viernes, 5 de octubre de 2012

Breve historia del conflicto (político, institucional, educativo y lingüístico) Cataluña-España, 1: «Sin que se note el cuidado»

El siguiente artículo, en dos partes, es un nuevo extracto del capítulo 9 del libro El dardo en la Academia (S. Senz Bueno: «Una, grande y esencialmente uniforme. La RAE en la conformación y expansión de la “lengua común”»), en el que se ofrecen datos y análisis sobre el conflicto histórico (político, territorial, educativo y lingüístico) entre Cataluña y España (esto es, entre la nación catalana y la nación española), un conflicto particularmente vigente por la extrema situación a la que ha llegado y por las políticas k y españolizadoras lanzadas desde el Gobierno del PP:

El concepto de lengua común y, por tanto, la idea de que conviene fijar unas normas de corrección idiomática que hagan útil y efectiva dicha comunidad no es algo que surja en las sociedades por simple naturaleza. Generalmente obedece a necesidades propias del político, de la administración, de la actividad legislativa o del comercio y concierne a grupos sociales ligados a tales actividades.

Juan Ramón Lodares: El porvenir del español, Madrid: Taurus, 2005, p. 95.

 

1. DEL PLURILINGÜISMO A LA LENGUA ÚNICA: CONSTRUCCIÓN Y EXPANSIÓN DE LA LENGUA NACIONAL






Las academias de la lengua pueden considerarse instituciones de ordenamiento de las hablas naturales, características de un modelo de organización político-territorial, social y económica genuinamente europeo,2 el Estado nación, del que Francia fue paradigma y precursora.
El Estado nación fue desarrollándose en cada territorio como resultado variable de una cadena de cambios sociales que, en Europa, arrancan en la época bajomedieval y se acabarán consolidando a inicios del xx, y que incidirán drásticamente en la diversidad cultural y lingüística de las sociedades afectadas:

1. La creciente disputa por la hegemonía política entre los diversos reinos expansivos de la joven Europa.
2. La progresiva conciencia de la diferencia que va surgiendo en una Europa fragmentada en una constelación de lenguas vernáculas, que fueron adquiriendo relevancia como símbolo o marca de dominio político-territorial.
3. La paulatina pérdida de preeminencia del latín como lengua de cultura, a medida que los reinos europeos mostraban su potencial cultural mediante la codificación de la lengua de la corte y del centro de administración, y a medida que la imprenta modelaba mercados impresos en lenguas vernaculares, creando a su vez comunidades culturales con imaginarios compartidos.
4. La emergencia y predominio de una nueva élite (la burguesía), impulsora de un nuevo modelo económico (el capitalismo) y del desarrollo de nuevos medios y herramientas de trabajo (la tecnificación y la industrialización), que exigieron la conformación de un mercado nacional y que conllevaron la transformación de las estructuras, ritmos y volúmenes productivos, así como la masiva afluencia de población a las ciudades, un terreno de conflictiva «convivencia» entre las nuevas clases socioeconómicas y las lenguas de distintos rangos sociopolíticos.
5. La progresiva configuración de un sistema de organización política (el Estado moderno), favorable al asentamiento del nuevo sistema económico y de la nueva jerarquía social.
6. La formulación de ideologías (liberalismo burgués y nacionalismo) y corrientes de pensamiento (racionalismo, ilustración y romanticismo) que subvirtieron la visión del mundo y del hombre propia del sistema precedente (Antiguo Régimen) y que identificaron el concepto tradicional de nación (entendida como pueblo o comunidad de pertenencia) y las ideas de progreso y modernidad con el modelo de Estado unitario, homogéneo y centralizado.

La edificación de los modernos Estados nacionales requirió el empleo de diversos materiales de vertebración y consolidación, entre los que la uniformación lingüística —objetivo de planificación1 en el que participarían las academias de la lengua— desempeñó un papel fundamental.

1.1. Unitarismo político y uniformismo lingüístico

En el Antiguo Régimen, la figura del monarca congregaba, por sí misma, fidelidades y sumisiones territoriales y étnicas heterogéneas; durante siglos, la teoría del derecho divino de los reyes fue aplicada en defensa de una única religión verdadera y como elemento justificador de la absoluta obediencia exigida a los súbditos. Estas monarquías étnica y lingüísticamente heterogéneas dejaban la integración en manos de presiones sociales asistemáticas en lugar de vincularla a una acción estatal organizada; en contrapartida, la heterodoxia religiosa era duramente reprimida, ya que ponía en peligro los auténticos elementos cohesionadores del sistema.
A partir y como consecuencia de las revoluciones francesa e industrial, profundas transformaciones conmovieron estas estructuras, y una nueva clase social emergente (la burguesía) impulsó la consolidación de un sistema más afín a sus intereses. Desde la perspectiva social y política, de una sociedad regida por la tradición, que contemplaba el orden de las relaciones sociales como sagrado e inmutable, se pasó a una sociedad política tendente a la secularización, que concebía su propio ordenamiento como objeto de decisión consciente y libre de sus miembros —o, por lo menos, de su élite librepensadora— y, por tanto, de discusión y planificación racional.
Desde la perspectiva económica, el Estado nación se configuró como un sistema de regulación que disponía aquellos medios de homogeneización de la población que creía necesarios para procurarse recursos humanos móviles e intercambiables, y que utilizaba la maquinaria burocrática y los avances de la ciencia y la tecnología en aras de la eficiencia y la rentabilidad, hasta el punto de convertir el crecimiento económico en «el deber patriótico del nacionalista» (Alarcón, 2002: 91).
Como la nueva situación trastocó los elementos de cohesión social e integridad territorial del Antiguo Régimen, para conjurar el peligro de disgregación hubo que realizar un considerable esfuerzo militar, político, ideológico y educativo, centrado, entre otros aspectos, en las lenguas del Estado. La acomodación de su diversidad —connatural a todas las sociedades humanas— a las nuevas necesidades cohesivas del Estado moderno podría haberse planteado manteniendo su heterogeneidad, sin favorecer a ningún grupo étnico y adoptando un sistema de convivencia no jerarquizado. Pero, siendo la lengua y la cultura los más potentes identificadores sociales y, con ello, generadores de diferencia y —según se temía— de potencial sedición, y suponiendo además una traba para la optimización de la eficiencia en la gestión de los recursos del Estado, se optó mayoritariamente por la asimilación de la divergencia a las pautas fijadas por el grupo nacional dominante, generalmente el del centro político-administrativo del Estado. Así, considerando que un medio común de intercambio lingüístico facilita la cohesión social, favorece la movilidad de las fuerzas de trabajo y la estandarización de las relaciones con el Gobierno, se impulsó la generalización de una lengua nacional común.
Para afianzar el carácter común de la lengua nacional y garantizar su expansión entre la población se haría necesaria la creación y extensión social de una forma estandarizada,2 para lo cual se instituyó —o, en ocasiones, se reclutó— como organismos normalizadores a las academias de cultivo de las letras que las corrientes del humanismo vernáculo y de la Ilustración habían hecho florecer en Europa desde el siglo XVI; con el mismo fin se crearon estructuras estatales de difusión de la lengua nacional normalizada como la escuela pública, y se promulgaron medidas legales de implantación que afectaban particularmente a la Administración y a la instrucción escolar y que implicaban controles punitivos del uso de otras lenguas. Los objetivos reductores y homogeneizantes de dicho estándar eran:

1. Establecer un sistema de grafía común a los hablantes de una misma lengua, que homogeneizara la enseñanza ortográfica escolar y los usos de los medios escritos.
2. Ampliar mercados económicos.
3. Homogeneizar a la población plurilectal, reduciendo la carga identitaria y disgregadora que comporta la pluralidad de hablas.
4. Asimilar a la población no hablante de la lengua nacional.
5. Cohesionar a la población, promoviendo identidades y lealtades comunes por medio de la extensión de la lengua estándar general y de la más amplia identidad grupal que a ella se asocia.
6. Reducir los costes administrativos en lo relativo a la gestión lingüística.
7. Facilitar la creación de una maquinaria burocrática con la que administrar y controlar los recursos de la periferia desde un solo centro de poder político, económico y militar.
8. Y, con todo ello, incrementar el peso del Estado tanto hacia el interior como hacia el exterior.

El convencimiento de que la conformación de identidades culturales homogéneas facilitaba el proceso de unificación territorial hizo que la mayoría de los Estados europeos se decantaran sin ambigüedades por «la integración —estridente o sibilina— de los grupos étnicos diferenciados, con la voluntad de amoldarlos a unas fronteras estatales cada vez más impermeables» y controladas (Pueyo, 1996: 52; en catalán en el original). El rigor aplicado en el control de fronteras tenía el fin primordial de mantener a raya las amenazas externas al nuevo orden establecido y a la integridad territorial, pero también conllevó una limitación de los desplazamientos y de los contactos, particularmente entre comunidades lingüísticas territorialmente fragmentadas por la línea fronteriza —como sería el caso de la vasca y la catalana, entre España y Francia—, que seguían manteniendo su vínculo e identificación cultural. La separación de estas comunidades transfronterizas y su acomodación a los nuevos límites territoriales acabarían de hacerse efectivos con la confrontación bélica entre sus respectivos Estados, que exigiría la movilización militar de estas poblaciones y su adhesión a la respectiva causa patriótica. El servicio militar y la elevación del patriotismo y de la lealtad a la nación como valores supremos del Estado mostraron, de hecho, gran eficacia como medios facilitadores de la unificación y la homogeneización nacional. Siendo la alfabetización el medio fundamental para la extensión de la lengua nacional, lo que una escuela precaria y un proceso de escolarización insuficiente o inexistente —como sería habitual, según veremos (§ 1.6.1), en España hasta avanzado el siglo XX— no podían lograr, lo lograban los años de milicia obligatoria. Pero, para garantizar la lealtad nacional y consolidar la nueva nación unificada, la inoculación de emociones como el patriotismo y la xenofobia no bastaban. Fue necesario crear estructuras internas capaces de vertebrarla, y movilizar, asimismo, mecanismos de presión social que recondujeran las pautas de conducta de la población según los patrones de la clase dirigente:

No se trataba únicamente de emociones insufladas a las clases populares, a través de la escolarización obligatoria y del servicio militar —dos innovadoras herramientas de aculturación, descubiertas e impuestas en el siglo XIX, sino también de la implementación de transformaciones tan decisivas como la constitución de un mercado nacional, la consolidación de una Administración, la tecnificación de las actividades productivas, la urbanización y la aparición de los medios de difusión, que facilitaron la expansión de la lengua nacional, al mismo tiempo que se decidía la condición de superfluas de las lenguas regionales como el catalán, el bretón o el galés. [Pueyo, 2003: en línea. En catalán en el original.]

Frente a las barreras gremiales a la libre competencia, frente a los obstáculos burocráticos y a los particularismos locales y estamentales propios del Antiguo Régimen, para la constitución de un mercado nacional el sistema liberal requirió la supresión de fronteras interiores y propició la homogeneización de la masa asalariada, con lo que cobró importancia el conocimiento de la lengua estatal para la movilidad social y para la competencia en el mercado laboral. Aunque, en una primera fase, al emplear mano de obra infantil y destruir los sistemas gremiales de aprendizaje, la industrialización redujo los índices de instrucción y alfabetización y limitó con ello la expansión de la lengua nacional, en un segundo momento, ya avanzado el siglo XIX, la necesidad de contar con individuos con alguna capacitación por motivos tecnológico-productivos (el desempeño de oficios que exigían una cierta especialización y un cierto grado de pericia) pero también sociales y políticos (la formación de la élite gobernante y del funcionariado y, con la extensión del derecho al voto, la formación del individuo como ciudadano), empujó a los poderes públicos a crear sistemas nacionales de educación dirigidos a proporcionar una instrucción básica a amplias capas de la población. Estos sistemas, eficacísimos medios de planificación lingüística de implantación muy desigual en cada país europeo, serían fundamentales para la expansión de la lengua hegemónica y el desarrollo de una economía de escala estatal. Por medio de la extensión de un mismo sistema educativo, el Estado contribuyó a crear una masa intercambiable laboral y geográficamente, requisito previo para el desarrollo de los mercados nacionales y de la sociedad industrial.
La burocratización y centralización del Estado se apuntalarían mediante la provisión de recursos financieros aglutinados en un presupuesto estatal; por medio del reclutamiento de un cuerpo de funcionariado (maestros, notarios, inspectores, policías...) que aplicaría los criterios de homogeneidad y ejercería una notable influencia en el tejido social, y mediante una nueva división del territorio con finalidades puramente administrativas, sin correspondencia con las formas de organización territorial tradicionales, del que son ejemplos el sistema departamental francés y el provincial español (consolidado en 1834).
La industrialización y la urbanización propiciaron importantes desplazamientos demográficos del campo a la ciudad (feudo de la emergente burguesía), que transformaría profundamente su fisonomía y se convertiría en una pieza clave de las relaciones productivas y en terreno de conflicto social entre el capital y la fuerza de trabajo. La cohabitación urbana de masas de población heterogénea debilitó las formas tradicionales de interrelación y condujo a la adopción de nuevos patrones de conducta. En lo referente al comportamiento lingüístico, las ciudades contribuyeron notablemente a generalizar el conocimiento de las lenguas estatales e intensificaron la necesidad de usarlas.
Más tardíamente, la prensa compuso la imagen global de la nueva configuración nacional y la difundió en el imaginario de una aún minoría de lectores, potenciándola al ritmo de una muy desigual alfabetización de los Estados nación europeos. Cipolla (1969), analizando los modelos históricos de alfabetización en relación con las diferencias entre el adoctrinamiento religioso del protestantismo y el realizado por el catolicismo, distingue netamente dos áreas bien diferenciadas: una Europa del Norte, protestante y alfabetizada, y otra Europa, al sur, católica y analfabeta. En 1850, Suecia tenía sólo un 10 % de iletrados; la seguían Prusia y Escocia (20%) y los demás países del norte; a continuación, Inglaterra y el País de Gales (30-35 %), Francia (40 %), el Imperio austrohúngaro, con Galitzia y Bucovina (40-45 %), y a gran distancia, España (75 %) e Italia (80 %), junto a otros países mediterráneos y balcánicos. Y, finalmente, Rusia, con casi un 95 % de analfabetos. Pero los ritmos de alfabetización no sólo fueron desiguales entre bloques y países europeos, sino que también lo fueron internamente entre los diferentes territorios, poblaciones (rural o urbana), estamentos, clases, categorías o grupos sociales. Pese a estos muy diferentes ritmos poblacionales, estamentales y nacionales, podemos decir que, en general, la alfabetización y la escolarización se extendieron en el siglo XIX hasta niveles inéditos en cualquier otra época de la historia, cuando sólo una minoría (clérigos, aristocracia, alta burguesía, escribanos, cancilleres...) aprendía a leer y escribir. Como medio unificado de aleccionamiento cultural e ideológico, la institución escolar fue una de las herramientas de cohesión estatal más poderosas de que la Administración dispuso, y contribuyó decididamente a la reducción de la heterogeneidad y a la creación de una conciencia nacional común. Duramente disputada a la Iglesia, la escuela se convirtió en el Ochocientos en uno de los monopolios esenciales del Estado burgués.
En este y en otros campos, la evolución social, política y administrativa del Estado francés, a lo largo del siglo XIX, fue paradigmática y ejerció una considerable influencia sobre otros estados. Tal fue el caso de España, donde se seguiría el modelo francés desde la subida al trono de la monarquía borbónica, en la persona de Felipe V, quien oficializaría la Real Academia Española en 1714 e iniciaría el decidido proceso unitarista y uniformista del que surgiría la configuración de España como Estado nacional centralizado.

