoras y su debilidad e intensifica la severa
crítica del «ser nacional» realizada por el movimiento
regeneracionista. En este contexto, la
precaria, caótica y escasamente implantada escuela española se
señaló, de manera casi unánime, como una de las raíces del
desastre, y al mismo tiempo pasó a considerarse que una educación
sobre nuevas bases sería el remedio para la profunda transformación
social que el país necesitaba. La extensa campaña de reforma
impulsada por Joaquín Costa logró al menos que la educación dejara
de carecer de estructura administrativa propia y que, en lugar de
continuar siendo un injerto extraño de diversos ministerios, pasara
a asignarse a un departamento específicamente creado para tal fin,
el de Instrucción Pública y Bellas Artes, en el seno del nuevo
ministerio de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas, del
que primero fue titular Antonio García Alix y luego Romanones. No
obstante, y en resumidas cuentas, la preocupación por el tema de la
enseñanza de la élite intelectual era inversamente proporcional a
la conciencia social sobre el tema y a la capacidad económica del
Estado para acometer los cambios de raíz que se requerían. De tal
modo que el asunto de la educación española centró, durante el
regeneracionismo, sobre todo un debate ideológico, polarizado según
las distintas tendencias de pensamiento, que fertilizaría en el
tercer decenio del siglo XX,
durante la II República, pero que apenas trascendió a una serie de
reformas parciales con cierta continuidad en el principio de siglo.
Así
pues, en el siglo
XIX la
progresión de España hacia el Estado burgués, centralizado y
uniformado ni se situó en la línea de modernización de las
potencias europeas ni estuvo en condiciones de emular el empuje
centralizador y asimilacionista
de la Administración francesa. La inestabilidad y la desidia
política crónicas, las guerras civiles, la frustración de la
revolución burguesa y los conflictos de todo tipo lo condenaron a
deambular dentro de unos parámetros similares a los de Turquía. La
historia de la alfabetización y de la consiguiente expansión de la
lengua nacional en el territorio español quedó, por tanto,
caracterizada «por la existencia de largas y periódicas
interrupciones en la gradualidad de su avance y la mayor lentitud en
extenderse desde las zonas urbanas a las rurales, desde las capas
sociales más elevadas primero a las clases medias y después a las
bajas, desde los grupos sociales más relacionados con la cultura
escrita a aquellos que vivían en un mundo oral, y desde los hombres
a las mujeres» (A. Viñao, 2009: 10). Resulta sintomático, como
señala este autor (2009: 6), que la voz alfabetización
con la acepción de
‘acción
o efecto de alfabetizar’
no apareciera en el Diccionario
de la Real Academia Española
hasta 1970. Traducida en cifras, la evolución
de los niveles de alfabetización
muestra con más evidencia su lentitud e irregularidad. Según Viñao
(o. cit.), la primera estadística oficial que proporcionaba datos de
todo el país, la de 1841, mostraba un 24,2 % de población
alfabetizada (39,2 % de los hombres y 9,2 % de las mujeres), una
cifra en la que se incluían tanto a los que sólo sabían leer (14,5
%: 22,1 % de los hombres y 6,9 % de las mujeres) como a quienes
sabían leer y escribir (un 9,6 %: 17,1 % de los hombres y 2,2 % de
las mujeres). Veinte años más tarde, en el primer censo nacional de
1860, el porcentaje de los que sólo sabían leer descendería al 4,5
% y el de los que sabían leer y escribir ―los
que podríamos considerar alfabetizados según criterios más
actuales―
se incrementarían hasta el 19,9 %. En la progresión de los censos
nacionales ―que
seguirían recogiendo hasta 1930 un apartado específico para los que
sólo sabían leer―
se refleja un cierto aumento de personas alfabetizadas, que, en la
población de 10 y más años de edad, incrementó la cifra de los 3
327 247 alfabetizados de la encuesta de 1841 a 5 915 870 en el censo
de 1900. No obstante, «[...] a principios del siglo XX
el porcentaje de
analfabetismo neto
era todavía del 56 % y España ofrecía, junto con Portugal, Italia,
Grecia, Rusia y los países de la Europa del Este, los porcentajes de
analfabetismo más elevados del continente europeo» (Viñao, 2009:
9; la negrita es nuestra). El número total de analfabetos del censo
de 1860, 12 millones de personas, se mantuvo casi inalterado hasta la
Restauración, y no empezó a declinar de manera clara hasta los
censos de 1920 y 1930, es decir, hasta finales del primer tercio del
siglo XX.