1.2. Medidas de implantación de la lengua nacional: entre la coerción y la sutil penetración

1.2.1. La imposición legal
La importancia que el Estado centralizado deposita en la homogeneización lingüística toma cuerpo no sólo en la creación de estructuras estatales, sino también en la movilización de mecanismos psicosociales y en una serie de medidas legales de imposición y difusión de la lengua nacional, que afectan a diversas esferas:

1. Todas las leyes y regulaciones se redactan en la lengua nacional.
2. Se utiliza exclusivamente la lengua nacional en la redacción de aquellos instrumentos que constituyen la base de la economía de mercado y de la protección de la propiedad privada: procedimientos judiciales, registro y actividad notarial.
3. La contabilidad de las empresas se realiza en la lengua nacional, a fin de que cualquier funcionario (monolingüe o bilingüe) de la Hacienda Pública, centralizada, pueda auditarlo.
4. Todos los asuntos relacionados con la administración y la relación de esta con los ciudadanos se llevan a cabo en la lengua nacional.
5. La lengua nacional es el idioma exclusivo de la instrucción escolar.
6. Los negocios privados deben usarla en sus relaciones con la Administración.
7. En la medida en que el Estado controla los medios de comunicación de masas, se promueve en ellos el uso de la versión estandarizada de la lengua nacional.
8. El Estado crea un cuerpo de «guardianes del idioma» (lingüistas, académicos, educadores, etc.), dedicados a la codificación y estandarización (planificación formal) de la lengua nacional, y a su aplicación (distribución funcional).3

A estas medidas de planificación, la mayor parte de la cuales ya implicaban de por sí una prohibición del uso del resto de lenguas del país en todas estas funciones, se solían añadir medidas coercitivas (por iniciativa del Estado o incluso del propio funcionariado) que suponían métodos drásticos de implementación de la lengua nacional en todos los ámbitos posibles de uso. De las casi trescientas páginas de que consta la recopilación realizada por Francesc Ferrer i Gironès (1985) de las medidas legales promulgadas en España, desde inicios del siglo XVIII, contra las lenguas no castellanas4 (y particularmente, contra el catalán), denominadas despectivamente dialectos (o patois en Francia),5 seleccionamos algunos ejemplos, anteriores todos ellos a los dos periodos dictatoriales, militar y fascista, del siglo XX:

El edicto del Gobierno Superior Político de las Baleares de 1837, llamado «del anillo», que recicla un método pedagógico infamante (análogo al symbole de la escuela francesa) que ya se venía aplicando desde hacía un siglo y que se seguiría aplicando —y no sólo en las Baleares, como indica nuestra negrita y puede leerse en Lasa (1968: 27-29)— para penalizar los «deslices» del alumno en el uso de su lengua nativa:

Considerando que el ejercicio de las lenguas científicas es el primer instrumento para adquirir las ciencias y transmitirlas, que la castellana, además de ser nacional, está mandada observar en las escuelas y establecimientos públicos, y que por haberse descuidado esta parte de instrucción en las islas viven oscuros muchos talentos que pudieran ilustrar no solamente a su pais, sino a la nación entera; deseando que no queden estériles tan felices disposiciones y considerando finalment [sic] que seria tan dificultoso el corregir este descuido en las personas adultas como será fácil enmendarle en las generaciones que nos sucedan, he creido conveniente, con la aprobación de la Excma. Diputación Provincial, que en todos los establecimientos de enseñanza pública de ambos sexos en esta provincia se observe el sencillo método que a continuación se expresa y se halla adoptado en otras con mucho fruto. = Cada maestro y maestra tendrá una sortija de metal, que el lunes entregará a uno de sus discípulos, advirtiendo a los demás que dentro del umbral de la escuela ninguno hable palabra que no sea en castellano, so pena de que oyéndola aquel que tiene la sortija, se la entregará en el momento y el culpable no podrá negarse a recibirla; pero con el bien entendido de que en oyendo este en el mismo local que otro condiscípulo incurre en la misma falta, tendrá ocasión a pasarle el anillo, y este a otro en caso igual, y así sucesivamente durante la semana hasta la tarde del sábado, en que a la hora señalada aquel en cuyo poder se encuentre el anillo sufra la pena, que en los primeros ensayo será muy leve; pero que se irá aumentando así como se irá ampliando el local de la prohibición, a proporción de la mayor facilidad que los lumnos vayan adquiriendo de espresarse en castellano [...].
La Real Orden de 15 de enero de 1867, que prohíbe las obras teatrales no escritas en la lengua nacional:

En vista de la comunicación pasada a este Ministerio por el censor interino de teatros del reino, con fecha 4 del corriente, en la que se hace notar el gran número de producciones dramáticas que se presentan a la censura escritas en los diferentes dialectos, y considerando que esta novedad ha de influir forzosamente a fomentar el espíritu autóctono de las mismas, destruyendo el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional, la reina (q. D. g.) ha tenido a bien disponer que en adelante no se admitiran a la censura obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias de España.

En 1896, el director general de Correos y Telégrafos prohibió hablar por teléfono en vasco y catalán. Como protesta, según consta en el Diario de Sesiones de las Cortes con fecha 2 de junio de 1896, el diputado catalán Maluquer i Viladot señaló:

Cuando fuí a que me pusieran en comunicación con Manresa, me encontré con esa dificultad. Las personas con quien habia de conferenciar no comprenden una sola palabra de castellano [...]. Por eso suplicaba al Sr. Ministro de la Gobernación, que nos tenia ofrecido resolver este asunto, pero se van pasando dias sin hacerlo, que lo resolviera. Difiero de la indicación del Sr. Presidente [...], y espero que no solo pondrá en conocimiento del Sr. Ministro de la Gobernación mi ruego, sino que personalmente influirá para que sea atendido, lo cual, no solo le agradeceré yo, sino todos los euskeros y catalanes que han recibido ese latigazo del Sr. Director de Comunicaciones.

En conjunto, todas estas estructuras, mecanismos y medidas contribuyeron a conformar y asentar mercados lingüísticos internos favorables a la lengua nacional, más o menos afianzados en cada Estado nación en función de las particulares vicisitudes históricas y del grado de desarrollo de los medios y estructuras homogeneizadores descritos.
Merece la pena detenerse a describir los alcances del concepto de mercado lingüístico para comprender cómo este deviene en un eficaz (por sutil) mecanismo de regulación de la actuación lingüística, del sistema social y del económico siempre favorable a los grupos de poder. Aunque la extensión de un determinado mercado lingüístico suele ser consecuencia de una situación de deliberada imposición, a menudo se «obvia» intencionadamente el anclaje en un proceso asimilacionista para así naturalizar el estatus y la expansión alcanzados por la lengua dominante.

1.2.2. El mercado lingüístico como garantía de una planificación asimilacionista y elitista del lenguaje

Desde el punto de vista de su acción social, la idea de mercado lingüístico procede de la teoría desarrollada en la sociología del lenguaje por Pierre Bourdieu (1982), según la cual las manifestaciones verbales de los grupos sociales pueden ser entendidas —al igual que las mercancías en un mercado— como expresiones del valor atribuido a cada una de ellas en el contexto social en el que se desarrollan. En este sentido, la lengua es un bien intangible, y el valor atribuido a cada una de sus realizaciones depende de qué leyes rijan en el contexto social (mercado lingüístico) en cuestión; por ejemplo, de qué formas lingüísticas han sido institucionalizadas para cada función, entendiendo que, en un tipo de sociedad como la occidental, estratificada según una distribución jerárquica de poderes (por escalafones culturales, económicos y políticos), la lengua, como otras tantas formalizaciones de la conducta humana (la indumentaria, los ademanes, los protocolos de comunicación...), es un signo externo de posición social, y que cada una de las funciones posibles del lenguaje ocupa un lugar en esa jerarquía. Como consecuencia de la acción de estas leyes y de su interiorización por parte de los individuos, las conductas lingüísticas mejor valoradas serán las que correspondan a individuos que ocupan una posición de poder y dominio en la escala sociofuncional; y la atracción que ejerza dichos modos de expresión o la necesidad de adquirirlos para ascender o para evitar penalizaciones (juicios de valor negativos sobre el propio comportamiento lingüístico [estigmatización], exclusión social, represalias, etc.) serán las razones que expliquen —en cierta medida— comportamientos como la adquisición y empleo de otra lengua, la adquisición y esmero en el empleo del estándar, la adquisición y empleo de otra variante mejor valorada de la propia lengua.
Utilizando una explicación del funcionamiento de la lengua en el mercado social aún más clásica que la de Bourdieu —a pesar de haber sido actualizada por el lingüista William Labov—, los cambios en la conducta lingüística de los hablantes que aspiran a ascender en la escala social o a evitar la penalización del entorno por usar formas estigmatizadas (mal vistas) de expresión, estarían condicionados por la atracción, ventaja o salvaguarda que ofrece el prestigio (o prestigio manifiesto, en la terminología laboviana) de la lengua o variedad de otro grupo de habla que goza de un elevado estatus social y económico y que se desenvuelve en un marco político favorable, donde puede desarrollar su forma lingüística y desplegarla en todas sus posibles funciones. El prestigio, pues, es el valor extralingüístico atribuido a una lengua o variante en virtud de la condición de privilegio social, educativo, político o económico de la que goza el grupo que la habla. No es, por tanto, un elemento inherente a las lenguas, ni está tampoco en correlación con la competencia lingüística del hablante. Aunque a menudo suelen atribuirse a las formas prestigiosas de las clases «cultas» ciertas virtudes de excelencia, lo cierto es que su uso no garantiza una comunicación más transparente ni más eficaz. Cada situación de comunicación requiere el uso de una serie de habilidades y saberes entre los que puede incluirse el empleo de variedades o formas no prestigiadas, e incluso prácticas verbales claramente estigmatizadas como la alternancia de códigos,6 que en un determinado entorno de interacción pueden resultar las más adecuadas. El nivel culto será apropiado para ciertos géneros de lo escrito y para circunstancias formales y planificadas de comunicación oral, pero no es el idóneo, ni de lejos, para las situaciones de comunicación más usuales. Ni siquiera se puede afirmar que las producciones verbales de las élites sean estilísticamente superiores, pues también los grupos sociales inferiores y los políticamente subordinados suelen cultivar, con demostrada excelencia estética, su lengua o variante de forma oral e incluso escrita.
Sin embargo, el prestigio de las producciones lingüísticas de las élites socioeconómicas, políticas y culturales las convierte en el modelo ejemplar que el resto de capas sociales intenta emular, aunque su influencia en las conductas verbales de las capas inferiores no se manifiesta de manera directa ni fiel. En un primer momento, el prestigio de las hablas cultas atrae hacia sí los hábitos verbales de la capa social intermedia, la más próxima y la que más opciones tiene de ascenso social, que imita, con mayor o menor pericia, la expresión verbal de la clase superior. En segunda instancia, los usos prestigiosos de la clase superior transferidos a la clase intermedia atraen a la inferior. Los desajustes y reajustes en la reproducción por parte de las clases intermedias e inferior del modelo de la clase superior constituyen uno de los factores de cambio lingüístico en el seno de una misma comunidad de habla.
Teniendo en consideración, como ya hemos señalado, que el estándar español siempre se ha basado en la lengua de las élites cultivadas, el factor prestigio ha sido clave no sólo para su aceptación social como modelo conductual de referencia, sino para la aceptación en la propia norma académica de aquellos cambios en los usos lingüísticos que emergen de las élites sociales y culturales prestigiosas, por minoritarios que sean.7
La acción del prestigio manifiesto tiene su fuerte contrapeso en los valores asociados a la propia lengua o a la propia variante, aun siendo esta una lengua políticamente subordinada o una variante socialmente no prestigiada; valores que garantizan la lealtad de sus hablantes aun cuando quede restringida la funcionalidad de sus hablas. A este reverso social del prestigio manifiesto se lo denomina prestigio encubierto y su acción sobre la conducta verbal de la sociedad es también determinante y tiene igual capacidad de difundir nuevas formas lingüísticas y, por tanto, de modificador los usos socialmente generalizados, o «normas» consuetudinarias. Frente a la pedantería, impostación y encorsetamiento de las variantes de las capas elevadas, constreñida por la educación en un modelo estándar de lengua cultivada y por su uso habitual en circunstancias formales, la sencillez, flexibilidad, libertad y viveza propias de las variantes populares hacen que estas adquieran un valor de espontaneidad y creatividad que llega a trascender a las producciones orales no sólo de las capas intermedias, sino también a las orales e incluso literarias de las capas elevadas, de donde pasan al uso general e incluso al estándar. Frente a la extrañeza e institucionalidad de la lengua hegemónica u oficial, la cercanía y familiaridad de las lenguas nativas y su utilidad para la comunicación con otros hablantes nativos y para la mutua identificación como grupo cultural hacen que estas cobren valores de autenticidad, proximidad y afectividad, y que se afiancen en ciertas esferas de uso como la familia y la vecindad, y también en la creación oral y escrita. De hecho, el prestigio encubierto es una forma de salvaguarda de la variedad y de las lenguas amenazadas, que sólo suelen abandonarse en circunstancias muy desfavorables:

Una lengua pierde gradualmente sus funciones sociales por el bies de la emigración, el hambre, la enfermedad, el genocidio, la baja del índice de natalidad, la exogamia, la ausencia de trabajo, la ausencia de instrucción, la pobreza o la prohibición. [Mackey, 2001: 105; cit. en Boyer, 2006: 3.]

Para el completo abandono de una variante o lengua no prestigiadas, las presiones económicas, sociales y políticas sobre sus hablantes —y la palabra presión es a menudo un eufemismo de vejación— han de ser verdaderamente continuadas, sistemáticas y generalizadas, y apoyarse no sólo en el condicionamiento psicológico, sino incluso en la represión física. De esta certeza se deriva que todo Estado nacional haya contado siempre con la fuerza disuasoria de un Ejército dispuesto a reprimir la sedición interna de otros grupos étnicos o ideológicos, e incluso que las fuerzas militares hayan obrado en este sentido por su propia cuenta y riesgo, al margen de la élite política, en épocas de cierta relajación de la presión históricamente ejercida sobre estos grupos subordinados. La máxima «Una lengua es un dialecto con Estado y Ejército» ha de entenderse, en estos casos, literalmente.
Las diferencias en el estatus y en la asignación de funciones sociales entre las lenguas o variedades de las comunidades lingüísticas que comparten un mismo territorio político constituyen lo que se conoce como diglosia. La situación diglósica puede ser armoniosa si no hay competencia entre los hablantes de las diversas lenguas o variedades por desempeñar las mismas funciones o si el reparto de funciones no va acompañado de una voluntad glotofágica, de minorización y, a la postre, de asimilación lingüística de las lenguas o variantes con mayor restricción funcional. Si tal voluntad existe y se manifiesta, y así ha ocurrido siempre en todo proceso de homogeneización lingüística, se producen situaciones de discriminación y marginación de los hablantes de las lenguas o variantes minorizadas, que pueden dar pie a conflictos intra e interlingüísticos. Una situación diglósica entre variantes distintas de una lengua se da, por ejemplo, con el castellano centro-norteño de las clases cultivadas en relación con el resto de variantes españolas. El hecho de que sea esta variedad geográfica del castellano la que históricamente ha servido de base para la estandarización del español,8 y de que se hayan asociado ciertos valores de excelencia y dignidad al estándar de una lengua, ha llevado históricamente a estigmatizar el resto de geolectos (de España y de América, incluyendo el castellano popular), con juicios de valor denigrantes, que calificaban —y califican aún— estas formas lingüísticas como toscas, vulgares o incluso como corrupciones de la variedad prestigiada, intrínsecamente inhábiles para ciertas funciones.9 Diglósica es también la situación del castellano con respecto al resto de lenguas con las que convive, según una jerarquía que lo coloca en posición dominante en la mayor parte de ocasiones, salvo cuando se ve supeditado al predominio del inglés en ciertas sociedades (particularmente, la estadounidense). A esa posición mayoritariamente favorecida han contribuido los procesos de homogeneización que se han seguido tanto en España como en América Latina.

1.2.3. El mercado lingüístico como medio de desarrollo y concentración del capital

Desde el punto de vista estrictamente económico, constituye un mercado lingüístico el conjunto de hablantes de una lengua (nativos o como segunda lengua) o de una variante lingüística que disponga de un estándar escrito común, difundido entre la población mediante el sistema escolar y los medios culturales y de comunicación masiva. Esta comunidad de hablantes se constituye en mercado lingüístico en tanto la lengua compartida y la competencia adquirida en el uso del estándar los agrupa, por una parte, como fuerza laboral móvil e intercambiable, hábil para trabajar y producir en un determinado dominio lingüístico; y, por otra parte, como masa de consumidores potenciales de un determinado producto lingüístico en tanto la utilización de un estándar común permite producir según modelos unificados de lengua, de amplio alcance social, reduciendo los costes que ocasionaría la atención a la variación y aumentando con ello la eficacia productiva. En este sentido, la lengua se considera un bien tangible, puesto que se traduce inmediatamente en bien material.
Cuando es el Estado el que asume plenamente los costes de provisión de un estándar, siempre y cuando este sea apto para las necesidades productivas y de mercado, los agentes económicos obtienen un beneficio neto de un idioma estandarizado. Cuando el Estado no provee de medios de normalización lingüística, o no lo hace de forma adecuada ni suficiente, las propias empresas han de asumir los costes de creación o promoción de dichos recursos, como sucede en el caso de la lengua inglesa y como ocurre hoy con la cofinanciación de las obras académicas panhispánicas por parte de las empresas que integran, en buena medida, la Fundación pro Real Academia Española (v. § 3.5.3.1).10
Cabe señalar que, sin una gestión eficiente de los organismos de normalización, y sin las debidas medidas de control externo e interno de su funcionamiento y de evaluación de su producción, las inversiones estatales o privadas en estandarización lingüística no bastan para generar recursos de los que el mundo empresarial pueda beneficiarse plenamente. Ejemplo de ello es la desproporción entre los abundantes caudales que percibe hoy la Real Academia Española por vía pública y privada, y la deficiente calidad y funcionalidad de sus productos, presumiblemente debidas no a déficits de infraestructura —pues en diversas épocas de la vida académica se demuestra, según veremos en el apartado 1.7, que no hay correlación entre laboriosidad y calidad productiva, por una lado, y disponibilidad de medios humanos, económicos y tecnológicos, por otro— sino a defectos orgánicos endémicos y seculares.11
Al margen de la inversión pública en estandarización, las políticas lingüísticas de homogeneización lingüística e incluso las situaciones de bilingüismo asimétrico favorecen también a los sistemas económicos que buscan dar el mayor rendimiento posible a sus productos y reducir a mínimos los costes de sus políticas lingüísticas empresariales, incluso a expensas de las preferencias del consumidor por productos rotulados o vehiculados en una lengua distinta a la que el productor emplea.
Una de las primeras formas de explotación de mercados lingüísticos llegó de la mano del sistema de producción en masa que más ha contribuido a modificar la fisonomía del mundo occidental: la imprenta. Benedict Anderson (2005: 57-66;12 la negrita es nuestra; la cursiva, del original) expone de manera diáfana la contribución esencial del mercado impreso a la consolidación de los estándares vernáculos (desarrollados o perfeccionados por los impresores) como formas de identificación colectiva:

Como una de las primeras formas de empresa capitalista, la edición de libros experimentó la imparable búsqueda de mercados propia del capitalismo. Los primeros impresores establecieron sucursales por toda Europa [...]. Y dado que los años 1500-1550 fueron un periodo de una prosperidad europea excepcional, la edición participó de aquel boom general. [...] = El mercado inicial era la Europa letrada, un estrato vasto pero escaso de lectores de latín, que tardó en saturarse unos ciento cincuenta años. [...] Por tanto, según la lógica del capitalismo, una vez saturado el mercado elitista del latín, los mercados potencialmente ingentes que representaban las masas monolingües [13] resultarían seductores. [...] El vernacularizante acicate revolucionario del capitalismo fue reforzado por tres factores externos, dos de los cuales contribuyeron directamente a despertar la conciencia nacional. El primero, y a fin de cuentas el de menor importancia, fue un cambio en el carácter del propio latín. [...] = El segundo [...] fue el impacto de la Reforma, que, a su vez, debía buena parte de su éxito al capitalismo impreso. [...] El tercer factor fue la difusión lenta y geográficamente irregular de lenguas vernáculas como instrumento de centralización administrativa entre determinados aspirantes a monarcas absolutistas bien situados. [...] En la Europa anterior a la imprenta y, por supuesto, en otras partes del mundo, la diversidad de las lenguas habladas, aquellas lenguas que para sus hablantes eran (y son) la piedra angular de sus existencias, era inmensa; tan inmensa, de hecho, que si el capitalismo impreso hubiera tenido que explotar cada mercado vernacular oral en potencia, se habría quedado en un capitalismo de dimensiones insignificantes. Pero estos idiolectos eran susceptibles de ser reunidos dentro de unos límites definidos en un número de lenguas impresas mucho más reducido. La gran arbitrariedad de todos los sistemas de signos para sonidos facilitaba el proceso de unificación. [...] Nada mejor para «unir» lenguas vernaculares relacionadas que el capitalismo, el cual, dentro de los límites impuestos por las gramáticas y las sintaxis, creó lenguajes impresos mecánicamente reproducidos, capaces de ser diseminados por el mercado. [...]

Entre los letrados, las lenguas impresas contribuyeron a asentar las bases de la conciencia nacional de tres formas:

En primer lugar, crearon campos unificados de intercambio y comunicación por debajo del latín y por encima de las lenguas vernáculas habladas. Los hablantes de aquella inmensa variedad de franceses, ingleses o españoles, que podían tener dificultades para entenderse mutuamente conversando, se comprendían cuando el medio era el papel impreso. En el proceso, tomaban conciencia lentamente de los centenares o miles, o incluso millones, de personas de su ámbito lingüístico particular, y también de que sólo aquellos centenares, miles o millones compartían esta relación de pertenencia. Este grupo de lectores similares, conectados por medio de la imprenta, formaban en su invisibilidad visible, particular y secular, el embrión de la comunidad nacionalmente imaginada. = En segundo lugar, el capitalismo impreso dotó a la lengua de una nueva fijeza, que a la larga contribuyó a dibujar la imagen de antigüedad, tan central para la idea subjetiva de la nación. [...] = En tercer lugar, el capitalismo impreso creó lenguas de poder de un tipo distinto de las vernáculas administrativas más antiguas. Ciertos dialectos inevitablemente estaban «más cerca» de cada lengua impresa y dominaban sus formas finales. Sus primos pobres, aún asimilables a la lengua impresa emergente, perdieron terreno, sobre todo porque fracasaban (o sólo tenían un éxito relativo) a la hora de erigir su propia forma impresa. = Sólo es necesario subrayar que, en sus orígenes, la fijación de las lenguas impresas y la diferenciación del estatus entre estas eran mayoritariamente procesos inconscientes, que resultaban de la interacción explosiva del capitalismo, la tecnología y la diversidad lingüística humana. Pero, como tantas otras veces en la historia del nacionalismo, llegados a «este punto», podían convertirse en modelos formales que imitar y, si convenía, ser explotadas inconscientemente con un espíritu maquiavélico.

1.3. La lengua como símbolo de la nación
Partiendo del enfoque de Anderson (2005) y de la concepción performativa introducida por Bhabha (1990; cit. en Archilés, 2002: 309-310), la idea de nación podría entenderse como la creencia asumida por grupos sociales (e incluso culturales) heterogéneos de pertenecer a una misma comunidad, a la que llegan inducidos por la difusión de un constructo identificador14 que les sirve de elemento cohesivo y marco de referencia para concebirse, distinguirse y actuar como grupo compacto. Un constructo, por otra parte, que, aun cuando se asuma como un axioma, no deja de estar sujeto al conflicto constante que causan sus propias contradicciones y su oposición a los valores y definiciones de los grupos que quedan marginados por la idea hegemónica de nación, y que resulta, por ello, inherentemente inestable y necesariamente recreable.
Según ya hemos observado al aludir al modo en que la difusión impresa de las lenguas codificadas contribuyó a despertar la conciencia nacional, el hecho de que el lenguaje humano (verbal y no verbal) sea un potentísimo indicador de pertenencia cultural, junto al potencial del código escrito como forma de condensación, delimitación y representación en un solo cuerpo formal de hablas filogenéticamente muy afines, convierten a la lengua en uno de los principales elementos —a veces, en el único— de construcción de una identidad compartida por grupos sociales diversos.
A diferencia de otros identificadores como la raza, el territorio, la religión o la clase social, la lengua tiene, por una parte, la enorme ventaja de no ser necesariamente excluyente —la comunidad que se identifica por lo que considera una lengua compartida puede también aprender otras lenguas e incluso incorporarlas a su identidad—, y, por otra, la desventaja de verse sujeta al efecto disgregador del cambio lingüístico, dado el carácter inexorablemente evolutivo que tiene el lenguaje y que no tienen —o no al mismo ritmo— la raza, el territorio, la clase social y la religión. No obstante, cuando el nacionalismo que toma como base la lengua (nacionalismo lingüístico) se combina con el unitarismo político y el uniformismo lingüístico, es decir, cuando el nacionalismo lingüístico tiene un cariz expansionista y glotofágico, la lengua seleccionada como nacional se convierte en la única lengua políticamente avalada, socialmente digna y difundida, y con ello económicamente rentable en las comunidades del territorio que ocupa la nación, aun cuando no sea la nativa de todos sus ciudadanos.
Según la visión que tenga de las lenguas (especialmente de la que representa a la nación) y según su modo de mover la lengua nacional en el tablero político, el nacionalismo lingüístico puede revestir formas muy diversas, que pueden darse incluso de manera combinada. Puede ser:

1. Defensivo-conservacionista, si su fin es proteger y preservar un determinado patrimonio cultural (caso de los nacionalismos de todas aquellas comunidades culturales amenazadas por la expansión de otras).
2. Irredentista, si lo que se pretende es rescatar territorios y poblaciones perdidas, que se consideran propias por razones históricas y lingüísticas (caso, en cierto modo, del nacionalismo vasco).
3. Segregacionista, si su objetivo es distinguirse de otro grupo nacional culturalmente muy afín (caso del blaverismo15 valenciano).
4. Pluralista jerárquico, si lo que se defiende es un marco político (autonómico o federal) donde coexistan las diversas lenguas y culturas territoriales, pero constituyendo una de ellas como lengua común (generalmente, la del poder central), de tal modo que —salvo conflicto con políticas de revitalización y conservación de lenguas minorizadas—16 se conceda a sus hablantes el privilegio de hacer uso de su lengua en todo el Estado en virtud de la atribución del principio jurídico de personalidad, que garantiza al individuo determinados servicios públicos en su lengua independientemente del lugar donde se encuentre. En contrapartida, los hablantes de las lenguas no seleccionadas como lengua común —generalmente minorizadas a consecuencia de una acción política de aculturación y homogeneización— verán restringidos sus derechos lingüísticos a la recepción de servicios públicos en su lengua exclusivamente en su territorio de origen, en virtud del principio jurídico de territorialidad. Este es el tipo de marco político que rige, por ejemplo, en España. Cabe decir que esta situación es particularmente conflictiva y acaba resultando en un proceso enlentecido de homogeneización, en el que la lengua que cuenta con el apoyo político del poder central va desplazando, por una acción combinada de política y mercado, al resto de lenguas de un modo mucho más taimado —por lo imperceptible— que una política de persecución manifiesta. En cierto modo, el nacionalismo pluralista jerárquico es la coartada perfecta del nacionalismo ofensivo-expansionista para aniquilar al «otro».
5. Pluralista igualitarista, si su fin es defender un tipo de organización política de tipo confederal donde las diversas lenguas y culturas vernáculas coexistan en igualdad de condiciones (caso de los nacionalismos gallego y especialmente catalán).
6. Ofensivo-expansionista, si su intención es anexionarse nuevos territorios y expandir su lengua y cultura a otras comunidades culturales, bien erradicando las formas de vida, la cultura y, por ende, las lenguas autóctonas, bien marginándolas y minorizándolas. De existir un sentimiento nacional en los pueblos de los territorios anexionados, incluso se puede promover o forzar a la adopción de la identidad dominadora y al abandono de la propia.