En la II
República (1931-1939), pese a que los logros reformistas de este
periodo fueron considerables, las transformaciones emprendidas
tampoco pudieron evitar que casi el 50 % de la población en edad
escolar permaneciera desescolarizada, ni lograron mejorar lo debido
la formación del magisterio ni las condiciones de trabajo de los
docentes. Los esfuerzos republicanos se vieron además truncados por
la guerra civil, la posguerra y la represión de la dictadura
franquista, que volverían a ralentizar el impulso escolarizador y
alfabetizador durante casi veinte años más.
Hasta aquí hemos
hablado en términos absolutos, pero lo cierto es que el avance de la
alfabetización en España tuvo una distribución cronológica muy
desigual, según territorios, concentración de población,
desarrollo industrial, tipos de actividad económica, categorías
socioeconómicas y sexos. En 1877, el analfabetismo en la ciudad de
Barcelona se situaba, como en Castilla la Vieja y León, en una
amplia franja que oscilaba entre el 37 % y el 60 %, mientras que en
el resto de Cataluña iba del 60 % al 75 %, y en el antiguo Reino de
Valencia y las islas Baleares se hallaba entre el 75 % y el 86 % de
la población (Pueyo, 1996: 164 y 177). En 1900, las diferencias
oscilaban entre el 21 % de analfabetismo neto de provincias como
Álava, y el 76 % de Jaén y Almería. De hecho, las provincias
meridionales de Murcia, Extremadura y Andalucía no superarían el
umbral del 50 % de alfabetización hasta las décadas de 1930 o 1940
del siglo XX, «y no
entrarían en la categoría de sociedades de alfabetización
generalizada hasta los años 70 y 80 de ese mismo siglo» (Viñao,
2009: 10), lo que muy probablemente contribuyó a mantener su
diversidad de hablas. La tasa de alfabetización dependía ―como se
ha visto― de diversos factores, el principal de los cuales era la
escolarización de la población o, mejor dicho, las condiciones de
escolarización y la aplicación posterior de los conocimientos y
capacidades adquiridos:
Tres, cuatro o cinco años de escolarización no eran tres, cuatro o cinco años de asistencia escolar regular, sino de asistencia intermitente. De ahí lo habitual del analfabetismo por desuso, es decir, del aprendizaje escolar de la lectura y la escritura en sus niveles más elementales y la pérdida de las escasas habilidades adquiridas por el no uso de las mismas. Al fin y al cabo la alfabetización es un proceso no sólo escolar sino también, sobre todo, social. Un proceso ligado al grado de difusión, en una sociedad determinada, de la cultura escrita, es decir, de la lectura y de la escritura como prácticas sociales y culturales. [Viñao, 2009: 13.]
La supervivencia del
núcleo familiar obligaba a emplear a los niños en las tareas del
hogar o en el trabajo fuera de él, y fue hasta la segunda mitad del
siglo XX la principal
causa del absentismo escolar de las clases populares urbanas y
rurales. Asimismo, parece existir correlación entre alfabetización
o analfabetismo y otros factores como las formas de reparto de la
propiedad de la tierra, con mayor alfabetización en las zonas con
predominio de la pequeña propiedad y menor en los territorios
latifundistas; entre alfabetización y nivel de la renta por
habitante, familiar o del área territorial de residencia; y, sobre
todo, entre analfabetismo y diseminación de la población,
aislamiento comercial e incomunicación viaria. [...]
Así
pues, desde el punto de vista de la lengua oral, la vitalidad
de las lenguas no castellanas a
lo largo de los siglos XVIII
y XIX
fue elevada;
la penetración del español como lengua hablada resultó lenta y
poco uniforme, ya que se trató de un fenómeno predominantemente
urbano que afectó especialmente a las clases altas, la jerarquía
eclesiástica y los
intelectuales. La
aplicación desde el siglo XVIII,
tanto en España como en los territorios
de ultramar, de una política de castellanización no había bastado
para generalizar la lengua española.
En América y
Filipinas lo que sí
se consiguió fue frenar la expansión de las lenguas precolombinas
generales (las más extendidas: quechua, náhuatl, otomí...). Tras
el decreto de 1771, se clausuraron las cátedras universitarias
dedicadas a estas lenguas, y se prohibió imprimirlas, enseñarlas e
incluso hablarlas en público. Pero en 1810, al comienzo de la etapa
de las independencias, los castellanohablantes no superaban los tres
millones (Ramírez Luengo, 2007: 84). El gran impulso del castellano
llegó tras las emancipaciones de la metrópoli, con las políticas
de los nuevos dirigentes criollos hispanohablantes, que impusieron la
lengua española en los planes de escolarización como elemento de
nacionalización o de control y promoción social. Pero habría que
aguardar hasta las últimas décadas del siglo
XX, con la
universalización de la enseñanza y la proliferación de medios de
comunicación en castellano, para asistir a un verdadero avance de la
lengua colonizadora más allá de las áreas urbanas. Similar
situación se dio en España,
donde, hasta bien
avanzado el siglo XIX,
una proporción bastante elevada de las clases populares no estaba
todavía en condiciones de usar la lengua nacional y ni siquiera
tenía un conocimiento pasivo aceptable.
Incluso entre las clases elevadas se dio
el caso particular de una burguesía catalana aferrada a su lengua
(Lodares, 2000a: 101),
que mantuvo su cultivo literario, contribuyó a prestigiarla y a
restaurar su uso público.
Todo
ello invita a pensar que, como indica Pueyo (2003: en línea)28
«la influencia de la presión legal explícita en los procesos de
sustitución lingüística» ha sido hipervalorada y que los
limitados avances del castellano en España se explican por la acción
combinada de dos contrapesos: de un lado,
la extrema precariedad del sistema escolar español;
de otro, la
emergencia finisecular de los regionalismos y
los nacionalismos periféricos.
[Seguirá en «Breve historia del conflicto (político, institucional, educativo ylingüístico) Cataluña-España, 2: “El problema catalán”».]
NOTAS
NOTAS
1
Sobre los posibles objetivos de una planificación lingüística,
véase S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
2
Véase el concepto de estándar
desarrollado en S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
3
Véanse estos conceptos ampliamente definidos y caracterizados en S.
Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
4
Una compilación de medidas de esta índole, favorables al
castellano o represivas con el resto de lenguas de España, que
abarcan desde 1707 hasta el presente, puede consultarse en la página
valenciana Eines
de Llengua-Fitxes
<http://www.einesdellengua.com/Fitxes/Textos/C/castella.htm>,
§ 1-4. Más recientemente, la organización de defensa de la lengua
catalana Plataforma per la Llengua ha elaborado un recopilación de
500 disposiciones y reglamentos vigentes que obligan al uso
exclusivo o preferente del castellano en España (disponible en
<http://www.plataforma-llengua.cat/media/assets/1583/500_lleis_que_imposen_el_castell__des_2009_DEF.pdf>).
5
Sobre el concepto político de dialecto,
véase
S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
6
Véase la definición en S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. Sobre
esta conducta en los latinos de Estados Unidos, véase también J.
del Valle. (N. de las Eds.)
7
Véase al respecto, en esta misma obra, J. C. Moreno. (N. de las
Eds.)
8
Sobre
el modelo de lengua académico, véase el artículo de S. Senz, J.
Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
9
Sobre las situaciones de conflicto entre el castellano estándar y
el andaluz derivadas de esta situación, véase, en esta misma obra,
L. C. Díaz Salgado. (N. de las Eds.)
10
Sobre la función de sostén financiero que desempeña la Fundación
pro RAE
y sobre las compensaciones que recibe a cambio, véase también G.
Esposito. (N. de las Eds.)
11
Contribuciones que abordan la calidad y funcionalidad de la obra
académica son las que corresponden a J. C. Moreno Cabrera, L. F.
Lara, S. Senz, J. Minguell y M. Alberte, J. Martínez de Sousa, M.
Pozzi, M. Alberte, E. Forgas, y S. Rodríguez Barcia. La estructura
y el funcionamiento internos a lo largo de la historia de la RAE
están tratados extensamente en L. C. Díaz Salgado. (N. de las
Eds.)
12
En el estándar valenciano del catalán en la edición que
manejamos.
13
Se refiere a los hablantes sólo de lenguas vernáculas, no de
latín.
14
Esto es, una elaboración de su imagen colectiva constituida por una
serie de principios, conceptos, mitos y símbolos, sustentados
algunos de ellos en rasgos compartidos como la lengua, la religión,
el territorio, la raza, la clase social, el pasado histórico o las
tradiciones culturales.
15
Denominación con la que se conoce el movimiento social regionalista
que, desde las postrimerías del franquismo —y merced a una serie
de complicidades políticas, económicas y periodísticas—,
convierte el anticatalanismo en un elemento de movilización e
instrumentaliza la defensa de la lengua valenciana, no sólo como
denominación local de las variedades del catalán del antiguo Reino
de Valencia, sino sobre todo como lengua que se pretende distinta de
la catalana. El movimiento blaverista es el responsable de la Real
Acadèmia de Cultura Valenciana (<http://www.racv.es>, real
sin contar con el soporte oficial de la Corona), que ha creado y usa
su propio estándar, distinto del estándar oficial del valenciano
de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (<http://www.avl.gva.es>),
continuista este del estándar catalán y reconocedor de la unidad
de la lengua (Acadèmia Valenciana de la Llengua, 2006: 12-15; en
línea), lo que ha desencadenado una confrontación abierta entre
ambos organismos.