En este último caso, en lo que respecta a la lengua, el nacionalismo ofensivo-expansivo parte de tres premisas ideológicas (Moreno Cabrera, 2008a: 109):

1. La primera es la del carácter intrínsecamente superior de la lengua nacional.
2. La segunda es el carácter políticamente unificador de la lengua nacional.
3. La tercera consiste en suponer que, una vez desaparecido el Imperio, se puede mantener la lengua como inductora de un imperio espiritual, que a su vez permite legitimar el mantenimiento del imperio económico, facilitando, dentro del bloque idiomático, un movimiento internacional de capital real y de capital simbólico (lo que incluye la lengua y la cultura, igualmente transformables en bienes tangibles, como ya hemos señalado anteriormente), particularmente beneficioso para la metrópoli.

El nacionalismo español pertenece a esta última categoría, y, como veremos en los apartados que siguen, la tercera premisa citada fundamentó el giro hispanoamericanista del nacionalismo español, la ideología de la unidad del idioma y el actual golpe de timón de la política lingüística de la rae y la Asale hacia el polimorfismo normativo y hacia un largamente reclamado consenso interinstitucional.

[...]

1.5. El modelo francés en las políticas de uniformación de España
Las políticas lingüísticas de uniformación empezaron a desarrollarse en Europa en los siglos XVI y XVII, con la promulgación de las primeras leyes tendentes a imponer una lengua oficial única para cada nuevo Estado nacional. En un inicio, estas disposiciones únicamente afectaban a la esfera de la actividad judicial o notarial, que tenían esencialmente influencia en la lengua escrita, y no iban tan encaminadas a eliminar las llamadas lenguas regionales como a difundir el conocimiento en la lengua vernácula escrita de cada centro de poder, y al incremento de su uso como lengua nacional, símbolo del poder real, particularmente en detrimento del latín.
En Francia, paradigma de Estado nación unitarista y centralizado, como ya hemos señalado, el decreto de Villers-Cotterêts, ordenado por Francisco I en 1539, estableció que a partir de ese momento las actas jurídicas se redactarían en francés, aunque la disposición estaba dirigida contra el uso del latín y no contra el resto de lenguas, cuyo uso quedaba recogido dentro de la categoría «langaiges maternels françois». Sin embargo, en 1550, muerto ya Francisco I, la lengua de la corte se impone sobre los patois (variantes no cortesanas y resto de lenguas del territorio francés).17 Y Luis XIV oficializa el uso del francés en Flandes (1684), Alsacia (1685) y el Rosellón (1700). Su sucesor, Luis XV, hará otro tanto en la parte alemana de Lorena (1784) y en Córcega (1768). Pero todas ellas son medidas de control administrativo y formas simbólicas de dominio a las que precedían cuatro siglos de expansión de diversas ramas de la dinastía capeta, lograda por medio de guerras, conquistas, enlaces dinásticos y maniobras políticas. A pesar de ello, a finales del siglo XVIII los Estados europeos (incluida Francia) eran mayoritariamente pluriétnicos y plurilingües.
Aunque el centralismo y la homogeneización de Francia no nacen con el proceso revolucionario sino que hunden sus raíces, según hemos visto, en una tradición establecida por la monarquía absoluta, con la Revolución se instrumentalizan para la de defensa y propagación ideológica y adquieren tintes de modernidad y laicicidad.
Como ocurriría a lo largo de toda la historia de la evangelización, el afán de proselitismo de la Iglesia católica la había llevado a redactar sus catecismos en las lenguas locales del territorio francés. Siendo lenguas que la Iglesia dominaba y alguna de ellas compartidas por otras naciones, «al menos la parte parisina de la Revolución teme que la existencia de lenguas distintas del francés dentro del territorio nacional sea un arma para el enemigo, un campo privilegiado para la subversión. Sin duda, a eso se debe que más tarde el problema de Alsacia sea el más discutido: se impedirá el uso del “alemán” en Alsacia (17 de diciembre de 1793; es decir, del informe Grégoire),[18] medida a la vez impopular e inaplicable, pues equivale a impedir que la gran mayoría de alsacianos hable. Pero el mismo problema se presenta en todas partes: se teme la sedición» (Calvet, 1974 [2002]: 192). Así, la lucha contra las lenguas locales que, en el Antiguo Régimen francés, había sido sólo un medio y un símbolo de dominio político restringido al ámbito administrativo, una vez teorizada por la Revolución francesa, una vez integrada a la ideología sobre la construcción y defensa de la nación revolucionaria se plantea como un combate contra el oscurantismo feudal y religioso y contra los movimientos contrarrevolucionarios, y emprende un camino de verdadera ofensiva. La relación (evidente) entre clero y lenguas regionales, y el vínculo (carente por completo de evidencias) entre heteroglosia y sedición, junto con el no despreciable influjo de las ideas jerárquicas sobre las lenguas —cuyos fundamentos míticos y filosóficos acabamos de ver; § 1.4—, acabaron conformando un constructo ideológico que, en el territorio francés, determinó el devenir del alsaciano, el bretón, el vasco, el occitano, el catalán y el corso, denigradas como lenguas de bárbaros y reducidas a lo familiar y a lo pintoresco:

Así, el combate entre las lenguas locales del territorio francés se muestra como un combate en pro de la cultura y contra la ignorancia, como un combate laico y republicano. Ése es el legado más importante de la Revolución Francesa, y a la vez el más impostado. [...] la condición de no-hablante de francés no necesariamente genera comportamientos políticos reaccionarios (uno se sonroja al tener que recordar semejantes evidencias; pero la izquierda francesa todavía hoy considera que el combate de los movimientos partidarios de esas nacionalidades es reaccionario), y el ejemplo de Suiza muestra que el plurilingüismo no es sinónimo de no-patriotismo (sin importar de hasta qué punto pueda considerarse una virtud el patriotismo). Sin embargo, para un institutor laico de la Tercera República cuyo horizonte político no iba más allá de la Marseillaise anti-cléricale de Léo Tacil, el alsaciano, el bretón y, en menor medida, el vasco, el occitano, el catalán, el corso serán lenguas antirrepublicanas y lenguas de curas. [Calvet, 1974 [2002]: 198.]

La instrucción escolar se constituirá en el medio para atajar el «peligro» de la diversidad lingüística. El 21 de octubre de 1793, la Convención aprueba una ley que instituye las escuelas primarias del Estado, a la que seguirán, en los meses siguientes, una serie de disposiciones sobre la exclusiva enseñanza en francés, sobre la prohibición expresa de otras lenguas y sobre la designación de institutores hablantes de la lengua de París para cada comuna donde no se hable francés. Pero la voluntad de desarrollar la enseñanza y extender el francés topan contra un imponderable: la ausencia de recursos humanos e infraestructuras que permitan materializar el afán homogeneizador. Sin embargo, a pesar de la imagen de fracaso y desorden que parece desprenderse del balance negativo entre los muchos proyectos y las escasas realizaciones de la Revolución, y aunque la voluntad homogeneizadora se quedó durante años en una mera declaración de intenciones —en la esfera educativa, la realidad demuestra que los niños nacidos entre 1780 y 1800 no recibieron ningún tipo de instrucción—, como indica Pueyo (1996: 135) fue en este periodo histórico cuando se idearon y establecieron los principios sobre las cuales se estructuraría posteriormente el sistema educativo francés: la gratuidad, la obligatoriedad, el uso exclusivo de la lengua nacional —inoculada a los no francófonos con métodos pedagógicos verdaderamente represivos y humillantes— y la neutralidad religiosa. Todos ellos se fueron alcanzando a lo largo del siglo XIX hasta consolidarse en el primer lustro de la década de 1880, en tiempo de la Tercera República, cuando la parte sustantiva del conjunto legislativo y reglamentario de la escuela francesa fue promulgada por el ministro de Instrucción Pública Jules Ferry, hombre también clave en la colonización de Túnez e Indochina que aplicaría en el exterior el mismo ideario chovinista de superioridad del francés y de la nación francesa como símbolo de progreso y civilización. Así, a finales del XIX, quedan establecidas las bases que apoyarán la conclusión de un proceso de homogeneización cultural y control político central que evoluciona del centralismo al nacionalismo,19 y de este al imperialismo con el asentamiento de un poderío mundial cuyos símbolos de fortaleza son el dominio lingüístico y económico del centro sobre las periferias estatal y colonial. En 1901, la francesización de las clases populares era ya casi completa: sólo un 16,5 % de la población era analfabeta (en la lengua nacional, se entiende).