16
Caso de la inmersión lingüística en catalán en el sistema de
educación primaria de Cataluña.
17
De hecho, a partir del siglo XVI,
en la mayoría de los Estados europeos la lengua cortesana se erige
en norma lingüística, en lengua por antonomasia, y la palabra
dialecto se reservará para las formas no codificadas ni
cultivadas por escrito, consideradas como degeneraciones de la
lengua con mayúsculas. Para los monarcas absolutistas, la lengua,
juntamente con las insignias de poder del soberano, constituirá un
símbolo de poder.
18
Se refiere del informe sobre la situación lingüística en Francia
presentado por Grégoire a la Convención el 30 de julio de 1793,
que, pese a no disponer de los medios heurísticos necesarios para
realizar una encuesta fiable y precisa, pone de manifiesto que al
menos la mitad de los ciudadanos no entiende el francés.
19
Como señalan Archilés (2002) y Zabaltza (2006) al aludir al caso
francés, no cabe hablar de nacionalismo cívico o jacobino por
oposición a nacionalismo étnico: «La distinción historiográfica
entre un nacionalismo jacobino o liberal de origen francés y otro
organicista o étnico de origen alemán se debe en gran medida a la
disputa por Alsacia y por Lorena que enfrentó durante décadas a
intelectuales de ambas riberas del Rin [...]. Ambos imperialismos
recurrieron a argumentos ad
hoc para justificar
la integración de aquellos territorios en sus respectivos estados.
[...] ni en los alemanes pesaba tanto la “etnia” como suele
suponerse ni en los franceses la “voluntad general”. [...] Los
nacionalismos son camaleónicos por naturaleza y pueden
transformarse sin dificultad en “germánicos” o “jacobinos”
según convenga» (Zabaltza, 2006: 191-192). En cuanto a las ideas
de «patriotismo constitucional» y «plebiscito cotidiano» que
fundamentan el concepto de nación
del nacionalismo jacobino como pacto voluntario de convivencia
común, a la vista de los hechos pueden considerarse más bien un
subterfugio que sirve para enmascarar una situación (vergonzante)
de predominio étnico (Zabaltza, 2006: 193).
20
Salvo un breve periodo de reasentamiento de la corte de Felipe III
en Valladolid, entre 1601 y 1606.
21
Aunque interrumpida por las prohibiciones de las dictaduras de Primo
de Rivera y de Franco, la conmemoración de la derrota catalana del
11 de septiembre quedó instituida en Cataluña como día nacional
desde el año 1901. El elevado componente simbólico de esta fecha
ha llevado al partido independentista actualmente en el Gobierno
tripartito catalán (Esquerra Republicana de Catalunya) a proponer
la convocatoria de un referendo vinculante para la independencia de
Cataluña en una fecha coincidente con el tercer centenario de esta
derrota: el 11 de septiembre del 2014 (Avui,
15/06/2009: en línea).
22
Cataluña, Aragón y las Baleares mantuvieron, sin embargo el
derecho privado propio. No así Valencia.
23
Instrucciones
de actuación que seguían a otras dadas a los corregidores de
Castilla, Valencia y Aragón.
24
Élite
científica, humanista y política reunida por su común fe
intelectual en la moderna ciencia experimental y en la aplicación
del espíritu crítico al conocimiento.
25
Un relato detallado de la fundación de la RAE
se
encuentra en M. Alberte. (N. de las Eds.)
26
Véase la definición de ambos conceptos en L. F. Lara. (N. de las
Eds.)
27
Carecemos de datos sobre otras lenguas de España, pero suponemos
que la tónica debió de ser la misma para el bable, el aragonés,
el leonés, el mirandés...
28
En catalán en el original.
¡Extraordinario! A&D "produce" pocos post, pero siempre figuran entre los más acertados, oportunos y didácticos de cuantos se pueden leer en la Blogosfera y en la Red en general.
ResponderEliminarMe he permitido el lujo de poner una breve reseña de esta joya en mi bitácora y recomendar encarecidamente pasearse por aquí.
Gracias por vuestro valioso trabajo y dedicación.
Un abrazo.
Muchísimas gracias, Félix.
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