El proceso legal de conformación y expansión de una lengua nacional no se inicia en España hasta principios del siglo XVIII, siguiendo la estela centralista de los borbones en Francia. Pero la preeminencia del castellano entre las élites del moderno Estado español había arrancado ya con el progresivo predominio político interior que fue adquiriendo Castilla tras la unión con el segundo mayor reino peninsular, la Corona de Aragón, en 1469, por enlace dinástico entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, y se asentó con la expansión exterior del reino castellano y el establecimiento de la corte española en Madrid durante el reinado de Felipe II.
Como entidad histórica, la Corona de Castilla nace con la última y definitiva unión de los reinos de León y de Castilla en el año 1230 y se establece con la unión de las Cortes, algunas décadas más tarde. Comprende los reinos de Castilla, León, Toledo (ya incorporado al de Castilla), Galicia y Asturias (ya integrados en el de León), los señoríos vascos (dependientes de Castilla, pero con legislación y gobierno propios) y los territorios que se conquistarán a los árabes (Córdoba, Jaén, Sevilla, Granada, Gibraltar, Algeciras, Molina de Aragón y parte de Murcia —que fluctuó entre los reinos de Castilla y Aragón—), hasta convertirse en 1469 en el dominio peninsular más extenso y poblado.
La Corona de Aragón era una entidad política nacida en 1137 de la unión dinástica entre el Reino de Aragón y el condado de Barcelona, a la que se sumarían los territorios conquistados a los árabes por la corona. En 1469 estaba formado por el Principado de Cataluña, los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, los condados de Rosellón y de Cerdaña, Andorra, y los reinos de Cerdeña y de Nápoles.
Aunque con progresivas restricciones, las realidades sociales, jurídicas y económicas de los territorios de ambas coronas siguieron siendo plurales e independientes hasta la victoria borbónica que puso fin a la guerra de Sucesión y la promulgación de los Decretos de Nueva Planta (1707-1716). Isabel y Fernando desarrollaron ciertas reformas comunes y, sobre todo, una política exterior igualmente expansiva, con Italia como zona de influencia catalanoaragonesa, y América y el norte de África como zona de influencia castellana. Durante el reinado de los Reyes Católicos, además, la corona catalanoaragonesa se anexionó el reino de Navarra, y Castilla arrebató el reino de Granada a los musulmanes y conquistó Melilla y las Canarias, dándose así los primeros pasos de una hegemonía imperial española en el mundo que duraría dos siglos.
Pese a la pujanza económica y demográfica de la Corona de Castilla y a su progresivo predominio político en el nuevo Estado, en el aspecto meramente lingüístico la unificación territorial de las dos principales coronas peninsulares no supuso cambios significativos. España, en sus inicios, se conformó como Estado plurilingüe y su unificación no se fundamentó en la lengua. Sin embargo, sí se dieron diversas circunstancias que condujeron a la identificación entre lengua castellana y lengua del poder y que condicionaron la evolución del valor de mercado de las lenguas del nuevo reino. De entre ellas nos interesa destacar especialmente, por su trascendencia para el modelo de lengua académico, la castellanización de la corte y, con ella, de la élite administrativa, intelectual y social que gravitaba a su alrededor, única clase social con acceso a la cultura escrita y que podía permitirse el lujo de dedicarse al cultivo literario. Así, el asentamiento en Castilla de la corte de la monarquía hispánica, que alternó su sede entre diversas ciudades castellanas (Valladolid, Toledo y Madrid) hasta que, en 1561, Felipe II trasladó definitivamente su residencia a Madrid20 y la proclamó oficialmente capital de España, además de suponer uno de los primeros pasos hacia una política centralizadora, encumbró el castellano cortesano como lengua «elevada», atrajo a buena parte de la aristocracia, que se castellanizó y abandonó el cultivo literario de sus lenguas de origen, y afirmó el habla de las élites del centro peninsular como modelo de prestigio. En el Reino de Valencia, tras el fracaso de la revuelta de las Germanías, el establecimiento en la ciudad de Valencia de la corte de la virreina Germana de Foix y del duque de Calabria (1523-1550), quienes fomentarían el uso y el cultivo artístico del castellano en la misma medida en que reprobarían y ridiculizarían el del valenciano, contribuyó a acentuar la castellanización de la nobleza valenciana, un proceso consolidado por los jesuitas, que fundaron una universidad en Gandía (1548) y un colegio en Valencia (1552) y actuaron decididamente como agentes de castellanización de las élites en este territorio de la corona catalanoaragonesa.
Para los Austria, la pluralidad de España (jurídica, militar, política, monetaria y también lingüística) pronto fue un obstáculo evidente para el libre ejercicio del autoritarismo monárquico. En la primera mitad del siglo XVII, ya en plena decadencia del Imperio, los programas políticos del valido de Felipe IV, el conde duque de Olivares, no hicieron sino insistir en el avance hacia una deseada centralización y hacia una uniformidad fiscal y unificación institucional y legal según el modelo de Castilla, lugar donde la autoridad del monarca se ejercía con menos cortapisas constitucionales («donde el poder del rey era más efectivo que en cualquier provincia que mantuviera todavía sus tradicionales libertades»; Palu Berna, 1982: 254). Para Olivares, la fortaleza y eficacia del poder de la monarquía no eran posibles sin reducir a unidad la pluralidad de reinos, provincias y virreinatos que conformaban España, lo que permitiría eliminar las trabas a la ejecutividad de su Gobierno y racionalizar la administración de los recursos y de las rentas. En su pretensión de sacar a España de su decadencia recuperando la época de grandeza imperial de Carlos I y Felipe II, y ante una hacienda castellana exhausta —hasta entonces, principal financista y también beneficiaria de la expansión imperial trasatlántica—, dio pasos para obtener de los dominios no castellanos los refuerzos humanos y financieros con que llevar a cabo una política de expansión exterior. Esta política, concretada en su proyecto de Unión de Armas, fue autoritariamente impuesta en Castilla, duramente negociada en los reinos de Aragón y Valencia y rotundamente rechazada en el Principado de Cataluña, celoso de sus libertades y privilegios y también sumido en una situación de fuerte crisis económica e inestabilidad social. Olivares, pretendiendo superar esta oposición, convirtió la frontera catalana en el escenario de las operaciones militares hispanas tras el reingreso de Francia en la Guerra de los Treinta Años en 1635. Sin embargo, la ocupación militar de los tercios de Felipe IV y las devastaciones subsiguientes acabaron provocando la sublevación de los campesinos del norte de Cataluña, lo que desencadenaría una serie de procesos secesionistas (la guerra de secesión catalana, o guerra de los Segadores [1640-1652]; la rebelión independentista portuguesa [1640] y la conspiración secesionista andaluza de 1641) que pondrían a la monarquía hispánica en una situación crítica y cuyo saldo fue la pérdida definitiva del reino de Portugal, anexionado a España en 1581, y de los territorios catalanes del Rosellón, el Conflent, el Vallespir y una parte de la Cerdaña, cedidos a Francia en 1659 por el Tratado de los Pirineos.
En 1700, la muerte sin descendencia del último Austria, Carlos II el Hechizado, llevaría al trono de España, por disposición testamentaria del difunto rey, al nieto de Luis XIV (el Rey Sol), Felipe de Anjou, quien en un inicio sería aceptado unánimemente como rey de España (con los títulos de Felipe V de Castilla y Felipe IV de Cataluña-Aragón) por las coronas de Castilla y de Aragón, cuyos fueros juró observar. La asunción europea de esta transición dinástica tuvo, en cambio, escasa duración debido a las subsiguientes muestras de agresivo expansionismo de Luis XIV, que alarmarían a las potencias extranjeras, sobre todo a Inglaterra, la principal garante de la fórmula diplomática que aseguraba el equilibrio continental de poderes. En mayo de 1702, la alianza formada por Inglaterra, el Sacro Imperio Romano Germánico, las Provincias Unidas de los Países Bajos y Dinamarca declararon la guerra a Francia y España. Un año más tarde, Portugal y Saboya se unirían a esta fuerza internacional en una guerra por la sucesión española en la que, de hecho, se dirimían poderosos intereses mercantiles, políticos y estratégicos europeos, y en la que las fuerzas aliadas apoyarían al que, hasta el momento sin suerte, se había postulado también como candidato al trono: el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador del Sacro Imperio, Leopoldo I. Así, Carlos de Austria fue proclamado rey de España en la corte de Viena el 12 de septiembre de 1703, con el título de Carlos III. En el desarrollo de la guerra en España, numerosos factores dividieron las adhesiones de las instituciones y súbditos de las coronas de Castilla y de Aragón: la rivalidad entre ambas coronas; los vínculos económicos y competencia mercantil de los territorios peninsulares con los países de cada bando; las ya enrarecidas relaciones de la monarquía con las instituciones y los súbditos de la corona de Aragón; la torpeza de los primeros pasos políticos de Felipe V en la propia Corte central y particularmente en el Principado de Cataluña; la propaganda desplegada por los partidarios de uno y otro pretendiente para presentar sus respectivos proyectos políticos, y el vivo sentimiento xenófobo contra Francia del Principado catalán y del Reino de Valencia, causado por el balance negativo que para los territorios catalanes había tenido la Paz de los Pirineos (1659) y por las atrocidades cometidas por las tropas francesas durante la Guerra de los Nueve Años (bombardeo de Barcelona en 1691, destrucción de Alicante en 1692, asedio y ocupación de Barcelona en 1697...).
Los reinos de la confederación catalanoaragonesa optaron mayoritariamente por rechazar a Felipe V y abrazar la causa austracista, cuyo candidato les había ofrecido garantías de apoyar en España un sistema político federal bajo una misma corona, confiando en que esta opción aseguraría el respeto de los fueros, constituciones y privilegios de cada territorio —ya mermados en la corona catalanoaragonesa—, aligeraría las cargas tributarias y satisfaría las aspiraciones de las noblezas aragonesa y catalana de participar en los órganos administrativos de la monarquía. Por contra, también en su mayoría, los territorios de la Corona de Castilla seguirían al lado de Felipe de Anjou quien, para sus opositores peninsulares, encarnaba el modelo francés de Estado absolutista centralizado que ya había dejado su huella en los territorios anexionados tras el Tratado de los Pirineos (Rosellón, Conflent, Vallespir y parte de la Cerdaña), donde Luis XIV había incumplido el compromiso de mantener sus leyes e instituciones.
La muerte en 1711 del emperador José I otorgó la corona del Sacro Imperio Romano Germánico al archiduque, quien abandonó Barcelona —donde había sido reconocido como rey legítimo y había instalado su corte real en 1705—, para tomar posesión del trono imperial, dejando a su esposa como reina gobernadora. Ese mismo año murió el padre de Felipe de Anjou, delfín de Francia, lo que colocó a este en una posición más cercana a la sucesión de Luis XIV. Los nuevos bloques de poder que perfilaban estos hechos dieron un vuelco a la situación y llevaron a acelerar las negociaciones de paz (Tratados de Utrecht-Rastadt) que se desarrollarían entre 1712 y 1714. Como resultado de las negociaciones, Felipe de Anjou obtuvo el reconocimiento como rey de España y de las Indias por parte de todos los países firmantes, asumiendo la prohibición de unificar España y Francia bajo una misma corona; Inglaterra, especial beneficiaria de las negociaciones de paz, logró a cambio el territorio catalanoaragonés de Menorca (en manos británicas intermitentemente hasta 1802) y el castellano de Gibraltar (aún hoy británico), y sumó ventajas económicas que le permitieron romper el monopolio comercial de España con sus colonias, hecho relevante en el posterior desarrollo del hispanoamericanismo, como veremos (§ 2.1). Carlos de Austria, ya emperador, recibió Flandes, Milán, Nápoles y Cerdeña, y Saboya, la isla de Sicilia, con lo que se liquidaba el imperio hispánico en Europa. Así, las tropas austríacas iniciaron la evacuación de Cataluña, que reaccionó reuniendo a la Junta General de Brazos (representación de los estamentos eclesiástico, militar y real o popular). Bajo la presión de la menestralía barcelonesa, del brazo popular, de los combatientes de todo el Principado y con el apoyo moral de los refugiados austracistas valencianos, aragoneses e incluso castellanos, cuyos territorios habían sido ya tomados por el Borbón, la Junta decidió organizar la resistencia. Con fuerzas muy desiguales a un bando y otro, Cataluña libró batalla durante casi catorce meses contra el Ejército francoespañol de Felipe V, conflicto que finalizaría cuando las tropas felipistas rompieron el sitio de Barcelona el 11 de septiembre del 1714.21 Mallorca, Ibiza y Formentera, territorios de la corona catalanoaragonesa, cayeron diez meses más tarde (11 de julio del 1715). La causa austracista, sin embargo, no terminó aquí; muchos de sus partidarios españoles siguieron a su candidato hasta Viena, y el ya emperador Carlos VI siguió aferrado a la herencia española: desde la Paz de Utrecht en 1713 a la Paz de Viena en 1725 apoyó en distintos momentos las instituciones y las libertades políticas de la Corona de Aragón.
Como temían sus opositores, con el establecimiento de la dinastía borbónica se inició un proceso de centralización y unitarismo efectivamente mucho más decidido y sistemático que el de la dinastía precedente, cuya primera materialización fue la promulgación de los Decretos de Nueva Planta (1707-1716) en las zonas que fueron cayendo bajo dominio de Felipe V. Entre otras repercusiones, estas medidas comportaron duras represalias contra los súbditos y reinos austracistas. Así, mientras que Felipe V mantuvo los fueros del Reino de Navarra y de las Provincias Vascongadas en agradecimiento por su apoyo en el conflicto sucesorio, dispuso en cambio la anexión de las tierras de la confederación catalanoaragonesa al reino de Castilla, y la abolición del régimen jurídico,22 de la autonomía monetaria y fiscal, de las divisiones administrativas y de las instituciones de autogobierno de los diversos reinos de la confederación, y su sustitución por el sistema castellano; y, en lo lingüístico y educativo, el cierre de las universidades catalanas, su sustitución por la nueva Universidad de Cervera y la castellanización de la Administración de Justicia. Hasta entonces, las lenguas administrativas de la corona catalanoaragonesa habían sido el latín, el aragonés y el catalán, con progresivo predominio de este último, que quedaría modelado en la Cancillería Real creada en 1276 por Jaime I, en una forma que serviría de estándar a las diversas instituciones oficiales (Generalitat de Catalunya, Generalitat del Regne de València y Consell General del Regne de Mallorca, así como municipios y notariado).
Al igual que los borbones franceses o el valido Olivares, el gobierno de Felipe V veía la uniformación lingüística de España según el idioma del centro cortesano como un signo (interior y exterior) de fortaleza y dominio del monarca, y como un medio evidente de implantación de un sistema administrativo y jurídico unificado, que facilitaría el gobierno, la vertebración y la modernización del país —un desarrollo estructural y económico que tardaría aún mucho en alcanzarse de manera integral, sin embargo—. Pero, a diferencia de sus sucesores, para el primer Borbón español la implantación del castellano en los diferentes ámbitos de uso lingüístico debía realizarse, en esta primera etapa, de manera sutil y progresiva, por manos de diversos agentes de castellanización (funcionarios, prelados y militares desplazados a las zonas por uniformar), a fin de vencer la previsible resistencia de las diferentes naciones que se pretendía subsumir en una sola. Así se manifestaba en las instrucciones secretas del fiscal del Consejo de Castilla, José Rodrigo Villalpando, dirigidas a los corregidores de Cataluña23 (29/01/1716):

Lo sexto se podria prevenir el cuidado de introducir la lengua Castellana en aquel Pais. La importancia de hacer uniforme la lengua se ha reconocido siempre por grande, y es un señal de la dominacion o superioridad de los Principes o naciones ya sea porque la dependencia o adulazion quieren complacer o lisongear, afectando otra naturaleza con la semejança del ydioma; o ya sea porque la sugeccion obliga con la fuerza. Los efectos que de esta uniformidad se siguen son mui beneficiosos, porque se facilita la comunicación y el comercio; se unen los espiritus divididos o contrarios por los genios; y se entienden y obedecen mejor las Leyes y Ordenes. = Pero como a cada nacion parece que señala la naturaleça su idioma particular, tiene en esto mucho que vencer el arte y se necesita de algun tiempo para lograrlo, y mas quando el genio de la Nacion como el de los Catalanes es tenaz, altivo, y amante de las cosas de su Pais, y por esto parece conbeniente dar sobre esto instrucciones y providencias mui templadas y disimuladas, de manera que se consiga el efecto sin que se note el cuidado. Y la maior comunicación que aora abra obrará mucho en esto, como se ha esperimentado en Barcelona mismo, y en Flandes por el concurso de los Militares. Y esto también podrán adelantar mucho los Prelados, y prevenirseles que lo soliçiten. [...] Porque en Navarra se abla Basquence en la maior parte. Y van a governar Ministros Castellanos. [...] Pero pareze preziso hacer sobre esto alguna reflexion, porque los Catalanes sentirian mucho que se les despreciase o violentase en esto, y en el cuerpo de aquel Prinzipado está mui llagado y teniendolo sugeto y quieto con la fuerça, se nezesita de curarlo con suavidad. [cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 21-22.]

1.6. La política asimilacionista española: base cultural, instrumentos y limitaciones
1.6.1. Las estructuras de asimilación: Real Academia Española y escuela

Pese a la «delicadeza» de sus primeras medidas homogeneizadoras, se puede decir que con Felipe V arranca una política lingüística uniformista en toda regla, cada vez más amplia y explícita, que muestra, por un lado «una clara orientación sustitutoria; es decir, las actuaciones oficiales se encaminan a que el español se convierta en lengua de todo el territorio, tanto peninsular como americano; y, por otro lado, [...] institucionalizadora; es decir, a partir de la labor de la Academia Española y con pleno apoyo del poder real, se intenta proponer una modalidad de lengua para que se convierta en lengua del reino, sin que haya un código-modelo previo establecido en la totalidad del reino» (García Folgado, 2005: 69; la negrita es nuestra).
En efecto: en la progresiva conformación de estructuras asimilacionistas se acabaron integrando también muchas de las academias lingüísticas que las corrientes del humanismo vernáculo y el pensamiento ilustrado habían hecho florecer en Europa desde el siglo XVI: Accademia della Crusca (1583), con sede en Florencia; Académie Française (1635), con sede en París; Real Academia Danesa de las Ciencias y las Letras (1742), con sede en Copenhague; Academia das Ciências de Lisboa (1779), con sede en Lisboa, y Academia Rusa de las Ciencias [transliterado del ruso: Rossískaya Akadémiya Naúk] (1783), con sede en Moscú. En un momento en que la lengua y la cultura se convirtieron en arma política e instrumento propagandístico de puertas afuera —al igual que hoy—, para exhibir por medio de ellas el poder de una nación y su influencia sobre las demás, y de puertas adentro en medios de consolidación de una identidad nacional común, muchas de estas instituciones fueron recibiendo el apoyo oficial que las confirmaba como instrumentos de planificación al servicio de la codificación, glorificación e implantación efectiva de la lengua nacional.
Este fue el caso también de la Academia Española, que surgió del fermento intelectual provisto por los cenáculos de novatores24 que proliferaron en ciudades como Madrid, Sevilla, Valencia o Barcelona durante el reinado de Carlos II, y donde se elaboró una «“conciencia del atraso” basada en la percepción de las diferencias culturales entre España y los países de su entorno» (Velasco Moreno, 2000: 43). Esta orientación tenían las tertulias que organizaba desde 1713 en la biblioteca de su casa don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, mayordomo mayor del rey, quien durante la contienda sucesoria se había declarado decididamente borbónico, lo que le había valido el virreinato de Nápoles hasta 1711.25 El objeto de aquellas tertulias, integradas por eruditos y por miembros de los estamentos eclesiástico y nobiliario, abogados y consejeros de los tribunales de la monarquía con pujos culturales, será materializar la aspiración de don Juan Manuel de constituir una academia dedicada al estudio de las ciencias y las artes («es decir, la Academia total»; Álvarez de Miranda, 1996: 88), como las que ya había en Europa. De hecho, el propio marqués era miembro de la Academia de Ciencias de París (Álvarez de Miranda, 1996: 87). Para Fernández Pacheco, al igual que más adelante para Luzán y para los Iriarte (v. § 1.7), las academias eran la «expresión de una mentalidad y una concepción integrada del Saber de carácter enciclopédico y de raíz baconiana» y «un adecuado marco organizativo para el desarrollo colectivo y acumulativo del conocimiento que, por ende, revertiría en beneficio de la nación» (Velasco Moreno, 2000: 46). Pero siendo el primer objetivo de la institución (constituida el 3 de agosto de 1713) la elaboración de un diccionario como el que habían realizado la Accademia della Crusca y la Académie française, pronto se perfiló como una academia eminentemente dedicada al cultivo de la lengua según un cierto ideal estético nacional (casticismo) y una determinada concepción del devenir del lenguaje fundamentada en la idea de la corruptio linguae (v. § 1.4) y de la necesidad de actuar sobre él para fijarlo (purismo),26 pero en todo momento puesta al servicio de la gloria de la nación y de su consideración internacional. Así, en la sesión del 10 de agosto de 1713, se aprobaron dos relevantes documentos: «el memorial que el marqués ha compuesto para notificar al rey la constitución del Cuerpo, declararle sus fines e implorar su amparo; y la planta o guía de trabajo para realizar el Diccionario» (Lázaro Carreter, 1972: 21). El memorial presentado al rey explicita el plan de la Academia Española y sus objetivos de este modo:

SEÑOR. El Marqués de Villena, Duque de Escalóna, à los pies de V. Magestad, dice, que haviendole manifestado diferentes Persónas de calidád, letras, y ardiente zelo de la glória de V. Magestad, y de nuestra Nación, el deseo que tenían de trabajar en común à cultivar y fijar en el modo possible la pureza y elegáncia de la léngua Castellana dominante en la Monarchía Españóla, y tan digna por sus ventajosas calidades de la sucessión de su madre la Latina, le pareció ofrecer su casa y Persóna para contribuír à tan loable intento; pero como esta sea matéria en que se interessa el bien público, glória del Reinado de V. Magestad, y honra de la Nación, no es justo nos venga este bien por otra mano que por aquella en quien Dios ha querido poner la defensa de nuestra libertad, y de quien esperámos nuestra entera restauración: por lo qual acudimos à los pies de V. Magestad, pidiendole se sirva de favorecer con su Real Proteccion nuestro deseo de formar debaxo de la Real autoridád una Académia Españóla, que se exercite en cultivar la pureza y elegáncia de la léngua Castellana: la qual se componga de veinte y quatro Académicos, con la facultad de nombrar los oficios necessários, abrir sellos, y hacer estatútos convenientes al fin que se propóne: dispensando V. Magestad à los sugétos que la compusieren los honores y privilégios de criados de su Real Casa: a cuya glória se dirigirán siempre sus trabájos, como sus votos à la mayor felicidád de V. Magestad, y de su augusta familia. [Diccionario de la lengua castellana [Autoridades], i, 1726: XVIII-XIX.]

El 3 de octubre de 1714, pese a las reticencias del Consejo de Castilla, que no creía capacitados a los bisoños académicos para llevar su proyecto a buen puerto, un Felipe V que no tenía el castellano como lengua materna estampó su firma en el documento que fundó oficialmente la Academia Española, ya como Real, y la puso bajo su protección, reconociendo la utilidad que los planes académicos de cultivo y fijación de la lengua tenían para el engrandecimiento de la nación unificada:

Y como este desígnio, que ahóra me representa el Marqués, ha sido uno de los principales que concebí en mi Real ánimo, luego que Dios, la razon, y la justícia me llamaron à la Coróna de esta Monarchía, no haviendo sido possible ponerle en execución entre las contínuas inquietúdes de la guerra: he conservado siempre un ardiente deséo de que el tiempo diesse lugar de aplicar todos los medios que puedan conducir al público sossiego, y utilidád de mis súbditos, y al mayor lustre de la Nación Españóla. Y como la experiencia universal ha demonstrado ser ciertas señáles de la entera felicidád de una Monarchía, quando en ella florecen las Ciencias, y las Artes, ocupando el trono de su mayor estimación. Y como estas se insinúan y persuaden con mayor eficácia, quando se hallan vestidas y adornadas de la eloqüéncia, y no se puede llegar à la perfección de esta, sin que priméro se hayan escogido con sumo estúdio, y desvélo los vocablos y phrases mas próprias, de que han usado los Autores Españóles de mejor nota, advirtiendo las antiquadas, y notando las bárbaras, ò baxas: de modo, que trabajando la Académia à la formación de un Diccionario Españól, con la censura prudente de las voces y modos de hablar, que merécen, ò no merécen admitirse en nuestro Idióma, se conocerá con evidéncia, que la léngua Castellana es una de las mejores que oy están en uso, y capáz de tratarse, y aprenderse en ella todas las Artes y Ciencias, como de traducir con igual propriedád y valentía qualesquiera origináles, aunque sean Latinos, ò Griegos. Y como de intento tan ilustre se origína tambien el mas elevado crédito de la Nación, pues manifiesta el copioso número de sugétos que adornan esta Monarchía, insignes en todas letras, y en la professión de la eloqüéncia Españóla, de que resulta el esplendór de mis súbditos, y la mayor glória de mi gobierno. [rae, Diccionario de la lengua castellana [Autoridades], i, 1726, «Historia de la Real Academia Española»: XXVI-XXVII.]

El canon de lengua académico resultante del Diccionario que el rey se comprometía a avalar iba a servir, además, para guiar el empleo del idioma entre los cargos de las estructuras administrativas, eclesiásticas y educativas del Estado donde los propios académicos se desempeñaban y adonde se enviaron los sucesivos volúmenes de la obra (Álvarez Barrientos, 2006: 102). Así el Diccionario se presentaría como el instrumento necesario para que el castellano tuviera «su mejor uso en Palacio, y sus regias Secretarías, en los Consejos, Tribunales, Universidades, Cáthedras, Púlpitos, Colegios Mayóres, y demás Ministerios, à donde respectivamente tenian los Académicos decoroso destino» (rae, Diccionario de la lengua castellana [Autoridades], vi, 1739, «Continuación a la historia de la Academia»: s. p.).
En la segunda mitad del XVIII, durante el periodo de despotismo ilustrado de Carlos III, la castellanización peninsular quedó vinculada al proceso de reforma de la instrucción pública, considerada el pilar fundamental para la racionalización y unificación de la administración y para la modernización y el progreso económico del Estado nacional. Así, en la real cédula de Aranjuez de 23 de junio de 1768, Carlos III estableció la obligatoriedad del castellano en la vida pública, ampliando su uso forzoso a los tribunales de justicia de todos los niveles y a las curias episcopales, y lo impuso en las escuelas de primeras letras como lengua única de enseñanza, en detrimento del latín y del resto de lenguas peninsulares:

VII. Finalmente mando, que la enseñanza de primeras Letras, Latinidad, y Retórica se haga en lengua castellana generalmente, donde quiera que no se practique, cuidando de su cumplimiento las Audiencias y Justicias respectivas, recomendándose también por el mi Consejo á los Diocesanos, Universidades, y Superiores Regulares para su exâcta observancia, y diligencia en extender el idioma general de la Nacion para su mayor armonía y enlace recíproco.
VIII. [...] Por tanto, encargo á los muy Reverendos Arzobispos, Reverendos Obispos, Priores de las ordenes, Visitadores, Provisores, Vicarios y demas Prelados, y Jueces Eclesiásticos de estos mis reynos; y mando a los del mi Consejo, Presidentes y Oidores, Alcaldes de mi Casa y Corte, y de las mis Audiencias y Chancillerías, Corregidores, Asistente, Gobernadores, Alcaldes-mayores y ordinarios, y demas Jueces y Justicias de estos mis reynos, guarden, cumplan y executen, y hagan guardar y observar en todo y por todo las Declaraciones que ván hechas en esta mi Real Cédula, por ser indispensablemente precisas para uniformar el gobierno y administracion de la Justicia en todos mis reynos en los negocios forenses; teniendo relacion las Escuelas menores en la lengua Castellana, con la facilidad de que los Subalternos se instruyan en ella, para exercitarla en los Tribunales. [...] [Cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 37.]

A partir de este momento, en las sucesivas políticas borbónicas la institución escolar pasó a convertirse no sólo en un instrumento básico para la instrucción de un funcionariado que operaría de forma homogénea en todo el Estado, según se da entender en el párrafo citado, sino en una pieza estratégica en el proceso de asimilación a la cultura y la lengua dominantes y en la construcción de una nación española de matriz castellana. Así se había puesto previamente de manifiesto en el documento fechado el 6 de mayo de 1768, por el cual el Consejo de Castilla consultó al rey Carlos III sobre los asuntos tratados en la real cédula y sobre su promulgación:

[...] seria preciso tanvien que la enseñanza de primeras Letras, Latinidad y Retorica fuese en Lengua Española, porque sin esto no puede hacerse general, como conviene a la mejor unión de todas las Provincias de la Monarquia que es un punto esencial sobre que debe trabajar todo Gobierno, para que depuesto todo espiritu provincial se subrogue el laudable de Patria o Nación. [Cit. en Ferrer i Gironès, 1985: 40.]

En las colonias españolas, la real cédula de 1768 tuvo su correlato en otra de 1770, en la que Carlos III, después de realizar una descripción pormenorizada de la situación lingüística en los territorios imperiales de América y Filipinas, dispuso que en ellos «[...] de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes Idiomas de que se usa en los mismos Dominios, y sólo se hable el Castellano, como está mandado por repetidas Leyes, Reales Cédulas y Órdenes expedidas en el asunto [...]» (Solano, 1991: 194). Del mismo modo que en España la dinastía borbónica sustituyó casi por completo y de un plumazo el sistema político-administrativo precedente e implantó en su lugar el modelo centralista y uniformista francés, en las colonias la disposición de 1770 supuso un brusco recrudecimiento del «liberal» asimilacionismo de la política lingüística colonial del XVII, sustentado en dos creencias recurrentes sobre la ingobernabilidad de un imperio plurilingüe:

1. La idea de la existencia de una suerte de unión natural entre los hablantes de una misma lengua, que para muchos explicaba el odio de muchos indígenas hacia los españoles. La solución para acabar con su animadversión resultaba evidente: si desaparecían las diferencias lingüísticas entre colonos y colonizados, «la integración en un solo pueblo o nación sería un hecho» (Sueiro Justel, 2001: 704).
2. El temor, particularmente por parte de la Iglesia, de que la pervivencia de las lenguas precolombinas pudiera suponer también la preservación de la cultura y las creencias de los pueblos indígenas, y con ellas de sus ritos y valores heréticos.

Pese a la expulsión de los jesuitas en 1767, la Iglesia desempeñó también una función principal en la política castellanizadora desarrollada en España desde el siglo XVIII, al aplicar diligentemente el mandato real de Carlos III a un ámbito que aún pertenecía a su dominio: la educación. De hecho, los escolapios «encuentran en la real cédula la reafirmación de su propio método de estudio, que se distancia del de los jesuitas, precisamente, en el uso del castellano y no del latín como lengua de docencia» (García Folgado, 2005: 75). La élite que constituía una de las principales estructuras reformistas de la Ilustración, las sociedades económicas de amigos del país, apoyó también la generalización del castellano como elemento de cohesión de la nación española y vehículo de modernización y progreso económico por medio de las escuelas patrióticas, las escuelas de primeras letras y las escuelas especiales.
La protección que la corona dispensó a la Academia Española desde casi sus albores cristalizó asimismo durante el reinado del rey ilustrado. El 3 de octubre de 1763, una real provisión recomendaba a los maestros de primeras letras «instruirse [...] en la Ortographia Castellana de la Real Academia Española por lo breve y claro de sus preceptos y acomodar la escritura a la pronunciación; examinándose a los Maestros que entrasen de nuevo por esta Ortographia para evitar la variedad y vicio en la escritura común» (Ruiz Berrio, 2004: 128). El 22 de diciembre de 1780, dentro del proceso de reforma del aparato educativo del Estado, en la provisión por la que se creaba el Colegio Académico del Noble Arte de Primeras Letras se establecía asimismo la obligación de que

En todas las escuelas del Reyno se enseñe á los niños su lengua nativa [sic] por la Gramática que ha compuesto y publicado la Real Academia de la Lengua: previniendo, que á ninguno se admita á estudiar Latinidad, sin que conste ántes estar bien instruido en la Gramática española. = Que asimismo se enseñe en las escuelas á los niños la Ortografia por la que ha compuesto la misma Academia de la Lengua: y se previene, que para facilitarles esta enseñanza, los maestros pongan en las muestras, que les dan para escribir, las reglas prácticas de esta Ortografia, que son las que estan de letra cursiva al fin de cada capítulo, en las quales se recapitulan brevemente los preceptos que por extenso se han dado en él; pues con el exercicio continuo de escribirlas diariamente las aprenderán de memoria sin trabajo. [Novísima recopilación de leyes de España..., libro VIII, título primero, ley IV: 4.]

Previamente se había solicitado un informe a la Real Academia Española en lo concerniente a las pautas que debían seguirse en la enseñanza de la lengua, informe que se reproduce íntegramente en los estatutos del Colegio Académico del Noble Arte de Primeras letras (recogidos en la real provisión) y en el que, además de las obras anteriores para la enseñanza y también para la preparación de los candidatos al magisterio, la rae recomienda a estos el manejo de su Diccionario:

Para que los Maestros lleguen a poseer prefectamente la lengua Española, y puedan con facilidad enseñarla a sus Discípulos, además de las reglas de la Gramática, y el uso de hablarla, es preciso que añadan la continua leccion en los buenos autores, [...]; y para saber quales voces, y frases antiquadas, y entenderlas, se ha de tener siempre a la mano el Diccionario de la Lengua Castellana. [Luzuriaga, 1916: 156-157.]

Tras los últimos intentos ilustrados de reforma de la política educativa en los primeros años del siglo XIX, la invasión del Ejército napoleónico, la guerra de la Independencia y los hechos de 1808 (abdicación de Carlos IV y entronización de José Bonaparte) originaron una profunda crisis política, financiera y educativa que dio paso a un periodo de confrontación entre dos posturas irreconciliables y mutuamente excluyentes: la del liberalismo gaditano y la del absolutismo ­―más o menos radical― del Antiguo Régimen. Las circunstancias bélicas y políticas de 1808 abrieron, tanto en el Gobierno afrancesado de José Bonaparte como en la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino (en Cádiz, reconstituida como Consejo de Regencia), la posibilidad de replantear el sistema educativo desde bases renovadas. El Consejo de Regencia decretó el 2 de junio de 1809 la creación de la Comisión de Cortes, constituida por siete juntas, una de ellas encargada de presentar un proyecto de Constitución, y otra, del ordenamiento de la instrucción pública bajo la presidencia de Jovellanos, quien redactó para tal fin las Bases para la formación de un plan de instrucción pública. El 19 de marzo de 1812, con la jura de la Constitución de Cádiz, los notables del Estado estrenaron en España el guión del liberalismo europeo y su manera de entender el poder. Pese a sus escasísimas consecuencias prácticas, su influencia, más a largo que a breve plazo, sería evidente en el futuro ideológico, político, legal y, por ende, educativo del país. Los fundamentos ideológicos en materia educativa del liberalismo gaditano eran una combinación del ideario ilustrado (fe en la instrucción pública como difusora del conocimiento y necesidad de estatalización de la educación) con los principios netamente liberales (educación como derecho político y medio de modelación del nuevo ciudadano del Estado liberal). Por ello la enseñanza debía ser general y uniforme, tener un carácter nacional y estar centralizada, esto es, organizada y supervisada por el Gobierno liberal central. De acuerdo con estos principios, la Constitución de Cádiz incluía en su título ix, «De la instrucción pública», disposiciones orientadas al establecimiento de escuelas de primeras letras, de universidades y otros establecimientos educativos; a la elaboración de planes de estudio uniformes, y a decretar la capacidad del Estado de ordenar la enseñanza y controlar su ejecución. Aunque en la Constitución gaditana no se hace ninguna referencia al castellano como lengua de la nación ―de hecho, no sería lengua constitucionalmente nacional hasta 1931―, sí se trata de ella en términos defensivos y chovinistas en las discusiones previas a la elaboración del título ix:

Señor, la decadencia de la lengua española, atestiguada por una inundación de libros y papeles que la han viciado y desfigurado en esta última época, hasta robarle su riqueza, propiedad y hermosura, y aquel caracter decoroso y noble que la constituye la reina de las lenguas vivas del mundo, exige a la Nación reunida un testimonio el más auténtico de la justa protección que se merece. [Discusión del Proyecto de Constitución de 1812, sesión del 17 de enero de 1812, p. 371; cit. en García Folgado, 2005: 80).

En estos debates previos a la redacción del título dedicado a la instrucción pública no sólo se menciona el papel que debe desempeñar la lengua española como vehículo de la enseñanza de las ciencias (en lugar del latín y, por supuesto, de cualquier otra lengua peninsular), sino la importancia de la Academia Española en la preservación «de la pureza, propiedad y decoro de la lengua» (Discusión del Proyecto de Constitución de 1812, sesión del 17 de enero de 1812, p. 372; cit. en García Folgado, 2005: 80).
Tras la jura de la constitución, la Comisión de Constitución de las Cortes ya no volvió apenas a ocuparse de la educación pública; el resto de la labor educativa correspondió a su Comisión de Instrucción Pública y a la Junta especial nombrada por el Gobierno, a la que se encargó un informe o plan de bases sobre el que desarrollar el ordenamiento educativo. En septiembre de 1813, la Junta especial entregó el «Informe de la Junta creada por la Regencia para proponer los medios de proceder al arreglo de los diversos ramos de instrucción pública», firmado por el escritor y poeta Manuel José Quintana y conocido por ello como Informe Quintana, que, junto con el título ix de la Constitución, constituye «el documento representativo del liberalismo gaditano en materia educativa» (Delgado Criado, 1994: 41) y dio origen al Dictamen y Proyecto de decreto sobre el arreglo general de la enseñanza pública, de 1814 y ulteriormente al Reglamento de instrucción pública de 1821, la primera ley escolar del siglo promulgada tras el triunfo de Riego y de vida efímera. La propuesta de Quintana giraba en torno a los siguientes ejes:

enseñanza pública;
uniformidad de libros de texto y métodos pedagógicos;
gratuidad de la enseñanza pública;
organización en tres niveles de enseñanza;
predominio de la lengua española:

Debe pues ser una la doctrina en nuestras escuelas, y unos los métodos de su enseñanza, a que es consiguiente que sea también una la lengua en que se enseñe, y que esta sea la lengua castellana. Convendráse generalmente en la verdad y utilidad de este último principio para las escuelas de primera y segunda enseñanza; pero no será tan fácil que convengan en ello los que pretenden que los estudios mayores o de facultad no pueden hacerse dignamente sino en latín. [...] es un oprobio del entendimiento humano suponer que la ciencia de Dios y la de la justicia hayan de ser mejor tratadas en este ridículo lenguaje que en la alta, grave y majestuosa lengua española. Aún mucha parte de la enseñanza en estas mismas ciencias se hace generalmente en castellano. ¿Por qué no toda? Los pueblos sabios de la antigüedad no usaron de otra lengua que la propia para la instrucción: lo mismo han hecho, y con gran ventaja, muchas de las naciones en la Europa moderna. La lengua nativa es el instrumento más fácil y más a propósito para comunicar uno sus ideas, para percibir las de los otros, para distinguirlas, determinarlas y compararlas. [...] Por último, el idioma español ganaría infinitamente en ello, puesto que a las demás dotes de majestad, color y armonía que todos le confiesan, añadirá la exactitud y el carácter científico, que en concepto de muchos no ha adquirido todavía. [M. J. Quintana, 1813: en línea.]

El intento modernizador burgués de las Cortes de Cádiz quedó en vía muerta tras el retorno de Fernando VII y la restauración del Antiguo Régimen en su persona (1814-1833). La crisis económica ocasionada por la guerra de la Independencia (1808-1814); la falta de continuidad del reformismo liberal que ocasionó el regreso del absolutismo; la persecución y exilio, durante el periodo absolutista, de científicos, escritores, militares, profesores, clérigos, comerciantes, políticos e intelectuales de ideología liberal, y las continuas contiendas civiles de la convulsa primera mitad del XIX determinaron en España un avance ralentizado hacia el moderno Estado burgués con respecto a los países de su entorno, y coartaron la expansión del castellano como lengua nacional y la efectiva homogeneización de la sociedad española, favoreciendo a su vez el éxito de la eclosión de los regionalismos. No es, pues, que el proceso uniformador no se completara en este periodo porque la voluntad de llevar a cabo una política sustitutoria careciera de empeño: es que su ejecución no contó con las condiciones necesarias. En cuanto a la escuela española como vehículo de castellanización, careció prácticamente de todo lo indispensable: estabilidad política, infraestructuras, formación normalizada de los docentes, reclutamiento de recursos humanos, dotación financiera, eficacia organizativa y articulación sobre unos principios constantes (gratuidad, obligatoriedad, secularización, neutralidad religiosa, generalización, estatalización y uniformación).
Cabe señalar, no obstante, que la precaria infraestructura educativa no fue un problema exclusivo de España, como ya hemos señalado (§ 1.1). Según Pueyo (1996: 103), a lo largo del XVIII y de buena parte del XIX, en los países católicos de la Europa meridional la escuela primaria del siglo XIX era una escuela fragmentada, supeditada a la autoridad y a la orientación ideológica de la Iglesia, exclusivamente hibernal (destinada, sobre todo, a los hijos de los campesinos) y esencialmente masculina. En la ciudad o en el campo, la educación de las clases populares se desarrollaba en caserones desvencijados ―cuando no en establos o atrios parroquiales―, donde un maestro a menudo sin pericia didáctica ni titulación y obligado al pluriempleo por la escasez de su sueldo se desgañitaba para enseñar conocimientos básicos de cálculo, doctrina cristiana y el abecé del castellano a una tropa heterogénea de chicos de todas las edades, muy a menudo utilizando para ello la única lengua que entendían: la suya propia. Así las cosas, el catalán continuó empleándose en las escuelas de primeras letras como método de introducción al castellano y trascendió al impreso con este mismo valor en libros de texto bilingües. En cambio, según nos informan Saavedra y Sobrado (2004: 126), a pesar de la condición monolingüe de la mayoría de la población gallega y de parte de las provincias vascas y de Navarra y a la nula exposición al castellano de los infantes, y pese también a la oposición de pedagogos como el jesuita Larramendi o el benedictino fray Martín Sarmiento, que defendían la eficacia de una primera instrucción en vasco y gallego, en Galicia, Navarra y el País Vasco las sociedades de amigos del país, como la Vascongada, estimularon un método de enseñanza de las primeras letras exclusivamente en castellano, práctica que iba acompañada de una actitud fuertemente represiva de cualquier manifestación de la lengua vernácula de los alumnos.27
En 1834, un año después de la muerte de Fernando VII y del estallido de la primera guerra carlista, se creó en Madrid la primera escuela de formación de maestros: la Escuela Normal. Aunque se esperaba de las normales una transformación decisiva del bajísimo perfil del enseñante español y se las consideraba factorías de un nuevo tipo de profesorado, lo cierto es que a principios del siglo XX había aún algunas que oscilaban entre los 6 y los 25 alumnos, por lo que se pensó en su clausura (Pueyo, 1996: 157). En 1838 se aprobó la ley de Instrucción Primaria, vigente hasta 1857, que, sobre la base del Reglamento de 1821 y apoyándose en dos medidas previas básicas para la construcción de una red educativa nacional controlada por el Estado (la división provincial de la Administración territorial y la desamortización de Mendizábal), permitió ir estableciendo los cimientos que fundamentarían la estructura educativa española a lo largo del XIX. En 1844, como veremos en el próximo apartado (§ 1.7), una circular advirtió a los maestros del reino de la obligatoriedad de enseñar la ortografía de la Real Academia Española y en 1845 un real decreto, el llamado Plan Pidal, reguló generosamente el uso del español de tal manera que, junto al latín, se convirtió en el eje de la enseñanza secundaria.
No obstante, hasta la segunda mitad del siglo XIX no se alcanzó el punto de inflexión en el proceso de consolidación legal de la estructura educativa, que tuvo lugar con la aprobación el 9 de septiembre de 1857 de la ley General de Instrucción Pública Primaria, Elemental y Superior, promulgada por el ministro de Fomento, Claudio Moyano, que reunía, ordenaba y homogeneizaba el maremágnum de disposiciones que la habían precedido y que, gracias a su longevidad ―en ciertos aspectos mantuvo su vigencia, con breves intermitencias, hasta 1970―, estableció de manera perdurable las bases del ordenamiento educativo futuro al consolidarse como marco referencial de la educación española en el siglo XIX y parte del XX. A pesar de que reconocía la enseñanza doméstica o libre, la llamada Ley Moyano decretó la gratuidad de la educación pública para los niños considerados pobres, la escolaridad obligatoria entre los 6 y los 9 años, y el uso de libros de texto incluidos en las listas aprobadas por el Gobierno; consolidó la estructura de la enseñanza en tres niveles (primario, secundario y superior); renovó la obligación de los municipios y de las provincias de mantener, respectivamente, las infraestructuras de escuelas e institutos, y dispuso la creación de una escuela de niños y otra de niñas por cada 500 habitantes. Respecto a la enseñanza privada ―particularmente, la religiosa― se mostró tolerante con los establecimientos religiosos, pero sin abdicar de las competencias estatales (Pueyo, 1996: 162). La Ley Moyano formaba parte del primer gran paquete de medidas legislativas con las que el Estado pretendía dar el impulso definitivo al proceso nacionalizador: la ley del Notariado, de 1862; la ley del Registro Civil, de 1870, y la ley de Enjuiciamiento Civil, de 1881. Pero como venía siendo costumbre, y a pesar de su continuidad y sólida articulación, muchos de los puntos capitales de la ley permanecieron parcial o totalmente inaplicados durante decenios, con lo cual no llegó a revertirse la tónica histórica de la educación española, y la alfabetización de las clases populares ―en la lengua nacional― no experimentó grandes progresos. Buena parte de la responsabilidad de este estancamiento corresponde, en opinión de Viñao, a los dirigentes de un Estado, que ―salvo en algún período excepcional como la II República― mantuvieron la adscripción de la educación española en un constante vaivén ministerial, como la atribución de cuya gestión nadie quiere hacerse verdadero cargo, y optaron por encomendar dicha tarea a unos municipios esquilmados por la desamortización de los bienes y dominados por caciques o grupos sociales escasamente favorables a la alfabetización de las clases populares o incluso contrarios a su difusión entre las mismas, por la amenaza potencial al orden social establecido que suponía el acceso del pueblo al conocimiento y a ciertas lecturas.

En este país habría que esperar a 1963 para que desde el Estado se emprendiera una campaña de alfabetización medianamente exitosa, tras el fracaso y la debilidad de las dos anteriores lanzadas en 1922 y 1950, cuando dichas campañas se conocían ya desde el siglo XVIII en Suecia. [Viñao, 2009: 11.]

Quien sí se vio inmediatamente afectada por la promulgación de la Ley Moyano fue el órgano oficial de normalización de la lengua nacional que era la Real Academia Española. Al oficializar de manera estable su concurrencia en la difusión escolar del castellano como ninguna otra regulación escolar precedente había hecho, la Ley Moyano, en la que participaron destacados académicos, tuvo consecuencias trascendentes en el devenir de la institución. Con su promulgación, la rae asumió una serie de obligaciones y privilegios que modificaron sustancialmente su actitud normativa y elevaron exponencialmente su influencia social. Por su enorme relevancia en la conformación de la fisonomía académica, más adelante dedicaremos un extenso apartado (§ 1.7) a la descripción y análisis de la participación de la Academia Española en el proceso de castellanización de España.
En 1898, la derrota ante Estados Unidos y la traumática pérdida de Cuba y de los restos del imperio humillan a España ante la pujante potencia americana y ante los Estados europeos que viven por entonces una expansión imperialista hacia África y Asia; asimismo, expone dramáticamente sus rémoras y su debilidad e intensifica la severa crítica del «ser nacional» realizada por el movimiento regeneracionista. En este contexto, la precaria, caótica y escasamente implantada escuela española se señaló, de manera casi unánime, como una de las raíces del desastre, y al mismo tiempo pasó a considerarse que una educación sobre nuevas bases sería el remedio para la profunda transformación social que el país necesitaba. La extensa campaña de reforma impulsada por Joaquín Costa logró al menos que la educación dejara de carecer de estructura administrativa propia y que, en lugar de continuar siendo un injerto extraño de diversos ministerios, pasara a asignarse a un departamento específicamente creado para tal fin, el de Instrucción Pública y Bellas Artes, en el seno del nuevo ministerio de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas, del que primero fue titular Antonio García Alix y luego Romanones. No obstante, y en resumidas cuentas, la preocupación por el tema de la enseñanza de la élite intelectual era inversamente proporcional a la conciencia social sobre el tema y a la capacidad económica del Estado para acometer los cambios de raíz que se requerían. De tal modo que el asunto de la educación española centró, durante el regeneracionismo, sobre todo un debate ideológico, polarizado según las distintas tendencias de pensamiento, que fertilizaría en el tercer decenio del siglo XX, durante la II República, pero que apenas trascendió a una serie de reformas parciales con cierta continuidad en el principio de siglo.
Así pues, en el siglo XIX la progresión de España hacia el Estado burgués, centralizado y uniformado ni se situó en la línea de modernización de las potencias europeas ni estuvo en condiciones de emular el empuje centralizador y asimilacionista de la Administración francesa. La inestabilidad y la desidia política crónicas, las guerras civiles, la frustración de la revolución burguesa y los conflictos de todo tipo lo condenaron a deambular dentro de unos parámetros similares a los de Turquía. La historia de la alfabetización y de la consiguiente expansión de la lengua nacional en el territorio español quedó, por tanto, caracterizada «por la existencia de largas y periódicas interrupciones en la gradualidad de su avance y la mayor lentitud en extenderse desde las zonas urbanas a las rurales, desde las capas sociales más elevadas primero a las clases medias y después a las bajas, desde los grupos sociales más relacionados con la cultura escrita a aquellos que vivían en un mundo oral, y desde los hombres a las mujeres» (A. Viñao, 2009: 10). Resulta sintomático, como señala este autor (2009: 6), que la voz alfabetización con la acepción de acción o efecto de alfabetizar no apareciera en el Diccionario de la Real Academia Española hasta 1970. Traducida en cifras, la evolución de los niveles de alfabetización muestra con más evidencia su lentitud e irregularidad. Según Viñao (o. cit.), la primera estadística oficial que proporcionaba datos de todo el país, la de 1841, mostraba un 24,2 % de población alfabetizada (39,2 % de los hombres y 9,2 % de las mujeres), una cifra en la que se incluían tanto a los que sólo sabían leer (14,5 %: 22,1 % de los hombres y 6,9 % de las mujeres) como a quienes sabían leer y escribir (un 9,6 %: 17,1 % de los hombres y 2,2 % de las mujeres). Veinte años más tarde, en el primer censo nacional de 1860, el porcentaje de los que sólo sabían leer descendería al 4,5 % y el de los que sabían leer y escribir los que podríamos considerar alfabetizados según criterios más actuales se incrementarían hasta el 19,9 %. En la progresión de los censos nacionales que seguirían recogiendo hasta 1930 un apartado específico para los que sólo sabían leer se refleja un cierto aumento de personas alfabetizadas, que, en la población de 10 y más años de edad, incrementó la cifra de los 3 327 247 alfabetizados de la encuesta de 1841 a 5 915 870 en el censo de 1900. No obstante, «[...] a principios del siglo XX el porcentaje de analfabetismo neto era todavía del 56 % y España ofrecía, junto con Portugal, Italia, Grecia, Rusia y los países de la Europa del Este, los porcentajes de analfabetismo más elevados del continente europeo» (Viñao, 2009: 9; la negrita es nuestra). El número total de analfabetos del censo de 1860, 12 millones de personas, se mantuvo casi inalterado hasta la Restauración, y no empezó a declinar de manera clara hasta los censos de 1920 y 1930, es decir, hasta finales del primer tercio del siglo XX. En la II República (1931-1939), pese a que los logros reformistas de este periodo fueron considerables, las transformaciones emprendidas tampoco pudieron evitar que casi el 50 % de la población en edad escolar permaneciera desescolarizada, ni lograron mejorar lo debido la formación del magisterio ni las condiciones de trabajo de los docentes. Los esfuerzos republicanos se vieron además truncados por la guerra civil, la posguerra y la represión de la dictadura franquista, que volverían a ralentizar el impulso escolarizador y alfabetizador durante casi veinte años más.
Hasta aquí hemos hablado en términos absolutos, pero lo cierto es que el avance de la alfabetización en España tuvo una distribución cronológica muy desigual, según territorios, concentración de población, desarrollo industrial, tipos de actividad económica, categorías socioeconómicas y sexos. En 1877, el analfabetismo en la ciudad de Barcelona se situaba, como en Castilla la Vieja y León, en una amplia franja que oscilaba entre el 37 % y el 60 %, mientras que en el resto de Cataluña iba del 60 % al 75 %, y en el antiguo Reino de Valencia y las islas Baleares se hallaba entre el 75 % y el 86 % de la población (Pueyo, 1996: 164 y 177). En 1900, las diferencias oscilaban entre el 21 % de analfabetismo neto de provincias como Álava, y el 76 % de Jaén y Almería. De hecho, las provincias meridionales de Murcia, Extremadura y Andalucía no superarían el umbral del 50 % de alfabetización hasta las décadas de 1930 o 1940 del siglo XX, «y no entrarían en la categoría de sociedades de alfabetización generalizada hasta los años 70 y 80 de ese mismo siglo» (Viñao, 2009: 10), lo que muy probablemente contribuyó a mantener su diversidad de hablas. La tasa de alfabetización dependía ―como se ha visto― de diversos factores, el principal de los cuales era la escolarización de la población o, mejor dicho, las condiciones de escolarización y la aplicación posterior de los conocimientos y capacidades adquiridos:

Tres, cuatro o cinco años de escolarización no eran tres, cuatro o cinco años de asistencia escolar regular, sino de asistencia intermitente. De ahí lo habitual del analfabetismo por desuso, es decir, del aprendizaje escolar de la lectura y la escritura en sus niveles más elementales y la pérdida de las escasas habilidades adquiridas por el no uso de las mismas. Al fin y al cabo la alfabetización es un proceso no sólo escolar sino también, sobre todo, social. Un proceso ligado al grado de difusión, en una sociedad determinada, de la cultura escrita, es decir, de la lectura y de la escritura como prácticas sociales y culturales. [Viñao, 2009: 13.]

La supervivencia del núcleo familiar obligaba a emplear a los niños en las tareas del hogar o en el trabajo fuera de él, y fue hasta la segunda mitad del siglo XX la principal causa del absentismo escolar de las clases populares urbanas y rurales. Asimismo, parece existir correlación entre alfabetización o analfabetismo y otros factores como las formas de reparto de la propiedad de la tierra, con mayor alfabetización en las zonas con predominio de la pequeña propiedad y menor en los territorios latifundistas; entre alfabetización y nivel de la renta por habitante, familiar o del área territorial de residencia; y, sobre todo, entre analfabetismo y diseminación de la población, aislamiento comercial e incomunicación viaria. [...]

Así pues, desde el punto de vista de la lengua oral, la vitalidad de las lenguas no castellanas a lo largo de los siglos XVIII y XIX fue elevada; la penetración del español como lengua hablada resultó lenta y poco uniforme, ya que se trató de un fenómeno predominantemente urbano que afectó especialmente a las clases altas, la jerarquía eclesiástica y los intelectuales. La aplicación desde el siglo XVIII, tanto en España como en los territorios de ultramar, de una política de castellanización no había bastado para generalizar la lengua española. En América y Filipinas lo que sí se consiguió fue frenar la expansión de las lenguas precolombinas generales (las más extendidas: quechua, náhuatl, otomí...). Tras el decreto de 1771, se clausuraron las cátedras universitarias dedicadas a estas lenguas, y se prohibió imprimirlas, enseñarlas e incluso hablarlas en público. Pero en 1810, al comienzo de la etapa de las independencias, los castellanohablantes no superaban los tres millones (Ramírez Luengo, 2007: 84). El gran impulso del castellano llegó tras las emancipaciones de la metrópoli, con las políticas de los nuevos dirigentes criollos hispanohablantes, que impusieron la lengua española en los planes de escolarización como elemento de nacionalización o de control y promoción social. Pero habría que aguardar hasta las últimas décadas del siglo XX, con la universalización de la enseñanza y la proliferación de medios de comunicación en castellano, para asistir a un verdadero avance de la lengua colonizadora más allá de las áreas urbanas. Similar situación se dio en España, donde, hasta bien avanzado el siglo XIX, una proporción bastante elevada de las clases populares no estaba todavía en condiciones de usar la lengua nacional y ni siquiera tenía un conocimiento pasivo aceptable. Incluso entre las clases elevadas se dio el caso particular de una burguesía catalana aferrada a su lengua (Lodares, 2000a: 101), que mantuvo su cultivo literario, contribuyó a prestigiarla y a restaurar su uso público.
Todo ello invita a pensar que, como indica Pueyo (2003: en línea)28 «la influencia de la presión legal explícita en los procesos de sustitución lingüística» ha sido hipervalorada y que los limitados avances del castellano en España se explican por la acción combinada de dos contrapesos: de un lado, la extrema precariedad del sistema escolar español; de otro, la emergencia finisecular de los regionalismos y los nacionalismos periféricos.

1 Sobre los posibles objetivos de una planificación lingüística, véase S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
2 Véase el concepto de estándar desarrollado en S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)

3 Véanse estos conceptos ampliamente definidos y caracterizados en S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
4 Una compilación de medidas de esta índole, favorables al castellano o represivas con el resto de lenguas de España, que abarcan desde 1707 hasta el presente, puede consultarse en la página valenciana Eines de Llengua-Fitxes <http://www.einesdellengua.com/Fitxes/Textos/C/castella.htm>, § 1-4. Más recientemente, la organización de defensa de la lengua catalana Plataforma per la Llengua ha elaborado un recopilación de 500 disposiciones y reglamentos vigentes que obligan al uso exclusivo o preferente del castellano en España (disponible en <http://www.plataforma-llengua.cat/media/assets/1583/500_lleis_que_imposen_el_castell__des_2009_DEF.pdf>).
5 Sobre el concepto político de dialecto, véase S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
6 Véase la definición en S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. Sobre esta conducta en los latinos de Estados Unidos, véase también J. del Valle. (N. de las Eds.)
7 Véase al respecto, en esta misma obra, J. C. Moreno. (N. de las Eds.)
8 Sobre el modelo de lengua académico, véase el artículo de S. Senz, J. Minguell y M. Alberte. (N. de las Eds.)
9 Sobre las situaciones de conflicto entre el castellano estándar y el andaluz derivadas de esta situación, véase, en esta misma obra, L. C. Díaz Salgado. (N. de las Eds.)
10 Sobre la función de sostén financiero que desempeña la Fundación pro RAE y sobre las compensaciones que recibe a cambio, véase también G. Esposito. (N. de las Eds.)
11 Contribuciones que abordan la calidad y funcionalidad de la obra académica son las que corresponden a J. C. Moreno Cabrera, L. F. Lara, S. Senz, J. Minguell y M. Alberte, J. Martínez de Sousa, M. Pozzi, M. Alberte, E. Forgas, y S. Rodríguez Barcia. La estructura y el funcionamiento internos a lo largo de la historia de la RAE están tratados extensamente en L. C. Díaz Salgado. (N. de las Eds.)
12 En el estándar valenciano del catalán en la edición que manejamos.
13 Se refiere a los hablantes sólo de lenguas vernáculas, no de latín.
14 Esto es, una elaboración de su imagen colectiva constituida por una serie de principios, conceptos, mitos y símbolos, sustentados algunos de ellos en rasgos compartidos como la lengua, la religión, el territorio, la raza, la clase social, el pasado histórico o las tradiciones culturales.
15 Denominación con la que se conoce el movimiento social regionalista que, desde las postrimerías del franquismo —y merced a una serie de complicidades políticas, económicas y periodísticas—, convierte el anticatalanismo en un elemento de movilización e instrumentaliza la defensa de la lengua valenciana, no sólo como denominación local de las variedades del catalán del antiguo Reino de Valencia, sino sobre todo como lengua que se pretende distinta de la catalana. El movimiento blaverista es el responsable de la Real Acadèmia de Cultura Valenciana (<http://www.racv.es>, real sin contar con el soporte oficial de la Corona), que ha creado y usa su propio estándar, distinto del estándar oficial del valenciano de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (<http://www.avl.gva.es>), continuista este del estándar catalán y reconocedor de la unidad de la lengua (Acadèmia Valenciana de la Llengua, 2006: 12-15; en línea), lo que ha desencadenado una confrontación abierta entre ambos organismos.
16 Caso de la inmersión lingüística en catalán en el sistema de educación primaria de Cataluña.
17 De hecho, a partir del siglo XVI, en la mayoría de los Estados europeos la lengua cortesana se erige en norma lingüística, en lengua por antonomasia, y la palabra dialecto se reservará para las formas no codificadas ni cultivadas por escrito, consideradas como degeneraciones de la lengua con mayúsculas. Para los monarcas absolutistas, la lengua, juntamente con las insignias de poder del soberano, constituirá un símbolo de poder.
18 Se refiere del informe sobre la situación lingüística en Francia presentado por Grégoire a la Convención el 30 de julio de 1793, que, pese a no disponer de los medios heurísticos necesarios para realizar una encuesta fiable y precisa, pone de manifiesto que al menos la mitad de los ciudadanos no entiende el francés.
19 Como señalan Archilés (2002) y Zabaltza (2006) al aludir al caso francés, no cabe hablar de nacionalismo cívico o jacobino por oposición a nacionalismo étnico: «La distinción historiográfica entre un nacionalismo jacobino o liberal de origen francés y otro organicista o étnico de origen alemán se debe en gran medida a la disputa por Alsacia y por Lorena que enfrentó durante décadas a intelectuales de ambas riberas del Rin [...]. Ambos imperialismos recurrieron a argumentos ad hoc para justificar la integración de aquellos territorios en sus respectivos estados. [...] ni en los alemanes pesaba tanto la “etnia” como suele suponerse ni en los franceses la “voluntad general”. [...] Los nacionalismos son camaleónicos por naturaleza y pueden transformarse sin dificultad en “germánicos” o “jacobinos” según convenga» (Zabaltza, 2006: 191-192). En cuanto a las ideas de «patriotismo constitucional» y «plebiscito cotidiano» que fundamentan el concepto de nación del nacionalismo jacobino como pacto voluntario de convivencia común, a la vista de los hechos pueden considerarse más bien un subterfugio que sirve para enmascarar una situación (vergonzante) de predominio étnico (Zabaltza, 2006: 193).
20 Salvo un breve periodo de reasentamiento de la corte de Felipe III en Valladolid, entre 1601 y 1606.
21 Aunque interrumpida por las prohibiciones de las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco, la conmemoración de la derrota catalana del 11 de septiembre quedó instituida en Cataluña como día nacional desde el año 1901. El elevado componente simbólico de esta fecha ha llevado al partido independentista actualmente en el Gobierno tripartito catalán (Esquerra Republicana de Catalunya) a proponer la convocatoria de un referendo vinculante para la independencia de Cataluña en una fecha coincidente con el tercer centenario de esta derrota: el 11 de septiembre del 2014 (Avui, 15/06/2009: en línea).
22 Cataluña, Aragón y las Baleares mantuvieron, sin embargo el derecho privado propio. No así Valencia.
23 Instrucciones de actuación que seguían a otras dadas a los corregidores de Castilla, Valencia y Aragón.
24 Élite científica, humanista y política reunida por su común fe intelectual en la moderna ciencia experimental y en la aplicación del espíritu crítico al conocimiento.
25 Un relato detallado de la fundación de la RAE se encuentra en M. Alberte. (N. de las Eds.)
26 Véase la definición de ambos conceptos en L. F. Lara. (N. de las Eds.)
27 Carecemos de datos sobre otras lenguas de España, pero suponemos que la tónica debió de ser la misma para el bable, el aragonés, el leonés, el mirandés...
28 En catalán en el original.

2 comentarios:

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    Me he permitido el lujo de poner una breve reseña de esta joya en mi bitácora y recomendar encarecidamente pasearse por aquí.
    Gracias por vuestro valioso trabajo y dedicación.
    Un abrazo.

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